Para poder realizar un acercamiento a la idea de Dios frente al sufrimiento es necesario considerar dos posiciones directamente relacionadas con lo que entendemos cuando decimos que Dios es soberano. La más extendida es la denominada por algunos como la“cosmovisión del designio”, que se sustenta sobre dos bases. La primera es que, si Dios es todopoderoso entonces nada puede frustrar sus planes, esto es que se cumpla siempre y en todo momento su voluntad. Por extensión se llega a la conclusión de que todo lo que acontece debe ser parte de su designio soberano que todo controla. Esto también es explicado diciendo que o bien “Dios hace” de forma explícita todo lo que sucede o bien que Dios “realiza” el bien y “permite” el mal (opinión que intenta suavizar la anterior). Para explicar un poco más esto último se habla de dos tipos de “voluntades” divinas. Por un lado la que decreta, por el otro la que permite. Se considera, por tanto, que todo lo que sucede, por terrible que sea, debe, dentro de la soberana y en muchas ocasiones incomprensible voluntad divina, servir a sus propósitos.
La segunda de estas bases es que Dios no puede cambiar ni para bien ni para mal. Si él es perfecto, se sigue que debe poseer los mejores planes y estos jamás pueden ser alterados por nadie. San Agustín, por ejemplo, llegó incluso a sugerir que cuando fallecen “hijos amados”, Dios tiene varios propósitos: o está enseñando una lección a los padres, los está castigando directamente, o castiga a sus hijos como consecuencia del pecado. Calvino en ocasiones también apuntaba en la misma dirección.
Por tanto, y siguiendo esta cosmovisión, si Dios hubiera querido proteger la vida de uno de nuestros hijos sencillamente lo hubiera hecho, pero si por el contrario ha fallecido se debe aceptar que todo proviene de la mano de Dios, de su soberanía que todo lo controla, y que si lo ha decretado o permitido sus razones tendrá. Recordemos el caso de Melania, que utilicé en la primera parte de este artículo:
“La suposición de que el Señor permite trágicos acontecimientos por una razón divina específica ha provocado irritación comprensible en algunas personas. Hace varios años un periódico local entrevistó a una madre cuya hija había sido violada y asesinada por un prisionero recién puesto en libertad. La madre dijo entre otras cosas: ‘Nunca he perdonado a Dios por lo que le ocurrió a mi preciosa hija’, como si el criminal que violó y asesinó a su hija fuera un instrumento que el Señor usó para ejecutar su voluntad. Si la cosmovisión del designio fuera cierta, es difícil sostener que al amargo concepto de la madre estaba equivocado”.[i]
Ahora bien, la evidencia de que Dios creó seres libres, angelicales y humanos, y que el mal apareció en ambas esferas como consecuencia de que tanto unos como otros cayeron, debería ser razón más que suficiente para dar al traste con la idea de que todo lo que sucede en su creación es su voluntad y que sus planes jamás se pueden frustrar.
El hecho de la caída de Adán y Eva choca de lleno con la anterior concepción de soberanía divina, ya que podemos decir sin lugar a dudas, que no fue voluntad Dios. De hecho toda definición de pecado que presentemos lleva aparejada la idea esencial de que se trata de una infracción, de una violación o quebrantamiento de la voluntad específica de Dios. La misma cruz de Cristo significa que el Dios omnipotente no usa su poder para forzar o esclavizar voluntades, sino que, desde la vulnerabilidad en la que le sitúa el amor, concede la posibilidad de que el ser humano pueda escoger y rechazarlo.
Por supuesto que ni los seres celestes ni las personas tienen una libertad absoluta, pero sí un libre albedrío que les permite decidir ante las opciones más importantes y transcendentales de sus existencias.
La muerte expiatoria de Cristo fue una muerte real que le supuso al Hijo de Dios un sufrimiento extremo. Su Padre tuvo que contemplar cómo hombres impíos daban muerte al Hijo de su amor. Su voluntad primera de crear un mundo bueno regido por el amor y las relaciones exentas de pecado fue truncada, rota, por la libre voluntad de seres humanos que decidieron de una forma torpe y desastrosa.
Lo anterior demuestra que en este universo regido por leyes morales y seres creados en libertad, en muchas ocasiones, la voluntad de Dios no se realiza. Por ello cuando un asesino viola y da muerte a una pequeña no se está haciendo la voluntad soberana de Dios, ni se está ejecutando su designio misterioso e incompresible, ni tan siquiera Dios lo está permitiendo. Lo que está sucediendo es que un hombre malvado está llevando a la práctica su propia voluntad y realiza un acto de maldad suprema.
La idea de una voluntad permisiva es un intento de alejarse de la cosmovisión del decreto por considerarla extrema y cruel, pero queda en tierra de nadie. Por supuesto, Dios conoce y ve lo que está sucediendo pero en un universo moral en donde existen voluntades enfrentadas no puede siempre y en todo momento aniquilarlas para imponer la suya. Se trata de que Dios se retira, de que ha dejado espacio para que seres libres puedan vivir. No decreta ni permite el mal, sencillamente acepta unas reglas de juego que él mismo estableció al principio.
La idea de permitir algo lleva consigo otra que es la de que Dios tiene la posibilidad de frenar todo acto malvado, pero esto en la práctica lleva al absurdo. Así en un conflicto bélico pararía balas en el aire, haría estallar misiles en su vuelo hacia el objetivo o dejaría en estado catatónico a aquellos que van a cometer un delito. La vida en esta tierra no es un guiñol hecho con marionetas humanas movidas por hilos que llegan al cielo.[ii]
También la cruz de Cristo fulmina la idea de que en Dios no hay cambio alguno. El mismo hecho de la encarnación sólo puede comprenderse como una nueva y tremenda experiencia en el seno de la Deidad. Cristo se rebela contra la idea de que cualquier mal es parte de los designios y propósitos de su Padre. Las enfermedades, la muerte y el estado de miseria en el cual se encuentra el ser humano es algo ajeno al amor de Dios, y por ello Jesús se enfrenta a tales hechos desde una posición de profunda misericordia, y a la vez, de tremenda repulsión:
“Quien comete el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8).
Dios en Cristo vino para enfrentarse al Diablo, para desbaratar sus obras y no para “tomarlas” y adaptarlas a su voluntad ya sea explícita o permisiva.
Ante la noticia del fallecimiento de Lázaro Cristo lloró, se afligió profundamente ya que había perdido a su amigo:
“Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: ‘Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.’
Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: ‘¿Dónde lo habéis puesto?’ Le responden: ‘Señor, ven y lo verás.’ Jesús se echó a llorar” (Juan 11:32-35).
Ante la tremenda dureza e incredulidad de Jerusalén, como ciudad representante de todo el pueblo de Israel, Jesús clamó frente a ella con un dolor propio de una madre:
“Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa” (Mateo 23:37-38).
Satanás en las Escrituras es considerado como homicida, padre de mentira, tentador, maligno, adversario, acusador, serpiente… Es el responsable, junto al ser humano que lo sigue, de todo mal. No es voluntad de Dios que estas cosas sucedan, ya que él es el Padre de luz, de la vida, del amor, de la bondad, etc., de todo lo contrario a lo que provoca el sufrimiento y el dolor humano.
Cuando abandonamos esta cosmovisión y consideramos la llamada “de la guerra” todo cambia y encaja con la revelación final y completa que tenemos en Jesús, la cual sostiene que nos hallamos en medio de una guerra espiritual y moral en donde existen dos bandos enfrentados y en donde se producen víctimas.
Los seres humanos poseen libertad moral que los capacita para realizar acciones viles o bondadosas, para hacer sufrir o consolar. Pero no se trata de un dualismo en igualdad de condiciones, ya que los hijos del Reino ya tienen la guerra ganada; esta victoria fue alcanzaba por Cristo en el Calvario.
Dios, por supuesto, es el soberano que finalmente prevalecerá de forma absoluta y su plan general[iii] se llevará a efecto. Pero esto es algo muy distinto a sostener que cada detalle grande o pequeño, cada situación ya sea loable o una aberración moral, entran dentro de sus propósitos siempre santos y buenos.
Por supuesto que Dios todo lo sabe pero no es él ni el responsable ni el que lo permite. Dios aborrece el mal, esto es contrario a su propia naturaleza, pero no puede evitar que suceda debido a cómo está diseñado este mundo moral. Para que su voluntad se realice plenamente será necesario deshacer, acabar y renovar estos cielos y esta tierra[iv]. Y es precisamente esto mismo lo que también nos dicen las Escrituras. Es imprescindible una recreación para que el amor de Dios reine de forma plena entre los suyos.
En el presente, su soberanía además significa que es un muro de contención para que la maldad no inunde de forma absoluta nuestro mundo.
Con la cosmovisión de la guerra Dios no está frente a nosotros sino a nuestro lado. Estamos batallando junto a él y con todos los seres humanos de buena voluntad. No justificamos el mal de ninguna de las formas posibles, sencillamente nos enfrentamos a él. No es parte de lo que Dios desea, sino de lo que aborrece.
Dios por tanto llora a nuestro lado, se duele en nuestro dolor, se compadece y entristece de nuestras pérdidas pero no puede, en el momento presente, evitarnos todas estas experiencias tan traumáticas. Dicho lo cual, nos promete que si permanecemos fieles luchando en las filas del bien llegará un momento en el que estaremos en su presencia, y que allí los que lloran serán consolados y que en un futuro volverá para renovar todo cuando existe:
“Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: ‘Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado”. Apocalipsis 21:3-4.
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[i] Boyd, Gregory. 2005. ¿Podemos culpar a Dios? Editorial Vida, Miami, Florida. P. 49.
[ii] Quisiera aprovechar esta nota al pie para profundizar un poco más en esta idea de una dualidad de voluntades en Dios. Permitir significa tener autoridad o aprobar algo, también no impedir que ocurra determinada circunstancia que se debería evitar o incluso dar el consentimiento para que otros hagan o no. Ante lo que significa permitir se derivan las mismas cuestiones del principio: ¿Por qué Dios autoriza o aprueba que seis millones de judíos sean asesinados? ¿Por qué Dios no impide que un niño tenga que presenciar la muerte por tortura de sus padres? De esta forma volvemos a la cosmovisión del designio con la cual estoy en total desacuerdo.
[iii] Me gustaría destacar esta idea de “plan general”. La misma provoca un claro contraste entre aquellos cristianos que mantienen que cada detalle de lo que ocurre en esta vida está escrito y sancionado por Dios. Esto en la teoría y en práctica aniquila la libre voluntad humana y hace responsable a Dios de ser algo así como un aburrido y despiadado Ser Eterno que juega con una creación condenada a sufrir o reír dependiendo de la línea del guión que le toque interpretar.
[iv] Hasta aquí no he tratado acerca de los desastres naturales o de por qué un bebé nace con una terrible malformación sin que exista una explicación médica. Lo que las Escrituras nos dicen es que aquello que en el principio era absolutamente bueno, una creación perfecta, con la aparición de lo que llamamos de forma genérica pecado, se produjo una alteración de la misma a todos los niveles. La entrada en escena de otras voluntades enfrentadas a Dios varió de manera muy negativa todo nuestro planeta. Por ello el ser humano no vive únicamente afectado, ya sea de forma positiva o negativa, por otros seres humanos sino que además sufre las sacudidas de una naturaleza que no entiende de moral o de dolor. A la par esta misma naturaleza está siendo esquilmada, violentada por el ser humano que si sigue a este ritmo acabará por destruir sus recursos lo que significará su propio fin.