Cuando era niña, criarse en una confesión religiosa evangélica no necesariamente significaba interiorizar más misoginia que en un entorno secular. Sin embargo, mi iglesia en vez de ir contracorriente como predicaba, y rechazar el pecado del machismo, participaba de él sin cuestionarlo. Y es que bebía de una tradición específicamente ligada al ídolo de la masculinidad, tal y como explica la historiadora evangélica Kristin Kobes du Mez en su último libro “Jesús y John Wayne”.
Esta necesaria obra explora cómo se forjó el concepto de masculinidad evangélica estadounidense, que muy lejos de ser bíblico, se basa en la cultura popular. Es decir, se basa en personajes masculinos de ficción. Que no existen. No es de extrañar que tal cultura haya dado lugar a una generación de hombres frustrados incapaces de alcanzar estándares salidos de la mente fantasiosa de un guionista. Pero estos modelos tóxicos disfrazados de roles bíblicos no solo han dejado un reguero de señores deseosos de votar a candidatos presidenciales con escándalos con actrices porno, sino que también han afectado a mujeres y niñas. Y no me refiero solo al efecto más obvio sobre nosotras, que es la forma en la que los hombres cristianos nos ven y nos tratan, sino a la forma en la que nosotras mismas nos tratamos.
En el caso de muchas niñas como yo, esta misoginia internalizada se manifestó en forma de querer ser un hombre. Aunque el cristianismo ha intentado pintar su machismo como un igualitarismo con roles diferentes, no hay que tener ni dos dedos de frente para darse cuenta de que estos roles implican superioridad vs inferioridad, positividad vs negatividad. ¿Y quién quiere identificarse con algo que es peor?, con alguien cuyos atributos “naturales” son negativos? Yo desde luego no. Y así, pasé de ser socializada para querer ser una princesa, a desarrollar un profundo desprecio hacia todo lo relacionado con la femineidad. Le preguntaba a Dios por qué me había hecho una chica. Reprimía cualquier atributo que se asociara con ser mujer. Intentaba no relacionarme con mujeres. Buscaba la afirmación masculina en forma de un “no eres como las demás” (hombres, dejad de soltar perlas así por favor). Juzgaba a las mujeres por su apariencia, por cómo vestían, cómo hablaban, cómo se comportaban. Era un juicio hacia mí misma.
La misoginia internalizada no se manifiesta de la misma forma en todas las mujeres. Algunas asumen su rol de cristianismo de Hollywood con la esperanza de cumplir las expectativas que sus congregaciones tienen de ellas. En todo caso, lo que todas compartimos es, por un lado, la crítica hacia cualquier mujer que no sea “perfecta”, y por otro, la falta de conciencia de nuestro pecado de machismo disfrazado de doctrina bíblica. Así, du Mez explica cómo la iglesia evangélica estadounidense, con su versión puritana del sexismo secular, ha sido y es un caldo de cultivo para el abuso a mujeres y niñas que deben someterse al liderazgo absoluto de hombres cuyos comportamientos solo pueden ser juzgados por Dios y que además no son denunciados por la vergüenza de sus víctimas de ser consideradas la piedra de tropiezo que hizo caer a su líder espiritual. Y para los que estén tentados a pensar que estas barbaridades sólo ocurren al otro lado del charco, les puedo contar cómo en la iglesia que me crié se ocultaron abusos a menores, y cómo las niñas escuchábamos a la esposa del perpetrador decir desde el púlpito que nuestra forma de vestir podía incitar al pecado a nuestros hermanos varones.
Con un exhaustivo rigor histórico, “Jesús y John Wayne” explora cómo en el 2016, el apoyo de más del 80% de los votantes evangélicos estadounidenses (siendo el evangelicalismo de EEUU una rama muy específica del protestantismo, blanco y de derechas) a un hombre que es la antítesis de la supuesta moralidad cristiana, no fue una excepción. Este libro muestra cómo la elección de líderes de dudosa reputación es habitual en este sector religioso desde hace décadas. La mentalidad de anteponer la figura del hombretón a la de un seguidor del ejemplo de Jesús (el de la Biblia, no el de los memes de los fans de Mark Driscoll) se exportó como la Coca-Cola a través de la industria de las misiones. Como el cáncer que es, se extendió rápidamente a países receptores del “cristianismo” estadounidense como el nuestro, junto con otras ideologías y elementos culturales, entre otras en forma de propaganda impresa. Prolíficos autores sobre “valores familiares” como James Dobson se encargaron de construir una industria multimillonaria de difusión de materiales y merchandising acordes a su ideología, censurando, por supuesto, toda aquella literatura que la cuestionara. Así, a los evangélicos hispanohablantes nos llegan los libros que nos llegan, y que levante la mano el que no se haya criado con un libro de Dobson en su casa.
Por eso, la traducción de “Jesús y John Wayne” ha sido como agua de mayo para una servidora, y una reveladora lectura sobre los que mueven los hilos detrás del telón de un pseudo-cristianismo basado en intereses comerciales, nacionales, y políticos. Animo a leerlo a todos los que se identifiquen con esta tradición religiosa. Y animo también a todos los cristianos a que reflexionemos sobre el daño causado por nuestro pecado de idolatría a la masculinidad tóxica, y a que consideremos cómo reparar este daño y qué pasos podemos tomar hacia una visión verdaderamente bíblica del papel del hombre en nuestras iglesias. Un hombre que no considere a la mujer como un objeto que desear, temer, o dominar, sino como un ser humano creado a la imagen y semejanza de Dios.