Plutarco Bonilla A.
Domingo de Resurrección, 12 de abril del 2020
Iglesia Metodista “El Redentor”
San José, Costa Rica
Estamos atravesando en la actualidad una situación particularmente difícil. No solo en nuestro país, sino en todo el mundo. La pandemia de este coronavirus ha disparado la imaginación de los seres humanos. Unos hacen burla; otros se inventan bromas, a veces como inocentadas y a veces con mensajes punzantes. Los mismos cristianos dan respuestas muy variadas: desde que se trata de un castigo divino hasta que Dios no tiene nada que ver con esto, pasando por un “Dios lo ha permitido”. Las tres posiciones nos parecen erróneas.
La verdad es que hay zozobra, miedo, inquietud, incertidumbre por el futuro que nos espera. ¿Cuándo parará esta epidemia? ¿Cuántos muertos habrá? ¿Qué secuelas nos dejará? ¿Veremos de aquí en adelante el mundo de la misma manera? ¿Qué nos pasará a nosotros y a nuestros seres amados? De seguro, habrá muchas más preguntas que todos, incluidos los cristianos, nos hacemos. Todo ello es comprensible. A fin de cuentas, todos somos seres humanos.
Y en medio de esta pandemia, los cristianos de todos los signos celebramos hoy la resurrección de Jesús.
Pero…
Si leemos con atención y acuciosidad los relatos que el Nuevo Testamento nos ofrece de este hecho, descubriremos que aquellos días fueron también, para muchas personas, días de zozobra, miedo, inquietud, incertidumbre… y con preguntas a las que no les hallaban adecuada respuesta.
Fueron, así mismo, días llenos de paradojas.
Veamos:
Jesús fue apresado cuando acaba de orar en agonía, porque no quería morir. Sus tres discípulos más cercanos a él no aguantaron aquella angustiosa vigilia y cayeron vencidos por el sueño. Luego, cuando se arma el alboroto y surge la violencia, esos tres y los otros ocho salieron huyendo y dejaron abandonado a su suerte a aquel inquietante predicador galileo.
Poco después, Pedro, a quien, bastante antes, el propio Jesús se había dirigido calificándolo de “Satanás”, lo niega reiteradamente echando maldiciones. Y en la agonía final, todos, excepto Juan y unas mujeres, miran la trágica escena desde lejos.
¿Qué significaba todo esto? Entre otras cosas:
Significaba que habían sido desbaratados los sueños de grandeza y de poder, y que las ilusiones de muchos acababan en desilusión –(recuérdese –para ponerlo en lenguaje actual– que varios de los discípulos aspiraban a ser “ministros de Estado”)–. Significaba que proyectos y esperanzas nacionalistas se habían esfumado en el aire –(recuérdese que, incluso después de la resurrección de Jesús, los discípulos persistieron en preguntar acerca de “restablecer el reino de Israel”)–. Significaba que se había resquebrajado sin remedio el concepto que la mayoría de los seguidores del Galileo, si no todos, se habían formado acerca del reino que él había proclamado desde que inició su carrera como predicador en la rica y empobrecida Galilea.
Los que habían convivido con Jesús por unos tres años, ahora, en esos precisos momentos no saben qué hacer. Están desorientados. El futuro, su futuro, está en el aire y pende de un frágil hilo. Quienes eran pescadores vuelven a sus quehaceres. ¡Al menos tienen trabajo! Además, tienen miedo del Imperio, porque los imperios provocan, desde siempre, el miedo del pueblo. Quienes no los temen son aquellos que medran a su socaire. Pero aquellos otros…, los discípulos, habían sido identificados como seguidores del rebelde crucificado. ¿Serían ellos también víctimas del poder imperial o de la furia de los de su propia nación, que fueron enemigos de Jesús?
Aunque en escala infinitamente menor, ¿no se semejan las experiencias y el estado de ánimo de aquellos hombres y mujeres que vivieron en aquel rincón apartado del planeta a lo que hoy, veintiún siglos después, están viviendo millones de personas alrededor del mundo?
Y entonces, Jesús resucita.
Si lo que experimentamos hoy se nos presenta como “misterio”, porque tenemos preguntas sin respuestas, la resurrección de nuestro Señor también resulta misteriosa y, por ende, inexplicable. ¿Cómo fue? ¿Cómo reaccionaron los que habían sido sus seguidores? ¿Qué nos dicen los relatos de los Evangelios y qué podemos aprender de ellos?
Prestemos atención a algunos de los sorprendentes datos que se nos ofrecen:
En primer lugar, sorprende que cuando María la Magdalena se encuentra por primera vez con Jesús resucitado, no lo reconoce cuando lo ve y ni siquiera cuando habla con ella, pues lo ha confundido con el hortelano. Solo lo reconoce cuando Jesús resucitado la llama por nombre.
¡Qué importante es el nombre que lo identifica a uno! Diagonal a la casa donde resido hay un abastecedor. Hace unos años, una familia de personas chinas lo compraron y lo transformaron. En mi primer encuentro con el dueño, lo primero que hice fue preguntarle cómo se llamaba. Me lo dijo usando, por cierto, unos gestos muy simpáticos. Desde entonces, siempre que hablo con él lo llamo por su nombre. Porque el nombre tiene una gran importancia. Y más la tenía en el mundo de la Biblia. También por eso, María identificó a Jesús solo cuando este la llamó por su nombre.
En otro relato evangélico se nos cuenta que Jesús se une, en su caminata, a dos discípulos que van a la aldea de Emaús… A pesar de que caminaron juntos por bastante rato, ellos tampoco lo reconocieron: ni por su apariencia física ni por su voz. Pudieron darse cuenta de que se trataba de Jesús resucitado cuando, sentados a la mesa, Jesús realiza el gesto eucarístico de dar gracias, partir el pan y dárselo a ellos.
En tercer lugar, el Resucitado se les presenta a unas mujeres, quienes sí lo reconocen, y les encomienda que transmitan la noticia de su resurrección a los otros discípulos. Cuando lo hacen, ellos no creen su testimonio, piensan que es una locura… Es muy probable que no las hayan creído porque eran mujeres. De hecho, creen solo cuando ellos mismos lo ven.
En otras apariciones a los discípulos no estaban los once. En una de esas ocasiones, faltaba uno: Tomás. Y este no quiere creer al oír el testimonio de sus compañeros…, a pesar de que en este caso era testimonio de hombres. Reclama, con toda firmeza, que para creer tiene que ver él mismo al resucitado y tocarlo con sus propias manos. Por fin, lo ve y lo oye…, pero no se atreve a tocarlo. Y cree.
Otros datos resultan igualmente sorprendentes:
Por una parte, Jesús resucitado, en actitud condescendiente, le dice a Tomás que meta su mano en la herida del costado. O sea, que Tomás podría haber palpado el cuerpo resucitado de Jesús. Más todavía: se nos dice que, en una de sus apariciones ante los discípulos, Jesús “comió delante de todos”. No obstante, también se nos narra que Jesús se presentó ante los discípulos reunidos, “en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos” y que, en Betania, “mientras los bendecía se separó de ellos y se lo llevaron al cielo”. O sea, que el cuerpo del resucitado no solo presenta resistencia al toque de una persona, tal como sucede con nosotros, sino que, así mismo, no está sujeto a las leyes de la gravedad.
Y, por otra parte, es de destacar el hecho de que, en el final largo del Evangelio de Marcos, se hace un escueto resumen del mucho más extenso relato de Lucas que conocemos como “los discípulos de Emaús”. Se dice ahí, en Marcos, que “Jesús se apareció bajo una figura diferente, a dos discípulos que iban de camino a una finca en el campo” (La Palabra. En vez de “bajo una figura diferente”, otras traducciones dicen “con otro aspecto” [El libro del pueblo de Dios] o “con otra forma” [Nueva Biblia española]. Trataremos de entender qué significa eso.
No deja de sorprender el hecho de que, cuando uno lee textos bíblicos, los relee y vuelve a leerlos, siempre salen a luz nuevos detalles que invitan a una nueva comprensión de eso que ha leído. En ocasiones son otros lectores los que nos regalan esos datos. Así me ha sucedido recientemente al releer el texto conocido como “El juicio de las naciones”. A aquellos a los que el Hijo del hombre declaró “benditos” del Padre, al final les dijo así: “Les seguro que todo lo que hayan hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo han hecho”. En la última parte no dice “es como si me lo hubieran hecho a mí”, sino “me lo hicieron a mí”. O sea, que el Señor se identifica en aquellos hermanos a los que califica de “pequeñitos”.
¿No es eso mismo lo que nos quiere decir el relato acerca de los discípulos que iban a la aldea de Emaús, cuando comparamos la versión de Marcos con la de Lucas?: En Lucas, los dos discípulos invitan a aquel extraño, a quien todavía no habían reconocido, a que pasase la noche con ellos. Y lo hacen porque saben muy bien que los caminos de la Palestina de aquella época eran peligrosos, y más si se andaba por ellos de noche y solo. Al llegar a la aldea, dice Lucas, los discípulos invitan al desconocido con estas palabras: “Quédate con nosotros, porque atardece ya y la noche se echa encima”. El desconocido los había impactado, y no sabían por qué. Y ellos creen que puede correr peligro y le abren las puertas de su casa. Y resulta que, en este caso, “se lo hicieron a Jesús mismo”.
¿Se nos aparece hoy día Jesús resucitado en otros tantos necesitados con los cuales nosotros, que nos llamamos discípulos de ese Jesús, nos tropezamos en nuestra vida cotidiana? ¿Somos capaces de volvernos vulnerables para proteger al necesitado? ¿O entramos a nuestro lugar de refugio, cerramos la puerta y lo dejamos a él fuera?
Por otra parte, el que los propios apóstoles y la misma María Magdalena (que llegó a ser llamada posteriormente “Apóstola de los Apóstoles”) no lo reconocieran al oírlo ni al verlo por primera vez, ¿no nos dice acaso que no debemos dejarnos llevar por las apariencias de primera vista, sino que debemos ver, más bien, a través de esas apariencias lo que hay más allá de ellas?; o sea, ver a Jesús resucitado donde quiera que veamos a una persona que necesite una expresión de amor, un pedazo de pan, un vaso de agua, una ropa con que protegerse de las inclemencias del tiempo, una visita por encontrarse en soledad, por la razón que sea. En los últimos años que he vivido, he aprendido que reír es una bendición y que, aun mayor bendición que esa es hacer reír a otras personas.
Jesús resucitó. Pero no esperemos visiones ilusorias del resucitado. La verdadera visión que el cristiano debe procurar es ver como Jesús veía. Aprendamos, yo el primero, a vivir como él vivió; a amar como él amó; a ver como él vio. Entonces, solo entonces, aprenderemos a vivir como nos corresponde: como resucitados en el resucitado, aunque sigamos deambulando por esta tierra.
De ahí que no sea extraño el lenguaje que se usa en un texto de Efesios. Dice:
La piedad de Dios es grande, e inmenso su amor hacia nosotros. Por eso […] nos hizo revivir junto con Cristo […], nos resucitó y nos sentó con Cristo Jesús en el cielo”. (2.4-6)
Nótense como los verbos principales están en pasado…, cuando se refiere a hechos del futuro. Un biblista lo expresó, hace muchos años, de una manera extraña e inusitada: se trata del “Ya, pero todavía no”.
Hoy, tanto en nuestro país como en el resto del mundo, hemos de vivir como resucitados en el Resucitado. Dejemos de pensar únicamente en nosotros. Pensemos también en nuestro prójimo. Mejor aun: como se nos enseña en la parábola del buen samaritano, seamos nosotros el prójimo de los demás. Frente a aquellos que se aprovechan de la presente coyuntura para robar y estafar a quienes puedan, frente a los que explotan a los otros al elevar los precios de los productos esenciales, frente a los acaparadores, frente a quienes no solo se arriesgan a sí mismos sino que arriesgan las vidas de los otros, frente a los indiferentes que dicen “¡’porta a mí!”, frente a los que prefieren la calle al hogar, frente a los que privilegian las ganacias a costa de la vida y el trabajo de sus obreros…, sigamos el ejemplo del Jesús, a quien Dios mismo proclamó Señor y Salvador, y lo hizo, precisamente, al resucitarlo.
Seamos solidarios, poniendo nuestro granito de arena para que este mundo del que somos parte sea algo mejor. Fue lo que hizo Jesús. Y para que hagamos lo mismo, él nos dio el ejemplo; o sea, para que sigamos en sus pisadas.
Y seamos agradecidos. Mostremos nuestro agradecimiento a Dios, en primer lugar, y también a los ángeles que él envía: todo el personal de salud: médicos, personal de enfermería, quienes se dedican a la limpieza, quienes trabajan para ganarse el pan de cada día y para que nosotros no lo pasemos mal. Sí ellos, quizás sin saberlo, son los ángeles de nuestra guarda.
¡Jesús resucitó! Por tanto, ¡hay esperanza!
¡Vivamos como resucitados en el Resucitado!