De todos los posibles costados en que la oscura y atrapante película de El Joker puede ser examinada, para mi fue imposible no verla como un relato mesiánico al reverso; es decir, como un mesianismo desde el síntoma que no se presenta como novedad singular salvadora, menos aún redentora y amorosa, sino como un efecto reactivo desde lo peor que provoca el propio sistema. Algo así como un mesianismo autodestructivo. Es la emergencia de un mesías que nace desde la fractura del dorso perverso de un capitalismo sostenido en lo que Byung-Chul Han denomina como “psicopolítica de la transparencia”, es decir, en la construcción de una subjetividad que ya no es objeto de vigilancia panóptica sino de la completa exposición que “desinterioriza” los sujetos, saturando los cuerpos e impidiendo cualquier resto que permita una fisura de cambio o anomalía crítica. La película presenta una sociedad donde el control pasa por el manejo de los mecanismos de exposición, creando así una “democracia de espectadores”, surcados por la paradoja de la enajenación que produce la total ostentación, antes que una apertura desde el misterio de lo propio. Por ello en este film, la televisión se muestra como el epicentro mismo de la política.
El protagonista, Arthur Fleck, simboliza el arquetipo del chivo expiatorio en estas sociedades. Es la víctima perfecta que canaliza -a través de una violencia inusitada y sin sentido que se gesta en la calle, el ámbito laboral, en el seno familiar-, tanto la frustración de quienes son expulsados a los márgenes (como los propios compañeros de trabajo de Arthur) o de la perversión que alimenta las élites (como los jóvenes ricos borrachos en el metro). Aquí la línea entre santos y malvados, opresores y oprimidos, se desdibuja. Todos y todas viven bajo condena, sometidos a una maldición, transformándose en auditorio de un espectáculo que los deja desnudos, sin poder evitarlo. Por eso, el personaje de Arthur representa la figura del demente, del “anormal”, que no es más que un espejo de las oscuridades, desgracias y fracasos de los habitantes de este teatro, razón por la cual debe pagar el precio por el síntoma que despierta.
Ahora bien, si aplicamos la teoría estética de Theodor Adorno, así como una imagen invoca una alteridad que induce a la mímesis con lo propio, la otredad de la víctima –en este caso Arthur- exhibe la insoportable depravación de quien le mira o lo trata. Por ello su figura se irá transformando poco a poco, a lo largo de toda la trama, en un punto de eclosión de lo peor que ese mundo oscuro puede crear, donde las ilógicas de “lo común” van quedando expuestas en la locura de sus gestos, su cotidianeidad, sus relaciones.
Es esa exposición que gatillará un dispositivo mesiánico sobre la figura de Arthur. La bestialidad y apatía de su actuar canalizarán los sentimientos más tenebrosos de la Ciudad Gótica. Esto lo lleva a transformarse en el emisario que destruiría el sistema desde sus propias tripas, a través del asesinato desplegado frente a la mirada de la cámara en la pantalla televisiva, como represalia de la burla victimizante de la crueldad naturalizada que alimenta la ciudad, y a la que había sido invitado a desplegar cual bufón frente al auditorio. Así, se expone la monstruosidad desde el propio epicentro psicopolítico que la provoca. Y es, precisamente, en ese clímax, donde Arthur deviene en Joker: es decir, el propio nombre que los poderes le otorgarán para burlarse de él, terminará siendo la nominación mesiánica que dará cuenta de su límite, de su muerte.
Cuando el Joker es arrestado y finalmente liberado por el mismo pueblo enloquecido, parece como el reflejo de la caída del poder omnímodo en manos de la horda que construyó para su beneplácito, pero no desde la sutura de una conciencia revolucionaria sino desde el cansancio devenido en desborde y estallido sin control. La peor víctima que el sistema creó, devino en el Mesías de todos aquellos y aquellas que hacían empatía con su penuria.
“¿De qué te ríes?”, le interroga la doctora hacia el final. “De una broma; pero no la entenderás”, le contesta. La locura de Arthur ya no es signo de anormalidad asumida, sino muta en misterio, y con ello en poder: la risa ya no es síntoma de una enfermedad de origen traumático, sino que adquiere palabra en forma de broma, con el propósito de desafiar –es decir, marcar una frontera de alteridad, destruyendo así la muralla del sometimiento enajenante- de aquello que pretendía naturalizar lo disfuncional en aras de subyugar a sus súbditos. La risa deja de ser un espacio de victimización y vergüenza, para transformarse en epicentro de subjetivación. Ya no hay completa transparencia: ahora, lo enigmático de este chiste incomprendido inscribe una singularidad que resiste la totalización.
En conclusión, no creo que el Joker sea una película optimista o pesimista, sino –o peor aún- la puesta en escena del extremo real, sintomático y siniestro al que se puede llegar cuando la apatía política y la completa exposición-sin-resto se entrelazan, exaltando la maldad y depravación cotidianas como único medio para rebelarse contra el sistema, sin importar el costo. Manifiesta la construcción de una lógica mesiánica que deposita la salvación en la saturación de aquello que conlleva lo peor de la locura provocada por el exceso que alimenta la ilógica capitalista.