A Oscar y a Maria Ángeles,porque os llevaba conmigo mientras escribía
Guardo en mi memoria, como un tesoro de la infancia, las primeras lecciones que aprendí en la Escuela Dominical. Muchas las memorizamos a través de la música, como aquel corito que hablaba del profeta Jonás y que nosotros, los parvulitos, interpretábamos con mímica y una gracia tan desmañada como encantadora:
“Jonás no le hizo caso a la palabra de Dios, por eso al mar profundo la gente lo tiró, y vino un pez muy grande y, ¡glup!, se lo tragó, porque no le hizo caso a a la palabra de Dios”
Han pasado los años, y las dos únicas páginas de la Biblia que ocupa el libro de Jonás siguen cautivándome con una fuerza conmovedora. En él se hallan, primero, las claves de nuestra existencia personal, con sus períodos de crisis y esperanza, transformación y crecimiento. Pero a continuación, nos lanza un apasionado llamamiento a salir de nosotros mismos y de nuestra estrecha comunidad identitaria, con el fin de abrazar al resto de la humanidad y de la Creación, tal y como Dios hace. Debajo de esta canción infantil se abre una sima cuyo fondo no atisbamos; tal vez sea porque llega hasta su mismo Inspirador, que como siempre, desea contarnos un cuento de verdad.
En el principio Jonás…
El comienzo de Jonás –a partir de ahora lo llamaremos Jonás-yo – es el mismo comienzo del Génesis y que el comienzo de cada uno de nosotros: Dios nos llama y nos coloca en medio del mundo con una misión, “hombre y mujer los creo y Dios los bendijo diciéndoles…” o “El Señor dijo a Abraham”, o “El Señor se dirigió a Jonás diciéndole”. Dios nos llama para ser y encarnar un proyecto que está destinado a cambiar el mundo –la gran ciudad– y convertirnos en un reflejo de su amor y su salvación, es decir, en imagen y semejanza suya. Este es el propósito original que se despliega en cada ser humano desde el principio del mundo. Jonás-yo no podía ser diferente, ni tú tampoco.
El conflicto
“Disponte a ir a la gran ciudad”. Estas son las primeras palabras que Dios dirige al profeta-yo, y podemos imaginar que también se dirige a nosotros. Sí, nuestra vida está ligada del todo a la gran ciudad humana, y no tanto a ese individualismo obsesivo que me conduce sobre todo a MIS valiosísimos planes, a MIS intereses y a MI bienestar. Este conjunto de mi/me/mis/míos –que pretende acaparar todo lo que hay afuera- representa nuestro intento fallido de llenar con cosas nuestra pobreza interior y nuestro vacío. Sin embargo lo que me falta está en las demás personas, porque nos pertenecemos los unos a los otros. ¡Qué difícil nos resulta comprenderlo!, y nos hacemos el sueco y tiramos para Tarsis. A ver, seamos sinceros, no es que las cosas estén estupendas en la gran ciudad: “proclama un castigo contra ella porque la noticia de su maldad ha llegado hasta mí”. No –me digo-, si encima me va a salpicar el castigo que sobrevuela a estos paganos de Nínive… algo habrán hecho. ¿Pero que tendré YO que ver con ellos?
Casi casi podemos escuchar el eco de otra gran pregunta que no deja de recorrer la historia -desde Caín, hasta la política migratoria europea actual, o los “sin papeles” que parecen invisibles porque no los vemos-: “¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?” Claro que Jonás-yo piensa que no es aplicable a su caso, porque es evidente que los asirios no son sus hermanos, ni los suyos, ni son “creyentes”, ni conocen a Dios, ni tampoco pertenecen al pueblo santo. Ellos no son su prójimo.
Jonás-yo huye de Dios, de los demás, y de aquello que puede dar sentido definitivo a su vida, desoyendo esa voz que le interpela a ir más allá de las fronteras de su pueblo y de su visión del mundo. Así que busca un barco y “paga su pasaje”.
Primera lección: Huir de quien nos creó y de nuestra vocación más íntima nunca sale gratis; se paga el pasaje, un pasaje carísimo.
Además, ese viaje lleva a alta mar donde la mirada se pierde, y la única manera de guiarse es mirando al cielo estrellado. Pero es precisamente ahí donde no se quiere mirar. Por eso Jonás-yo baja a la bodega-cueva del barco y se duerme. Un profundo letargo lo aísla de la realidad y pierde el sentido. Y en ese estado de desorientación, ¿cómo evitaremos la tempestad que se nos viene encima? Nosotros –no Dios- somos quienes creamos las tempestades. Jonás mismo dirá: “Tiradme al mar, y el mar se calmará porque yo sé que esta violenta tempestad os ha sobrevenido por culpa mía”. El relato describe el esfuerzo titánico de la tripulación para salvar la situación y la vida del profeta. Pero nada sirve.
Segunda lección: la tempestad que atraemos afecta a los que nos rodean. Lo trágico es que por mucho que hagan los demás por ayudarnos –familia, amigos, psicoterapeutas-, lo cierto es que todo resulta inútil. “Los marineros se pusieron a remar con la intención de volver a tierra firme; pero no pudieron lograrlo porque el mar se embravecía más y más alrededor de ellos”. ¡Tierra firme para Jonás, el que quiere huir de ella! La resistencia ciega provoca marejada. Nada hay más aterrador que contemplar el naufragio de un ser querido empeñado en su autodestrucción, nada más desolador.
Entre tanto, el barco sufre las olas de la angustia que golpean violentamente contra la quilla y que amenazan con deshacerlo, como si fuera de papel. La tragedia está a punto de consumarse. Paradójicamente esa es también nuestra única posibilidad de salvación: asumir nuestras malas decisiones, pegarnos de bruces contra la realidad, hundirnos sin remedio, y enterrar para siempre esa vida.
Desenlace: El gran pez que nos traga. ¿Quién nos salvará?
“El Señor dispuso que Jonás fuera tragado por un gran pez en cuyo vientre permaneció durante tres días y tres noches… y Jonás dijo al Señor:
En mi angustia… me echaste a lo profundo… tus ondas y tus olas pasaron sobre mí…el abismo me envolvió, las algas se enredaron en mi cabeza… me hundí hasta el cimiento de los montes, la tierra echó sus cerrojos sobre mí para siempre.”
Para quien sea lector asiduo de la Biblia, este pasaje le suena muy familiar, ya que es el lenguaje propio de los Salmos. Sí, los salmos, aquellos versos a los que nos agarramos cuando nos desgarra la vida. Ellos saben acompañarnos cuando nos visitan el sufrimiento y la fragilidad extrema. Por eso Jonás-yo por primera vez se dirige al Señor, y con desoladoras imágenes describe la experiencia temible de su ruina. Nadie puede continuar dormido cuando sufre tanto. Ahora que de verdad le habla, siente que de verdad le escucha. Es más, que desde el primer día de su vida Dios nunca se separó de su lado.
Jonás-yo está dentro del pez, que según la canción, “glup” se lo comió. En realidad ese pez lo preserva del fondo del mar embravecido y de la tempestad. Allí dentro está inesperadamente a salvo, no se ahoga. Allí ha de permanecer tres días y tres noches en silencio –imagen del paso de la muerte a la vida-, para asumir la realidad de su naufragio por huir de Dios, de los demás y de sí mismo. Es tiempo de abrir los ojos, y de volver.
Volver. El profeta Oseas, describe este mismo proceso que vive Jonás:
“Venid, volvamos al Señor, porque él nos ha desgarrado y él será quien nos cure; él nos ha hecho la herida y él nos la vendará. Al cabo de dos días nos devolverá la vida, al tercero nos levantará y viviremos en su presencia”
De nuevo leemos el tercer día como frontera entre la muerte y la vida, un límite inexpugnable para el ser humano, pero no para Dios. Él ha querido que no sea la muerte la última parada de nuestro viaje, y los profetas Jonás y Oseas ya levantan el brazo y señalan esa esperanza… una esperanza que un día Jesucristo hará realidad para todos los seres humanos: resucitar al tercer día. En este relato del AT escuchamos el eco de la victoria definitiva de Dios, que traspasa todos los tiempos de la historia de la salvación.
Jonás-yo, tras un período de tres días con sus tres noches de profundo confinamiento, es capaz de decir su palabra a Dios. Una palabra nada triunfalista, una palabra que recoge su verdad. “Me hundí hasta el cimiento de los montes; la tierra se cerraba tras de mí para siempre.” No esconde nada, confiesa todo. Y de pronto se ve sorprendido por una convicción que emerge de lo más profundo de sí, que brota incontenible: “Sin embargo tú, Señor Dios mío, me hiciste salir vivo de la tumba”. ¿De dónde procede esta seguridad? ¿No estaba completamente acabado, muerto? No, porque la salvación ¡se halla en el Señor! Con Dios la vida mana sin cesar y el ser humano encuentra el horizonte de sus sueños, el sentido de toda su existencia.
Jonás-yo no tiene que seguir aislado del mundo roto que había dejado. Ya puede abandonar el vientre materno del gran pez. Todas las cosas han sido restauradas, y Jonás nace a esa nueva realidad, es devuelto a tierra firme.
(Seguirá…)