En las figura de estos dos pensadores de origen judío y prácticamente contemporáneos, Joseph Klausner, nacido 1874, en Olkeniki, actual ciudad de Lituania, y Alfred Edersheim, nacido en Viena en 1889, y posteriormente convertido al cristianismo, nos encontramos con aquellas dos estructuras mentales que siempre se dan cita en el pensamiento humano y, particularmente en el pensamiento religioso, a saber: Una que sin renunciar a los fundamentos de sus tradiciones, a aquello que, en definitiva, hace su “identidad”, se abre también a los nuevos estudios e investigaciones que surgen de la época, en la medida en que estima en que los mismos, sopesados y evaluados serenamente, bien pueden enriquecer el conocimiento y el dominio de su tradición y especialidad, como en el caso de Klausner, y otra, que considera que tales investigaciones y estudios, “fuentes críticas”, son una abierta amenaza al valor que se le confiera a aquella misma tradición y su identidad, como en el caso de Edersheim.
Así como Moltmann ha sido acaso el primer teólogo cristiano, más allá de su procedencia protestante, en establecer un diálogo fecundo y veraz con los grandes pensadores judíos, filósofos y teólogos de la época, tales como Gershom Scholem, Hans Jonas, Ben-Chorin y otros más, así también Klausner fue acaso también el primer historiador y teólogo judío en establecer un profundo diálogo con la investigación histórico-crítica, especialmente protestante, que comenzaba a surgir en la Europa Occidental, con el resultado de incluir gran parte de sus hallazgos documentarios, literarios y arqueológicos a sus propios estudios sobre el judaísmo, sus fuentes, e incluso, su relación con el cristianismo.
Si tuviéramos que establecer una suerte de comparación entre Klausner y Edersheim, utilizando para ello el campo que nos ofrecen las “Introducciones al antiguo testamento”, podríamos decir que la obra de Klausner se asemejaría más a la gran obra de Otto Eissfeldt, entretanto que, la de Edersheim, a la Gleason L. Archer, la primera, recogiendo lo más selecto de la investigación de la época y de la tradición antecedente, la segunda, sin perjuicio de su esfuerzo por la seriedad y la rigurosidad, afanada en sustraer al pueblo y la literatura de Israel, prácticamente de todo contacto con el mundo entorno, bajo una comprensión de inerrancia e inspiración plenaria que, a decir verdad, más allá de los estrechos límites de las (re)ortodoxias y del fundamentalismo evangélico, incluso aquel de cuño más académico, poco o nada nos podría aportar en el día de hoy.
Ahora bien, todo lo anterior, no intenta ni mucho menos desacreditar la enorme producción bibliográfica del judío vienés, Alfred Edersheim, mucho de ella traducida al español. Tampoco se podría soslayar la enorme piedad, tanto judía como evangélica que siempre le acompañó. Pero lo cierto es que su literatura y, aquello, a despecho de su enorme voluminosidad y el buen manejo que siempre tuvo de las fuentes de su religión original, la producción de Edersheim se mantuvo siempre completamente al margen de los nuevos hallazgos arqueológicos, de los nuevos avances crítico-literarios, convirtiéndose así, y más allá, de sus aportes pintorescos y de gran ayuda para la piedad, en un “elefante blanco”, con poca o casi ninguna contribución real para la actividad académica, tanto cristiana como judía.
Klausner, por su parte, continuó hasta el día de su muerte siendo fiel a la religión judía, la fe de sus padres, incluso, se trasladó a Israel para ejercer por muchísimos años una cátedra sobre literatura hebrea en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Su obra “Jesús de Nazaret”, publicada originalmente en 1921, único trabajo de Klausner, hasta donde tengo memoria, que ha sido traducido al español, es reconocido hasta el día de hoy como uno de los mejores y más eruditos esfuerzos de un autor judío, por comprender la figura del Mesías del cristianismo.
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