Posted On 02/08/2024 By In Columna, portada With 461 Views

Juego de tronos | Manuel Pérez Santaella

Un trono y un montón de etnias, razas, dragones, magos y brujas luchando por el dichoso trono; de eso va la serie. Juego de tronos está en nuestras pantallas, videojuegos y páginas. Pero no se ha quedado ahí, por desgracia se ha colado también en nuestras iglesias. No debería ser así, pero lo es. Parece ser que las numerosas denominaciones se pelean entre sí por un dichoso trono, (que, por cierto, no sé cómo se llama).

El colorido mundo evangélico de nuestros días presume de tantas cosas como de las que carece: sana doctrina, sola scriptura, alto número de feligreses y un largo discurso de argumentos que parecen ser suficientes para que mi “denominación” lo tenga todo. Tenerlo todo es “el trono”. Ser la denominación en posesión de la sana doctrina nos otorga el supuesto trono. Se me ha dado una cajita llena de verdades teológicas. Con dichas verdades, (que vienen en forma de rompecabezas), me armo el puzzle, y desde el trono de la verdad puedo decidir quién forma o no parte del juego de tronos. 

Salgamos por un momento de la mente del escritor George R. R. Martin y demos un paseo por la mente del amado apóstol Pablo. 

Hoy día, de nuevo, una nueva y dichosa pared separa a una denominación de otra. Esa pared asume diferentes formas y nombres que nos llevaría bastante tiempo enumerar aquí. Pero para que nos entendamos todos le pondremos un nombre genérico que aplica a todas: fanatismo. 

Dicha pared, fue una vez levantada hace unos 2.000 años en la iglesia de Galacia, y a la vez, inmediatamente derribada por Pablo.[1]

El tema de la carta a los Gálatas se puede resumir en una pregunta: “¿con quién puedo sentarme a la mesa?”. Ese es, de hecho, uno de los puntos centrales de la doctrina de la justificación de Pablo. No es solamente “declarar justo al impío”. Es también un tema de pertenencia a una misma y gran familia: el cuerpo de Cristo.

En Galacia se había fallado en dicho punto, (donde se falla hoy también). La pared ha sido levantada de nuevo. Los hermanos en la fe son separados, quizá ya no por la circuncisión ni por las obras de la ley, pero sí por normas y leyes humanas que se ponen por encima de la Palabra de Dios. Para Pablo, si crees en Jesucristo, al igual que yo, somos hermanos[2], y nada puede ni debe separarnos. La mesa está puesta y preparada para un excelente banquete y ambos podemos sentarnos a comer juntos. Ningún supuesto “ungido de Jehová”, debería separarnos.  

“Perros”, “malos obreros”, “mutiladores del cuerpo”.[3] Esos son los adjetivos, (poco simpáticos, por cierto), que Pablo pone a los que se dedicaban a separar el cuerpo de Cristo. 

¿Debemos tomar ciertas medidas al respecto? Yo creo que sí. Si tu denominación prohíbe la comunión con hermanos de otras denominaciones, tenemos un problema que debemos resolver. Estamos negando de forma práctica la doctrina sobre la cual giró la Reforma. 

El Reino de los Cielos es para los valientes, al menos eso dice mi Biblia. Debemos alzar la voz contra dichas prohibiciones.  

El multiverso evangélico puede verse como un error a primera vista. Pero… ¿Qué hacemos? Creo que no podemos hacer más de los que está en nuestra mano. En nuestra mano está el ver este multiverso como una multiforme manifestación de la Gracia de Dios. Al igual que en Pentecostés el Espíritu Santo hizo que los que eran diferentes se entendieran, hoy debemos entendernos. Se ha de recuperar la hermandad entre denominaciones. Entender que tenemos un mismo Señor y que todos comemos en la misma mesa. Señalar a los que dividen el Cuerpo de Cristo. Superar nuestras diferencias (casi siempre por doctrina general, que en nada repercuten a doctrinas fundamentales, tales como la Divinidad de nuestro Señor), y unirnos EN LA DIVERSIDAD.  

Atención, porque ahora viene un spoiler: 

En juego de tronos, (hablo de la serie, no del libro), el final es magistral. El dichoso trono termina reducido a cenizas por el dragón Drogo, dando así a entender, que el culpable de todos los males de la serie es el trono, representación, por supuesto, del poder.  

Amigo pastor, (ungido de Jehová), que me lees. Si quieres poder, la iglesia no es tu sitio. Jesús enseñó que la iglesia funciona de forma distinta a los poderes que emergen de este mundo. En la iglesia, el que quiera ser el primero ha de ser el servidor de todos. El que quiera mandar sobre los demás, debe ceñirse la toalla y lavar los pies. El primero será el último, y el último será el primero. Aquí no hay nadie por encima de nadie. Hay dones que capacitan a unos para dirigir y acompañar a otros en el camino, pero la única cabeza del cuerpo es Cristo.
 

Nosotros no tenemos al dragón Drogo para quemar el trono del fanatismo y del poder, que quiere, por encima de todo, controlar a los demás, invitándoles a cerrar la mente, a no pensar por sí mismos, a obedecer como borregos.  

El trono debe ser reducido a cenizas por nosotros.  

El cuerpo de Cristo es uno solo. Superemos nuestras diferencias.  

Crux ave, spes unica”

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[1] Gálatas 2:18.

[2] Gálatas 2:16

[3] Filipenses 3:2 “Epíteto que los judíos daban a los gentiles, y que Pablo les devuelve irónicamente”. Comentario Biblia de Jerusalén, 1998.

Manuel Pérez Santaella
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