He apartado el resto de la tarde, hasta que baje el sol y salgamos a dar un paseo, para encargarme de esta familia de locos que es mi partida actual de Los Sims 4. No voy ni a intentar resumirlo, pero es un caos. Resulta que no sabía que para cumplir con la aspiración de arqueóloga mi sim debía tener un nivel alto de jardinería. Problema: odia la jardinería y se pone de un humor de perros cada vez que le hago regar las plantas.
Voy a ver cómo me encargo de esto para poder avanzar en la partida.
En la vida real, apartar conscientemente estos ratos de juego me está costando. Es una lucha constante contra mil creencias, hábitos y traumas mal adquiridos que transitan mi conciencia y mi subconsciente. Pero sé que es bueno que siga insistiendo.
Sé que no tiene sentido. Es muy posible que quien esté leyendo esto se haya criado en el mismo mundo que yo, en el que el hecho de que un adulto más o menos funcional dedique tiempo a jugar a videojuegos se considera una falta grave de carácter. Se considera vaguería, flojera, falta de responsabilidad. Se considera que un adulto (y mucho más un adulto cristiano) debe invertir su tiempo en otras cosas más profundas, solemnes y productivas.
Yo, sin embargo, he tenido que aprender que, para mí, jugar a videojuegos puede ser una manera de ejercicio espiritual.
No estamos acostumbrados a pensar en Dios como alguien con una absoluta riqueza de carácter y personalidad. No pensamos en Dios como una persona, siquiera, sino que solemos interpretarlo más bien como una especie de fuerza plana impersonal. Sin embargo, el Dios que lleva gran parte de mi vida acompañándome y dándose a conocer se me muestra imaginativo, creativo, diverso, atento. Está pendiente de mi narrativa interna, de las creencias y hábitos que me hacen tomar decisiones, y dialoga conmigo a través de todo ello. Pensamos en ese Dios plano y unifuncional que trata a todo el mundo de la misma manera, como una especie de robot que administra justicia y disciplina de manera mecánica: y no. Dios ama a todo el mundo de la misma manera radical y absoluta, y por eso nos trata a cada uno de manera diferente, y nos propone ejercicios, cambios y acercamientos diferentes, porque sabe que somos tan diversos como lo es él. Amar del mismo modo a todo el mundo a menudo implica atender de formas únicas sus necesidades y anhelos.
Con esto quiero decir que puede que haya gente para la que jugar a videojuegos, o tener esa afición, sea algo disfuncional y preocupante: el problema está en pensar que es igual para todos. Hay muchas formas de jugar, y muchas no son tóxicas. Pocos adultos encontrarás dispuestos a admitir en público cuánto disfrutan en privado de los videojuegos, ya sea en el ordenador, en videoconsolas, en el móvil o tableta. No se hablará de estos ratitos que empleamos en desconectarnos, disfrutar, jugar, descansar, porque se considera una falta grave frente a los demás. Esconderemos estos momentos de felicidad y los trataremos como indulgencias que, en el fondo, no nos merecemos. Igual el lector de este artículo, como yo, haya crecido en un mundo en el que tener aficiones es algo que se mira mal.
Hasta que llegamos a una persona como yo y esto se convierte en un verdadero problema.
Hace más de doce años que dejé mi trabajo con contrato indefinido como barista de Starbucks por un trabajo de autónoma desde casa. Parecería locura en el mundo en que vivimos, pero no fue tan malo. Este trabajo me ha proporcionado muchas alegrías, aparte de una gran sensación de realización y de identidad, pero también nos ha hecho atravesar épocas muy duras como familia.
Aunque, seguramente, las épocas hubieran sido duras en cualquier trabajo. Pero de eso me di cuenta más tarde. En aquel momento pensaba que era todo culpa mía.
Hasta hace bien poco no he sido consciente de cómo los malos momentos se habían quedado empantanados en mi psique, alimentando miedos y traumas. Las épocas de bajos ingresos ayudaron a afianzar en mí la falsa percepción de que no me puedo permitir «el lujo» de descansar. No sé tener vacaciones porque durante una época tuve que renunciar a ellas para poder salir adelante, y eso se convirtió en la creencia de que yo no me las merezco. Porque no me he esforzado lo suficiente. Porque no he sido más inteligente. Porque no he escogido una carrera mejor. Es al mismo tiempo una creencia, un hábito y un trauma.
Los diferentes psicólogos que me han tratado siempre ponían el descanso en la lista de tareas a las que debía prestar especial atención. Me lo han explicado muy bien muchas veces, pero siempre he vuelto a encontrar el modo de ignorarlo, porque en el fondo de mi mente, en una zona lejos de cualquier luz, descansaba la creencia de que yo no me podía permitir descansar, que dormir es una pérdida de tiempo, y que «estar sin hacer nada» es pecado. Creencia, hábito y trauma. Mi convicción de que descansar es malo no tiene una única fuente, sino una amalgama de mensajes que he ido recibiendo desde pequeña, sumados a las formas concretas de mi personalidad y las circunstancias que he atravesado. Aunque parte de esas fuentes sean las malas enseñanzas desde el púlpito, soy adulta y me debo hacer responsable de mis propios prejuicios, sobre todo de los que acaban atentando contra mi salud física y mental. Así que, sí, he vivido una mala teología del trabajo y del descanso, pero eso solo ha sido una de tantas cosas que se han sumado a este descalabro.
Y aquí llego, con mis años, a un momento en que por mucho que yo quiera creer que el descanso es algo malo, mi mente y mi cuerpo cansados comienzan a conspirar contra mí. Da igual lo que yo quiera creer: mi cuerpo ha sido diseñado para tener momentos de descanso, o de otro modo colapsa y se rompe. Lo sé. Debería saberlo. Pero qué insistentes que son las malas creencias y los malos hábitos en el fondo del subconsciente.
Para mí, esto se ha acabado convirtiendo en un problema espiritual. No quiero descansar porque no confío en que Dios provee: solo confío en lo que yo misma soy capaz de generar con mi trabajo. No quiero descansar porque pierdo el control. Llega un momento en que mi obsesión por la productividad deja completamente de lado las enseñanzas del Jesús al que quiero seguir y creer. Y llega un momento en que me tengo que enfrentar a la realidad de que si quiero crecer en su reino, si quiero vivir sus buenas noticias, debo dejar de preocuparme por lo que comeré, lo que vestiré, las necesidades que he de suplir como supuesta adulta funcional al cargo de una familia. No, si quiero confiar y creer en el evangelio de Jesús, he de buscar primeramente su justicia, y entonces todas estas cosas por las que yo me desvivo se nos añadirán de una manera tan sencilla que abruma. Que desmonta mis patrones internos.
Pero para que lleguen las buenas nuevas, para que la maravilla del evangelio dé comienzo, el primer paso es el mío: buscar el reino de Dios y su justicia. Nunca pensé, ni por instante, que la justicia de Dios también incluyera que yo me tome todos los días de descanso que no me he tomado en doce años. Que la justicia de Dios es que mi salud física y mental estén bien cuidadas.
Quizá nunca quise escuchar a los psicólogos. Quizá nunca quise escuchar a mi propio cuerpo entumeciéndose de dolor por la falta de sueño. Quizá me quise castigar a mí misma cada vez que me sentí débil o cansada, como si eso fuera pecado. Pero reconozco el amor que Dios siente por mí, y reconozco que la necesidad de honrar ese amor es superior, por primera vez, a la fuerza ingobernable de mi mala creencia adquirida. Por primera vez quiero aprender a hacerlo bien, quiero aprender que descansar es algo que honra a Dios, porque a él la productividad le importa básicamente un bledo. No nos ama por eso. Él nos ama por lo que somos, no por lo que hacemos. Sigue siendo el Dios justo y admirable.
Así que apartar tiempo para «perderlo» en sentarme y jugar a esta versión compleja de una casa de muñecas que es el juego de Los Sims se convierte en un ejercicio espiritual, porque es la actividad menos productiva que puedo realizar. Si leo, me pondré a pensar. Si veo películas o series, se me ocurrirán mil ideas que no dejarán de molestar hasta que salgan a la luz. Si me pongo a tejer, ahora mismo, estaré haciendo algo productivo, como bufandas o gorros para el invierno. Necesito algo que no sirva para nada, y para eso los videojuegos son maravillosos. Jugar a videojuegos se convierte en una oportunidad de aprender a superar la corrosión constante que la culpabilidad me provoca en el alma. Se convierte en un ejercicio de poner en práctica Mateo 6, de dejar mi vida, la de mi familia y nuestras necesidades en las manos del Dios que nos ve, nos escucha, nos siente y nos consiente, porque nos ama. Cada rato de sentarme a jugar a Los Sims es un recordatorio de que ya he hecho todo lo que tenía que hacer, que es verano, que me puedo permitir descansar, y que el Señor está al mando. Él controla, no yo. Creo y confío en él.
Mientras hago que mi sim aprenda jardinería a regañadientes, doy gracias porque, en el fondo, rechazar cualquier forma de descanso siempre ha significado rechazar cualquier forma de felicidad, y la verdad es que estoy harta de la autodisciplina extrema y dañina, de seguirle el ritmo a la culpabilidad, y quiero permitirme el lujo espiritual de ser feliz e indulgente conmigo misma. La alegría es un fruto del Espíritu, al final. Este es mi contexto; estas son mis circunstancias muy concretas y limitadas, pero sí: aquí y ahora jugar a Los Sims es un ejercicio con el que mi fe crece, el fruto del Espíritu en mí crece, mi confianza en el Dios que es mi Padre crece. Estos ratos de juego y desconexión me hacen feliz, me sanan la ansiedad y traen justicia a mi día a día, en donde quizá tenga acumulado varios años entre días de descanso y vacaciones que no me he tomado. Y es algo que puedo disfrutar como hija de Dios, y que, empiezo a entender, me merezco. Sin más.