Mencionar el nombre de Kafka es ya en sí mismo todo un signo lleno de sentido. Poco podré añadir a lo que ya escribiera Charles Moeller en su conocida enciclopedia Literatura del siglo XX y cristianismo:
“El novelista alemán que más hondo caló en el sentido de la tragedia existencial”.[1]
Autor de inquietantes relatos como “La metamorfosis”, “El castillo”, “La condena” o “El proceso”, nacido en Praga de familia judía, Franz Kafka murió de tuberculosis a los 40 años de edad; a pesar de su prematura muerte, es considerado uno de los grandes escritores del siglo XX a caballo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Su muerte en 1924 le evitó con seguridad seguir el destino que siguió su familia durante la Segunda Guerra Mundial.
Poco antes de su muerte, le dijo a su amigo y albacea Max Brod que destruyera todos sus manuscritos. Éste no le hizo caso y supervisó la publicación de la mayor parte de los escritos que tenía. La compañera final de Kafka, Dora Diamant, guardó en secreto la mayoría de sus últimos escritos, entre ellos 20 cuadernos y 35 cartas, hasta que la Gestapo los confiscó en 1933.
Entre sus cartas personales, destacan sus “Cartas a Milena” y la «Carta al padre», una carta personal a su padre Robert Kafka, escrita en 1919, que nunca llegó a manos de su destinatario. Son 30 páginas desgarradoras escritas a raíz de la ruptura matrimonial con su prometida Julie, matrimonio al que se opuso su padre porque le parecía que era bajar de escala social. En esta carta descubrimos la relación tormentosa que vivió el escritor con un padre tirano, implacable, que nunca lo atacó físicamente pero que lo ninguneó provocando en él un sentimiento de nulidad, miedo y culpa que nunca lo abandonarían.
Charles Moeller describe a Kafka como a un hombre tres veces desarraigado: por su condición de judío en un gueto de la Europa central, por su falta de afecto paterno filial y por la vivencia de un judaísmo agnóstico “que enfocaba todos los problemas de la vida con un cinismo frío”.[2] Apreciamos este desarraigo en ciertas frases desgarradoras de su carta al padre:
“Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era acertada, cualquier otra era absurda”.
“Estaba bajo tu enorme peso”.
“Había perdido la confianza en mí mismo, adquiriendo en su lugar un inmenso sentimiento de culpabilidad”.
Por la carta sabemos que uno de los grandes sentimientos de culpabilidad de Franz venía por no haber continuado el negocio familiar como hubiera esperado su padre, y haber emprendido el oficio de escritor, que Robert Kafka consideraba afeminado y fruto de la influencia materna de los Löwy, más dada a las artes. Desde su infancia, siendo el hermano mayor y el único hijo varón con tres hermanas menores, Kafka se sintió acomplejado ante la imagen varonil de un hombre corpulento que apenas lo miraba. Pero una de las cosas que más afectaron al joven escritor y que le abocaron al escepticismo fue la incoherencia moral y espiritual que descubrió en el judaísmo de padre:
“No acatabas los mandamientos que imponías”.
«No se trataba de dar ningún género de enseñanza a tus hijos, sino de vivir una vida que fuera ejemplo para ellos; si tu judaísmo hubiera sido más intenso, tu ejemplo también hubiera sido más convincente».
“Ese fue el material espiritual que me has legado”. [3]A pesar de lo que pueda parecer, esta carta al padre no es una carta de reproche, sino un intento inútil de reconciliación de un hijo que solo buscaba ser aprobado por su padre, no sentirse “tolerado” ante el gesto “condescendiente” de un padre que, lejos de asumir que la ruptura del vínculo filial era responsabilidad ambos, se lavaba las manos y señalaba como único culpable a su extraño vástago.
En la carta apreciamos esa sed de amor paternal que padecía Kafka:
«No es necesario volar hasta el centro del sol, pero sí arrastrarse hasta algún lugar de la tierra, pequeño y limpio, donde a veces brille el sol y uno pueda calentarse un poco».[4]
“Afortunadamente, también había excepciones, casi siempre cuando sufrías en silencio, y el amor y la bondad, con su fuerza, superaban todos los obstáculos y conmovían de un modo inmediato. Eso sí, sucedía raras veces, pero era maravilloso. Por ejemplo, cuando en veranos calurosos te veía fatigado, adormilado en la tienda después de comer, el codo sobre el mostrador, o cuando los domingos llegabas agotado a reunirte con nosotros en el sitio donde veraneábamos; o cuando durante una grave enfermedad de nuestra madre te agarrabas a la librería, temblando por el llanto, o cuando, durante mi última enfermedad, entraste sigilosamente a verme a la habitación de Ottla, te quedaste parado en el umbral, sólo estiraste el cuello para verme en la cama, y para no molestar te limitaste a hacer un gesto con la mano. En tales ocasiones uno se echaba en la cama y lloraba de felicidad, y llora ahora otra vez, al escribirlo.
Tienes también un modo especial de sonreír, bellísimo y muy poco frecuente, una sonrisa callada, satisfecha y aprobatoria, que puede hacer completamente feliz a la persona a que va dirigida. Yo no recuerdo que, de pequeño, me haya sido dispensada a mí personalmente alguna vez, pero seguramente que ocurrió, pues por qué me lo ibas a haber negado entonces, cuando yo todavía te parecía desprovisto de culpa y era tu gran ilusión. Por lo demás, esas impresiones placenteras tampoco consiguieron a la larga otra cosa que aumentar mi sentimiento de culpabilidad y hacerme comprender aún menos el mundo”.[5]
Dos años antes de esta carta, Kafka había abandonado la casa paterna y se había instalado en un frío y húmedo apartamento, a fin de dedicarse plenamente a la escritura. Es muy probable que fuera allí, en medio de las precarias circunstancias en las que se hallaba, que contrajera la tuberculosis, enfermedad que le diagnosticaron en 1917 y que le llevó a residir temporalmente en distintos sanatorios. Pero también el desgaste nervioso que produce el miedo y el sentimiento de culpa hicieron su parte. “Kafka consideró su tuberculosis como el desbordamiento de una enfermedad espiritual”.[6] Así lo sugería de alguna manera en su carta al decir que habiéndose creído liberado del padre por haber tomado la decisión de marchar de su influencia, lo cierto era que todo lo que escribía trataba sobre él. “Solo me lamentaba allí –en mis escritos– de lo que no podría lamentarme reclinado en tu pecho”.[7]
Además de esta carta, una de las referencias biográficas más presentes en la obra de Kafka se encuentra en su obra “La metamorfosis”, publicada en una revista en 1915, en la que vemos reproducida en el protagonista del relato la relación paterno filial del escritor con su padre. Una mañana Gregorio Samsa despierta en su cama convertido en una especie de cucaracha; a partir de entonces empieza un periplo de deshumanización por parte del protagonista, el cual ha de convivir con una familia que le tiene asco por su forma de insecto, que lo arrincona en una habitación, hasta que poco a poco se olvidan de que alguna vez hubiera sido humano. En medio de todo ese proceso de alienación, el Gregorio Samsa padece sentimientos de culpa por no poder trabajar y mantener a la familia, así como de inferioridad por ver la mirada recriminatoria del padre, quien finalmente lo aplastará en un intento de salir de su habitación. En ese verse como un “bicho raro”, vemos proyectada la mirada del padre del propio Kafka sobre su hijo, un hijo que asume esa mirada ante la imposibilidad de poder ser lo que su padre quiere que sea, que asume que va a ser aplastado por un padre tirano e implacable que reniega de él.
Una lectura psicoanalítica nos llevaría a vislumbrar la imagen del padre castrador de Kafka en este relato. Otros han proyectado una lectura más alegórica de cariz político y social en la Europa de entreguerras. Charles Moeller ofrece una lectura metafísica al respecto:
“Kafka se siente pecador porque no ha logrado justificar su vida ante el tribunal de su padre”.[8]
José Pablo Fernández coincide con Moeller en esta mirada metafísica, “como le ocurría a Caín, Kafka parecía sufrir por las marcas que le identificaban con un ser fuera de lo normal, y que lo alienaban de la familia”.[9] Más aún, se siente como el pecador excluido del paraíso por un pecado que no ha cometido pero que a su vez se sabe incapaz de no cometer; sus anhelos amorosos y a la vez infructuosos le señalan como un hombre incapaz de convertirse en cabeza de familia, de representar el papel de padre; separado de los otros, “incapaz de insertarse en el mundo de los otros”.[10]
El buscador de signos que era Kafka, con su mirada de escritor, respondió que no había justificación o perdón para él, la culpa y el pecado pesaban en su mochila vital.
Para muchos, Kafka fue un ateo. Lo cierto es que gracias a su última compañera sentimental, Dora Diamant, una joven periodista de 25 años descendiente de una familia judía ortodoxa, con quien se trasladó a vivir a Berlín con la esperanza de distanciarse de la influencia de su familia, el interés del escritor por el judaísmo se despertó al punto de que pasó los últimos años de su vida profundizando en los libros sagrados del judaísmo. Incluso cuando estaba convaleciente leyó al filósofo cristiano Kierkegaard y escribió aforismos sobre cuestiones teológicas; entre ellos, este que se refiere a Jesús:
“Cristo es un abismo lleno de luz, ante el cual es necesario cerrar los ojos para no precipitarse en él… Yo me esfuerzo en ser verdaderamente uno que espera la gracia. Espero y miro. Quizá venga, quizá no. Quizá esta espera tranquila y a veces inquieta sea ya la mensajera de la gracia o la gracia misma. No lo sé. Pero esto no me atormenta. Mientras tanto, he trabado amistad con mi ignorancia”.[11]
No podemos saber si se atrevió a saltar ese abismo de luz. Según Charles Moller, “una visión espiritual del Dios vivo, Padre- Hijo-Espíritu, hubiera podido ayudar a Kafka a realizar su andadura espiritual y a vencer el complejo que le devoraba vivo”. En otras palabras, “habría sido preciso que el niño hubiera descubierto el verdadero rostro del amor”[12] para sentirse justificado y reconciliado consigo y con el mundo. En su agnosticismo humilde, Charles Moeller entrevé un atisbo de la gracia:
“El novelista alemán que más hondo caló en el sentido de la tragedia existencial es también el que nos da el antídoto más eficaz contra la soledad nietzscheana. Kafka realizó en su vida el milagro de no negar jamás la realidad de un mundo paterno, del cual se había excluido, de un mundo que le negaba, le torturaba, le mataba. En medio de los horrores del interrogatorio, en medio de las torturas de la inquisición de familia que fue su visión del padre y de la vida, Kafka eligió afirmar los derechos del juez, la primacía de la verdad objetiva”.[13]
Franz Kafka eligió no matar al padre, eligió no maldecir al mundo, eligió un acto de confianza a pesar de su escepticismo. “En los últimos años de su existencia, se convirtió en esta mirada ante posibilidades de vida disminuidas, casi reducidas a cero”; una ojeada ante la vida de respeto, y de “sentido de una objetividad” que lo llevó a un olvidó de sí mismo. “He aquí por qué el hombre que se veía morir sabía también presentir la verdad que los otros podrían vivir (…) describir con una ternura humilde la juventud pura, ligera y descrispada que él no conoció jamás”.[14]
Según Thomas Mann, los relatos de Kafka contienen reflexiones alegóricas de Dios. Las alegorías son útiles cuando lo que se quiere expresar va más allá de los sentidos. Jesús mismo acostumbraba a hablar en parábolas para explicar aquello que necesitaba ser comprendido en el corazón:
“Jesús empleó muchas historias e ilustraciones similares para enseñar a la gente, tanto como pudieran entender. De hecho, durante su ministerio público nunca enseñó sin usar parábolas; pero después, cuando estaba a solas con sus discípulos, les explicaba todo a ellos” (Marcos 4:33 y 34).
El propio Kafka expresó esta necesidad de hablar en alegorías: “Para todo aquello que va más allá de los sentidos, no podemos acudir al lenguaje más que de forma puramente alusiva”.
Un episodio singular que vivió Franz un año antes de su muerte se convierte para mí en una alegoría del encuentro del emblemático escritor existencialista con la gracia divina:
“En 1923, viviendo en Berlín, Kafka solía ir a un parque, el Steglitz, que todavía existe. Un día encontró a una niñita llorando, porque había perdido su muñeca. Kafka inventó al instante una historia: la muñeca no estaba perdida, sólo se había ido de viaje, para conocer mundo. Y le había escrito a su dueña una carta, que él tenía en su casa y le traería al día siguiente. Y así fue: esa noche se dedicó a escribir la carta, con toda seriedad. Dora Diamant, que contaba la historia, decía que: «Entró en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba a su escritorio «. Al día siguiente la niña, llamada Elsi, lo esperaba en el parque, y la «correspondencia» prosiguió a razón de una carta por día, durante tres semanas. La muñeca Brígida nunca se olvidaba de enviarle su amor a la niña, a la que recordaba y extrañaba, pero sus aventuras en el extranjero la retenían lejos, y con la aceleración propia del mundo de la fantasía, estas aventuras derivaron en noviazgo, compromiso, y al fin matrimonio e hijos, con lo que el regreso se aplazaba indefinidamente. Para entonces Elsi, lectora fascinada de esta novela epistolar, se había reconciliado con la pérdida de su muñeca Brígida, a la que terminó viendo como una ganancia, pues anhelaba la felicidad de su amada Brígida”.[15]
Kafka no podía soportar la idea de que aquella niña padeciera un trauma de abandono similar al que él padeció bajo la influencia de su padre. Invirtió todo su talento de forma altruista y desinteresada en hacer feliz a esa niña y dotarla de esperanza.Privilegiada niñita berlinesa, única lectora del libro más hermoso de Kafka.
“Se cuenta que el gran estudioso de Kafka, Klaus Wagenbach, buscó durante años a esa niña, interrogó a vecinos del parque, puso avisos en los diarios, todo en vano. Y hasta el día de hoy visita periódicamente el parque Steglitz, examina a las señoras mayores que llevan a jugar a sus nietos… La niña ya debe de ir para los noventa años, y es difícil que la encuentre”.[16]
Esta anécdota de Kafka fue publicada por César Aira en El País en mayo de 2004. Dicho artículo sirvió de inspiración al conocido escritor catalán Jordi Sierra i Fabra, quien vio un signo en él y decidió tirar del hilo e imaginar cuál debió de ser el contenido de esas cartas de la muñeca Brígida a su ama. Fruto de esto fue su novela “Kafka y la muñeca viajera”, que le llevó a ganar en el año 2007 el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil.
¿Por qué Kafka quiso adentrarse en el aparentemente trivial mundo de aquella niña? ¿Qué es lo que vio en ella? ¿Aquella relación le llevó a reconciliarse con él mismo, un año antes de su muerte? ¿Le llevó a intuir la imagen amorosa de un Padre, a pesar de que no la obtuvo en el terrenal?
Si en el mundo del artista todo es signo,[17] Kafka supo ver un signo en el llanto de aquella niña que había perdido a su muñeca. Si Kafka fue el más grande descubridor de signos en la vida moderna, entonces supo ver algo más en aquella anécdota. Reiner Stach, biógrafo de Kafka, decía que “para el escritor no se trata solo de saber observar, sino que es preciso descubrir los signos ocultos en lo que se observa”. “El contrato de una niña con su muñeca es un contrato semiótico, lleno de sentido”.[18]
Jesús también fue un gran observador de signos: lo fue cuando apreció el sentido del perfume que aquella mujer derramaba en sus pies; lo fue cuando supo ver en los ojos del recaudador de impuestos, o en los de aquellos pescadores, pescadores de hombres y seguidores suyos; lo fue cuando descubrió lo que se escondía en el corazón del joven rico, o en el de Judas; lo fue ante la insolencia de aquella mujer samaritana que iba al pozo de día; lo fue al descubrir el escondite de Zaqueo sobre el sicomoro. Jesús es el gran intérprete de signos de la Historia, que supo ver lo que un solo gesto podía producir en las vidas de las personas con las que se encontraba.
Entonces, ¿qué vio Kafka aquella tarde en el parque? Vio que “estaba en juego una esperanza; lo más sagrado de la vida”. Vio que “en un mundo siempre zozobrante –Kafka había sido testigo de la Primera Guerra Mundial, si bien no podía intuir aún el horror que se avecinaba para su pueblo con la Segunda Guerra Mundial–, que se movía al filo del egoísmo, la incertidumbre y la crueldad humana –¿acaso esta descripción no se parece a nuestro mundo actual?–, sorprende la inocencia de una niña cuando da lo más puro, la sinceridad, la confianza”. [19]
Jesús también alabó esta pureza e inocencia de los niños y la vio como un signo:
“Dejen que los niños vengan a mí. ¡No los detengan! Pues el reino del cielo pertenece a los que son como estos niños” (Mateo 19:14).
Finalmente, Kafka vio que “salvar a una niña, ¿no era acaso como salvar al mundo?”[20]; un mundo que pocos años después viviría uno de los horrores más grandes de la Historia, cuando agarrarse a pequeños recuerdos de esperanza, ternura y amor supondría la diferencia entre la muerte y la vida.
La Historia, en efecto, está llena de imágenes de poder, son aquellas imágenes en las que el fuerte aniquila al débil, lo pisa como a una cucaracha. Pero esas imágenes de poder no son imágenes de potencia. Las imágenes de potencia, las verdaderamente potentes, son aquellas que muestran solidaridad, empatía, diálogo, amor. Son aquellas imágenes en las que Jesús invirtió su vida hasta la cruz. En palabras del historiador del arte Georges Didi-Huberman:
“Un poema no puede tener poder sobre otro. Pero no hay nada más bello y más potente que un poema”. [21]
Las cartas que Kafka escribió a aquella niña berlinesa constituyen un poema, una verdadera imagen de potencia. Y aunque no poseamos esas cartas reales, tenemos las que imaginó Jordi Sierra i Fabra. Kafka entendió la fuerza de esa potencia y por eso invirtió su último año de vida en hacer feliz a aquella niña, con el mismo esmero con el que había escrito todos sus relatos anteriores. Pero con la diferencia de que ahora no hablaba de forma alegórica de una pérdida, la pérdida del padre, sino de un encuentro, del amor entre una niña y su muñeca y el deseo de felicidad que solo el amor altruista es capaz de desear.
Quiero creer que al escribir esas cartas Kafka halló la manera de trascender su mirada escéptica, apartarla de sí mismo y abrazar al otro, al prójimo, en una mirada de búsqueda de gracia y esperanza. Y que de esta manera encontró el camino del perdón y de la paz; porque es en los otros, amando, que nos encontramos a nosotros mismos y que encontramos a Dios. En su intento de ayudar a aquella niña, veo también un esfuerzo de superar el miedo al padre, de rebelarse contra la culpa y de encontrar al otro Padre, al verdadero, al Padre cuyas manos que tan bien pintó Rembrandt (otro gran artista que también supo ver el signo) abrazan al hijo sin reproches.
Nosotros, los que hemos sido adoptados en Cristo como hijos de Dios, no hemos heredado la herencia deficiente de Kafka. Si somos seguidores de Jesús es porque un día, a pesar de nuestras circunstancias, entendimos lo que dice Pablo:
“Y ustedes no han recibido un espíritu que los esclavice al miedo. En cambio, recibieron el Espíritu de Dios cuando él los adoptó como sus propios hijos. Ahora lo llamamos «Abba, Padre». Pues su Espíritu se une a nuestro espíritu para confirmar que somos hijos de Dios. Así que como somos sus hijos, también somos sus herederos. De hecho, somos herederos junto con Cristo de la gloria de Dios; pero si vamos a participar de su gloria, también debemos participar de su sufrimiento” (Romanos 8:15-17).
Hoy el mundo adolece de lo que la filósofa catalana Marina Garcés denomina “fascinación por el apocalipsis”, o “rendición antropológica”.[22] Es a lo que somos abocados en este siglo XXI de posmodernidad y la sobre información. Según Marina, “lo sabemos todo, pero no sabemos nada”. “El conocimiento nos resulta inútil porque, aunque accedemos a sus contenidos, no sabemos cómo ni desde dónde relacionarnos con ellos”. Y esto es así porque hemos perdido la capacidad de interpretar los signos, de producir imágenes de potencia como las que ofrecía Jesús con sus magníficas parábolas.
“No somos capaces de intervenir sobre el curso de las cosas”, caminamos a tientas, saturados de información, sin ser significativos. Según la psicóloga Amber Case: “La tecnología nos está desconectando y esclavizando”.[23] Si Kafka viviera entre nosotros, comprobaría el mismo efecto de alienación que describió en su “Metamorfosis”, solo que ahora en vez de metamorfosearnos en una cucaracha lo haríamos en un móvil o en una pantalla de ordenador.
Hemos perdido la capacidad de interpretar el signo, de reconocer la belleza intrínseca en las personas. Y, sin embargo, a esto somos llamados: no a seguir las huellas de miedo y culpa que padeció Kafka, sino a seguir las huellas de Jesús, quien nos enseñó a llamar “Abba” a nuestro Padre Celestial y a no tenerle miedo. Pero no sólo a esto, sino que somos llamados a interpretar el signo y a ofrecer imágenes de potencia al mundo, porque somos “la luz del mundo”. Debemos ofrecer imágenes del Padre que muestren su amor por la humanidad, para que las personas no se escondan de Él por miedo al rechazo o a la culpa. Esta es la misión de los que nos llamamos hijos de Dios.
Kafka lo hizo con aquella niña del parque, y las palabras de Jordi Sierra i Fabra me parecen todo un reto y una invitación:
“Es en la infancia el tiempo de creer en las muñecas. Y es en la infancia cuando existen los finales felices. Pero mucho más necesarios son en la madurez los carteros capaces de recibir cartas que solo un loco puede ser capaz de escribir. Un loco”.[24]
¿Estamos dispuestos a ser esos locos, esos carteros, esas “cartas abiertas” –como dice Pedro– al mundo? ¿Estamos dispuestos a proteger lo más sagrado, la esperanza? ¿Estamos dispuestos a salvar la esperanza de una sola persona? ¿Estamos dispuestos a mostrar la imagen de potencia de Jesús a la humanidad?
Quiero ser uno de esos locos que siguen a Jesús y muestran al Padre a aquellos que buscan a tientas encontrarlo, esperando algún signo de esperanza. ¿Te atreves a ser tú también un cartero de esperanza?
Kafka se definió a sí mismo como un término y un comienzo:
“Del mismo modo que no he sido introducido en la vida por la mano ya débil del cristianismo, como Kierkegaard, tampoco me he agarrado, como los sionistas, al cabo del taleth de Israel, que se lleva el viento. Soy un término o un comienzo”.[25]
De nosotros depende también decidir si somos un término que nos aboca a un mundo escéptico y desesperanzado, o si elegimos ser el comienzo de una esperanza en un mundo que aún puede ser redimido.
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*Publicado con anterioridad en «Revista Adventista»
[1] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. Volumen III: La Esperanza humana. Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1966, pág. 347.
[2] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. Volumen III: La Esperanza humana. Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1966, pág. 294
[3] Kafka, Franz, Carta al padre, Editorial Akal.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. Volumen III: La Esperanza humana. Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1966, pág. 270.
[7] Kafka, Franz, Carta al padre, Editorial Akal.
[8] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. Volumen III: La Esperanza humana. Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1966, pág. 263.
[9] Fernández, José Pablo, Franz Kafka: El transporte desde la vieja celda, Entrelíneas, 23 de enero de 2011.
[10] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. Volumen III: La Esperanza humana. Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1966, pág. 287.
[11] Ídem, pág. 360.
[12] Ídem, pág. 289.
[13] Ídem, pág. 347.
[14] Ídem, pág. 339.
[15] Sierra i Fabra, Jordi, Kafka y la muñeca viajera, Ediciones Siruela, 2017.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Ídem.
[19] Sierra i Fabra, Jordi, Kafka y la muñeca viajera, Ediciones Siruela, 2017.
[20] Ídem.
[21] En una entrevista televisada en “La noche de la filosofía”, en 2017.
[22] Ybarra, Leticia, Contra la fascinación por el apocalipsis: entrevista a Marina Garcés, La Grieta, 4 de diciembre de 2017.
[23] Kayser, Belén, Amber Case: “La tecnología nos está desconectando y esclavizando”, El País Economía, 7 de diciembre de 2017.
[24] Sierra i Fabra, Jordi, Kafka y la muñeca viajera, Ediciones Siruela, 2017.
[25] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. Volumen III: La Esperanza humana. Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1966, pág. 343.
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