1. Koinonía y diaconía: experiencias simultáneas de fe
En virtud del don que me ha sido otorgado me dirijo a todos y a cada uno de ustedes para que a nadie se le suban los humos a la cabeza (úperfronein), sino que cada uno se estime en lo justo, conforme al grado de fe que Dios le ha concedido. (Romanos 12.3).
Cuando los escritores del Nuevo Testamento experimentaron la necesidad de normar la vida de las comunidades mediante códigos específicos de deberes individuales o colectivos, afloró con toda su fuerza la capacidad que tuvieron para percibir la manera en que deben compaginarse la koinonía y la diaconía. De su Señor aprendieron muy bien la lección de que la misión de la Iglesia es, por encima de todas las cosas, servir y, como él, dar también la vida si es necesario, incluso en aquellas labores que, aparentemente, no tengan la forma de un servicio explícito: la frase “El Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir” (Mr 10.45) fue la consigna que escucharon como discípulos y, a la hora de ejercer el trabajo pastoral, manifestaron sus efectos sobre la marcha en acciones concretas y en una sólida reflexión basada en las enseñanzas del Señor.
Romanos 12 es uno de esos códigos en el que, después de una exhortación a asumir una postura vital transformadora y a adorar a Dios racionalmente, se sigue una cadena de recomendaciones sobre la manera en que la vida cotidiana le exige a los seguidores/as de Jesús de Nazaret tejer la koinonía con el amor y la diaconía. Se espera de cada discípulo/a una “entrega total a Dios y una renovación de la inteligencia para hacer su voluntad” (E. Tamez). Todos los dones deben ponerse en práctica de manera óptima. Una de las primeras recomendaciones consiste en “no perder piso”, en tener, se diría hoy, una autoestima sana, saludable, pues explícitamente se pide no creerse demasiado el lugar que se tenga en el seno de la comunidad (úperfronein), esto es, “no tener alto pensamiento de sí mismo” (El Nuevo Testamento griego palabra por palabra), poner el ego en el lugar adecuado en medio de la comunidad. Ése es un requisito fundamental para complementar adecuadamente el compañerismo y el servicio. Al renovarse el pensamiento se actuará con la sabiduría del amor y, como resume Tamez esta sección, se valorarán muy bien (y se actuará en consecuencia): la unidad y la diversidad (vv. 4-8); la sinceridad en el amor (9-13); y la comunión de horizontes (vv. 4-16). Hay que convertirse.
Ámense de corazón unos a otros como hermanos y que cada uno aprecie a los otros más que a sí mismo. (Romanos 12.10).
Se practicará el amor cuando se haya descendido del “olimpo” de la supuesta superioridad y exista una valoración equitativa de todos los integrantes de la comunidad. La fuerza del igualitarismo cristiano debe darse a conocer en la efectiva superación de los criterios con que el resto de la sociedad califica a las personas. Porque nadie estará en condiciones de experimentar plenamente la koinonía y la diaconía si no las percibe como una encarnación del amor de Dios en Jesucristo que produce hermandad, fraternidad, sororidad: todo ello con un fuerte énfasis de resistencia, propio de comunidades que no se dejan dominar por los valores imperantes. Nadie verá como un inferior a otro hermano/a y el hecho de “apreciar a los otros más que a sí mismo” (alélous proegoúmenoi) es un nuevo golpe a los egos de quienes pertenecen a estructuras de poder, pero que a la hora de integrarse a la comunidad cristiana deben atender y aceptar el papel que Dios les otorgue como parte de ella.
Considerar al hermano/a por encima de uno mismo es una tarea interminable, que puede llevar años, pues implica aprender a dominar los impulsos del yo, los egoísmos y tantas formas en que a veces se desean imponer los deseos e intereses personales o de grupos pequeños que afectan la existencia y la marcha de las comunidades. El mandato del amor reaparece una vez más para instalar una actitud psicológica y espiritual que ponga por encima la consideración de los demás como criterio básico.
Vivan en plena armonía unos con otros. No ambicionen grandezas, antes bien pónganse al nivel de los humildes. Y no presuman de inteligentes. (Romanos 12.16)
Vivir la experiencia de la comunión y del servicio en armonía (“vivir como si fuéramos uno solo”) es, entonces, una de las prioridades de la fe vivida simultáneamente como don, como valor ético o moral, y como práctica continua. La primacía de la fe y de la gracia, ampliamente explicada en los primeros capítulos, desemboca en actitudes y acciones a realizarse todos los días, en cada resquicio de la vida comunitaria, exactamente allí donde la koinonía puede romperse y la diaconía llevarse a cabo de mala gana, con reproches de por medio o, incluso, en un espíritu contrario al de un cristianismo auténtico, dominado ya no por las exigencias del Evangelio sino por condicionamientos francamente patológicos.
“No ambicionar grandezas” (mé ta ‘upsela fronountes) y “ponerse al nivel de los humildes” (tois tapeinois sunapagómenoi) es una exhortación que rebasa enormemente los límites de la cotidianidad pues coloca la fe radicalmente por debajo de los apetitos y deseos de estar por encima de los demás. En una cultura dominada por la competencia, el culto desmedido al éxito y la magnífica imagen de las personas “triunfadoras”, esto parecería una contradicción. Pero la culminación de la fe que se espera de la comunidad es que, en el espíritu de la koinonía y la diaconía, o crecemos todos o no crece nadie. La comunidad debe edificarse espiritualmente, sí, pero sin demeritar a nadie ni ahogar las posibilidades integrales de desarrollo de ninguno de sus integrantes, pues de lo contrario sólo se estará al servicio de los valores (o anti-valores) dominantes y se será funcional a las exigencias de quienes mandan y no del Señor de la iglesia.
2. La iglesia, una comunidad que nació para servir
Pero entre ustedes no debe ser así. Antes bien, si alguno quiere ser grande (mégas), que se ponga al servicio de los demás (éstai úmon diákonos); y si alguno quiere ser principal (próton), que se haga servidor de todos (éstai pánton doūlos). Porque así también el Hijo del hombre no ha venido para ser servido (diakonethēnai), sino para servir (diakonēsai) y dar su vida en pago de la libertad de todos. (Marcos 10.43-45).
Una cosa que ha quedado bien clara en los estudios del llamado “Jesús histórico” en América Latina, y que se ha extendido ampliamente por las comunidades cristianas es el hecho de que él propugnó con su vida y obra las buena noticia del “poder-servicio”,[1] es decir, una actitud totalmente a contracorriente de cualquier búsqueda del poder por sí mismo de parte de sus seguidores/as. Tres veces aparece la idea en el episodio de Marcos 10, cuando dos discípulos pretenden “asaltar el cielo” y conseguir los mejores lugares cerca de Jesús, a quien entienden como futuro rey, pero éste los detiene con una argumentación incuestionable: a) en la comunidad de discípulos eso no será así, como espacio contracultural y de resistencia espiritual y política (v. 43a); b) el que quiera “ser grande”, superior, debe servir a los demás, debe ser “siervo de todos”, esto es, una inversión total de los valores dominantes; y c) el Hijo del Hombre, él mismo, vino al mundo con un espíritu totalmente distinto al de la búsqueda del poder. Jesús Peláez resume tal argumentación:
El poder crea desigualdades; solamente el servicio, la diakonía, hace a los hombres iguales. Jesús lo entendió bien cuando, con ocasión del primer intento de conquistar el poder por parte de Santiago y Juan, los hijos del trueno, esto es, “los autoritarios”, avisó a sus discípulos […] (Mc 10,42-45). […]
La nueva sociedad no se construirá con privilegios o con el uso del poder, que discrimina y domina.
Para Jesús, no hay otro camino que el servicio para crear una sociedad de iguales, de la que esté excluido todo autoritarismo o dominio de unos sobre otros.[2]
Ésa es la vocación original de la Iglesia, el poder-servicio, establecida por Jesús pero puesta tantas veces de lado en una multitud de circunstancias a lo largo de la historia. En el nacimiento mismo de la comunidad aparece la tendencia al “empoderamiento arbitrario”, ajeno a la voluntad del grupo, cuando en presencia de Jesús se estaba conformando como tal, los intereses personales aparecen personificados sin matices en los deseos de estos dos discípulos, que sin ningún rubor solicitan prebendas escatológicas desde esta vida y la certeza de que en la eternidad podrían disfrutar de autoridad total. “De ahí la importancia de entender el poder a partir de la comunidad y no al contrario. La comunidad es el horizonte y el contexto del poder. No es solo ni primordialmente objeto del poder. La comunidad es el sujeto primero del poder y fuente originaria del mismo. Viene en primer lugar, en términos de ontología y de valor. La comunidad es la realidad primaria y principal. La autoridad es una realidad secundaria, derivada y relativa”.[3]
Los discípulos estaban dominados aún por el ansia de alcanzar formas de superioridad que les garantizara una vida cómoda, con todas las ventajas sobre los demás. Al anunciar la vivencia del máximo de los poderes, el Reino de Dios, Jesús enseña su enorme paradoja: no viene a imponerse por la fuerza o la coacción sino mediante el amor y el servicio. “Jesús les propone, ‘no sentarse en la gloria’, sino permanecer de pie para el servicio de la mesa, en actitud de siervos; y ponerse de rodillas para lavar los pies del amo, en posición de esclavo. Como quien dice: el lugar de la autoridad evangélica no es el trono sino el piso, y sus instrumentos no son el cetro y la corona del rey, sino la vasija de agua y la toalla del esclavo (Cf. Jn 13). Todo esto significa trabajo, trabajo humilde y sacrificado”.[4]
Por ende, la idea misma de poder, jerarquía (“poder sagrado”) o autoridad debería estar excluida de todos los espacios eclesiásticos: al dedicarse a servir, nadie estaría buscando mandar al prójimo o enseñorearse de él/ella. Esta especie de “ocio práctico” sería la causa del mal que ocasiona esa deformación típicamente “política” del ser humano y sus derivados: “para servir bien hay que alcanzar el poder a toda costa”. No fue esto lo que hizo Jesús. “La propuesta de Jesús es la metanoia del poder. Este tiene que ser rescatado. Debe convertirse de poder-dominación en poder-servicio. En una palabra, el poder necesita ser transformado, revolucionado internamente. Y esto no sólo en el interior de la Iglesia, sino también a nivel de la sociedad. Todo poder (religioso y político) debe convertirse en servicio. Se trata realmente de la ‘Revolución del poder’”.[5]
El poder produce admiración, obsequiosidad, sumisión, por lo que desearlo o renunciar a él sería un acto irracional e incomprensible para la mayoría de las personas, dado que su búsqueda se ha impuesto como razón de ser de la existencia completa. De ahí que secciones enteras del Nuevo Testamento desarrollan la enseñanza de Jesús y las aplican a la vida comunitaria, como lo hace tan fuertemente la epístola de Santiago que advierte duramente contra la obsequiosidad hacia los ricos y poderosos, quienes suponen que por serlo en los espacios sociales sus privilegios deben ser respetados también en la comunidad cristiana, como sucedía en las demás religiones (2.1-9). En 5.1-6 fustiga a los ricos con un lenguaje propio del Antiguo Testamento.
En primer lugar, todos participan como sujetos activos, miembros integrales, “piedras vivas”, pues siendo todos portadores del Espíritu, todos tienen “derecho de hablar”. Todos son hermanos, no hay padres; todos son sacerdotes, no hay simplemente “laicos” y especialmente, todos son reyes, soberanos, cosa que nosotros poco enfatizamos. Nadie es, pues, súbdito de nadie, ni de nada, a no ser del único Señor Jesucristo, y de los otros, por amor. Aquí todos son libres, todos participantes. […]
En segundo lugar, en relación paradójica con el punto anterior, el Nuevo Testamento subraya repetidamente que en términos prácticos los cristianos se deben hacer servidores unos de otros. “Que el amor los tenga en servicio de los demás” (Gál 5.13). “Sean dóciles unos con otros por respeto a Cristo” (Ef 5.21).[6]
Quien tiene poder se auto-descarta para servir a los demás porque hacerlo evidenciaría que no estaría a la altura de su dignidad alcanzada con tanto esfuerzo. Pero la dinámica bíblica es completamente a la inversa, pues el Hijo del Hombre, dice Jesús, sin aspirar a ningún poder terrenal, alcanzó la supremacía después de vivir una existencia completamente dedicada a servir a los otros, al prójimo necesitado, urgido, desesperado. La autoridad evangélica es ante todo fuerza moral, trabajo sacrificado, humilde y responsable, y sobre todo, animación de los hermanos. (C. Boff).
La actitud predominante de Jesús no consistió en esperar pasivamente que se le sirviera sino que asumió el servicio como forma absoluta de ser hombre en el mundo. El servicio es el único camino de la comunidad para hacer visible el amor con el que Dios viene a reencontrarse continuamente con la humanidad. Por eso la Iglesia es una comunidad que nació para servir y es el instrumento para que la fuerza espiritual de las comunidades se haga presente en el mundo tan necesitado en todos los órdenes. Así, las comunidades cristianas podrán dar fe de su renuncia al poder terrenal y de su apuesta irrestricta por el servicio al que son llamadas.
Concluimos con unas palabras muy pertinentes de Zwinglio M. Dias:
Sí, Dios puede, perfectamente, ser hallado en las iglesias. Pero el problema es que no siempre ellas desean su compañía. Porque resulta muy exigente. Quiere siempre sacar a la iglesia de su bienestar y de su amable comodidad y hacerla asumir las tramas y los dramas del mundo. Por eso su campo preferencial de trabajo es el mundo. […] En este mundo, Dios prefiere estar con aquellos y aquellas que no piensan como dioses, los llamados fuertes, los poderosos en su opinión, los que se creen más bendecidos que los demás, mejores que los demás. Como el fariseo de la parábola. Esto es, prefiere la compañía de los que no tienen nada que perder, ni siquiera sus propias vidas.[7]
3. Comunidad y servicio en la vida cotidiana de las iglesias
¡Ya se ve que aprecian bien poco la asamblea cristiana y que no les importa poner en evidencia a los más pobres! ¿Qué esperan que les diga? ¿Acaso que los felicite? ¡Pues no es precisamente como para felicitarlos! (I Corintios 11.22).
Desde el momento en que el propio Jesús de Nazaret estableció, con la institución de la Santa Cena, la relación estrecha entre comunión y cotidianidad, al participar de un espacio doméstico de amistad, compañerismo y confianza, las comunidades que vendrían más tarde tuvieron que afrontar los desafíos de ejercitarse en una vida social nueva, sin privilegios para nadie y en un ámbito de amor y servicio mutuo. Pero las cosas no fueron tan fáciles, pues desde el momento mismo de la llamada “última cena”, existió un factor de discordia, pues en la mesas había un enemigo de Jesús que había sido su amigo y lo había seguido hasta ese momento. Cenar o departir con un enemigo no es algo muy común, pues solamente sucede en condiciones excepcionales, pero cuando Jesús pasó por esos momentos tan amargos, no perdió la compostura y señaló claramente con ello que ni siquiera las comunidades cristianas, cuyo horizonte de fe es la presencia del Reino de Dios, pueden evitar semejante conflictividad, como reflejo de lo que sucede en la sociedad. Las diferencias marcadas, los intereses o las ideologías en juego nos acompañan incluso en los momentos más “relajados”, pues hasta en broma se dice que, “para llevar la fiesta en paz” es preferible no abordar ciertos temas en las charlas. Jesús identifica al traidor en la mesa y lo obliga a cumplir con su labor elegida. Judas se levanta y produce confusión entre sus compañeros pues queda la impresión de que Jesús le ha encargado algo (Jn 13.21-30). A tal grado llegó la disidencia interna que ese espacio de confianza y camaradería fue escenario de esas ruptura dramática, al malinterpretarse radicalmente el sentido del servicio y la obra de Jesús.
En el libro de los Hechos las cosas también se complicaron, pues en el momento de la “distribución diaria” de los alimentos, estos es la realización cotidiana del servicio comunitario que los discípulos/as emprendieron en nombre del Jesús resucitado, surgieron protestas por la desatención hacia las viudas de los creyentes de origen griego (6.1). Las diferencias culturales y raciales, en este caso, pusieron una prueba de fuego al espíritu de servicio que se estaba desarrollando en la comunidad y obligaron a buscar no solamente una respuesta práctica (nombramiento de diáconos) sino a replantear el lugar de cada integrante del grupo. Las viudas, de por sí, ya tenían un lugar histórico como resultado de la larguísima tradición profética, lo que las colocó en el centro de las miradas de los apóstoles, al tener que responder de la mejor manera a sus demandas. Las tareas de servicio, sugiere el pasaje, deben ser personalizadas para conectar óptimamente con las características de las personas. El servicio no puede ser impersonal y las prisas cotidianas no deben ser obstáculo para valorar cuidadosamente quién es quién en cada espacio comunitario. En la perspectiva del Reino de Dios, a diferencia de los sistemas socio-políticos, las personas no pueden ser vistas como botín o como “clientela” a la que debe atenderse por obligación. Con la ayuda del Espíritu, la comunidad inicial logró superar esta prueba mediante la disposición a someterse a la doble exigencia: la realidad cultural plural y los lineamientos éticos que permeaban ya su existencia.
En Corinto, las cosas se encontraban ya en un espacio geográfico y cultural todavía más conflictivo, pues el Evangelio del Reino de Dios y sus prácticas derivadas habían salido de las fronteras judías y esto obligó a que el apóstol Pablo afinara aún más las recomendaciones sobre el comportamiento comunitario a la hora de estar reunidos en sentido eucarístico y cotidiano al mismo tiempo. Sus palabras de I Co 11, tan ligadas a la tradición de la institución de la Santa Cena por parte de Jesús, no deben desligarse de su trasfondo doméstico, ni del conocimiento puntual que Pablo tenía de las personas que participaban en las reuniones litúrgicas y en las comidas conmemorativas. De su pluma brotó una auténtica instrucción de vida comunitaria con tintes críticos, intensos y específicos: las reuniones eucarísticas, insertadas en la vida cotidiana de las familias, reflejaban las tensiones de la vida social y comenzaban a desvirtuar su sentido original y requerían una intervención fuerte, enérgica, que recordase a todos/as la razón de ser de la Eucaristía en el seno de la vida comunitaria, su función igualadora e igualitaria a contracorriente de los usos y costumbres circundantes. I Co 11.17-34, según Pablo Ferrer,
Es una acalorada discusión sobre lo cotidiano. […] Pablo registra aquí la acción cotidiana: reunirse, encontrarse en la iglesia, comer, tener casas…
Pero Pablo no sólo describe lo cotidiano sino que registra, también en el interior de la cotidianeidad, una fisura por la cual se filtra un acontecimiento, o bien una fisura por la cual se puede acceder a la verdad que ha sido “tapada” por el presente continuo. […]
En realidad el quiebre en la “normalidad cotidiana” es registrado por todos, como dice el v. 18: “oigo que hay entre vosotros divisiones; y en parte lo creo”.
Lo que hace Pablo es comprender ese sjisma, palabra que podríamos traducir literalmente por “rajadura” o “desgarro”, como un sesgo, abertura o desvío que permite acceder a otra realidad. Esa otra realidad, dirá Pablo, es de hairesis. Una realidad dividida. El presente continuo, marcado discursivamente por los verbos, podría ser una serie de hechos que buscan ocultar esa otra realidad. El sjisma es el quiebre del tiempo presente continuo. Este desgarro pone en evidencia a los sujetos que están participando de la realidad: “para que los aprobados (dokimoi) evidentes (faneroi) lleguen a ser entre vosotros”.[8]
Y la propuesta paulina para realizar el servicio comunitario es sumamente sencilla, concreta y que busca ser efectiva: al realizar un nuevo pacto con Dios en la comida comunitaria, será posible dar un testimonio de fe más auténtico y real.}
En fin, Pablo terminará su discurso proponiendo un pacto sumamente pequeño: ¡esperarse unos a otros para comenzar a comer (v. 33)! ¿Curioso no? El pacto que Pablo propone no es más ni menos que una actitud cotidiana. No propone Pablo un gran pacto social sino el pacto cotidiano que permite reencontrarse unos y otros. La realidad de injusticia en la distribución de la comida, la debilidad, la enfermedad y la muerte comenzarán a ser enfrentadas a través de nuevos pactos que reconozcan a unos y otros como parte de un mismo cuerpo. Es desde ese reencuentro cotidiano, en todo caso, que se podrán realizar otros pactos más amplios. (Idem).
4. “A los pobres siempre los tienen para hacerles el bien…”
Podía haberse vendido este perfume por más de trescientos denarios y haber entregado el importe a los pobres”. Así que murmuraban contra aquella mujer. […] A los pobres los tendrán siempre entre ustedes y podrán hacerles todo el bien que ustedes quieran; pero a mí no me tendrán siempre. (Marcos 14.5, 7).
Uno de los textos más malinterpretados de la historia del cristianismo y que ha ocasionado debates apasionados es el relato de la mujer que “desperdicia” el perfume para desesperación de los discípulos preocupados por los pobres (Mr 14.1-9; Mt 26.6-13; Jn 12.1-8). De allí proceden también las palabras reivindicativas de Jesús hacia la mujer que lo ungió para el martirio, pues sería recordada por ello dondequiera que se predicase el Evangelio (v. 9). Ante la cercanía de los momentos cruciales de la vida de Jesús, cuando violentamente será llevado a la tortura y al crimen de Estado por subversión política y religiosa, la mezquindad humana y la pobreza espiritual hacen su aparición y son exhibidas como un lastre que arrastran pesadamente las comunidades de fe. El dilema y problema de la pobreza son confrontados por el propio Jesús de Nazaret, poniendo a su persona de por medio: a él no siempre se le tendrá, por lo que merece una atención suprema, pero apenas no esté presente, el foco de atención pasa hacia los pobres, los necesitados de la tierra. Jesús no da a escoger a quien servir, pero vincula su realidad exigente con lo que las estructuras humanas seguirán produciendo tan eficientemente: pobres al por mayor, es decir, la posibilidad, como subraya sólo Marcos, de hacerles bien. El sujeto de la acción es una mujer condenada al anonimato pero que, por comprender bien la relevancia de su acción, pasaría a la historia. Según Mateo, se trata de María, la hermana de Lázaro, pero en Marcos su anonimato le otorga mayor intensidad al relato.
Como parte de un análisis de “palabras sospechosas” de Jesús, en los años setenta el filósofo y teólogo mexicano José Porfirio Miranda (1924-2001), famoso ya por sus lecturas críticas de “recuperación” de Marx, denunció la manipulación de que ha sido objeto durante siglos, basándose en la deformación del tiempo gramatical de la frase de Jesús: “A los pobres siempre los tendréis con vosotros…”, así, en futuro, argumentando que no se trató de una profecía, sino de que, como originalmente establece el texto, la afirmación se encuentra en presente: “los tienen”, con el agregado de Marcos (la versión original del relato), “para hacerles el bien”. Al insistir en que tampoco el texto utiliza la palabra siempre, Miranda destacó el hecho de que no se trata de una cínica profecía sino de una denuncia frontal de la manera en que las sociedades esquivan su responsabilidad moral y se escudan incluso en unas palabras tan nobles, surgidas del umbral de un sufrimiento mayúsculo, para justificar la desigualdad. En vez de ella, podían usarse las frases “todo el tiempo” o “en cualquier momento”. Y propuso su propia traducción: “A los pobres los tenéis a todas horas (o: continuamente) con vosotros y podéis hacerles bien cuando queráis; a mí en cambio no a todas horas me tenéis”.[9] Además, destacó el hecho de que, al menos en la comunidad del libro de los Hechos, fue posible abolir la pobreza: “No había entre ellos pobre alguno” (Hch 4.34a). Cita a Vincent Taylor, quien escribió: “El aserto no pretende afirmar que la pobreza es un factor social permanente (cf. Dt 15.11); es el fondo de contraste para ème dè ou pántote échete [pero a mí no siempre me tenéis]” (Idem). “La convicción derechista de que nunca vamos a cambiar el mundo y siempre habrá pobres y ricos, hace que las traducciones atropellen hasta la gramática” (p. 67), señala, por su parte.
La supuesta preocupación de los pobres por parte de los discípulos aflora hasta que se derrama el perfume y su aroma impregna todo el espacio del relato. Quizá podría decirse que el episodio evidencia también un estrato de vida en que la comunidad tuvo que contrastar su disposición para el servicio a los necesitados y la inserción de ellos/as en la misma, puesto que semejante decisión implicaría la prueba de viabilidad del movimiento de Jesús cuando éste ya no estuviera presente físicamente. Él tendría que ser, una vez más, la garantía o el intermediario del trato efectivo de la comunidad para que su koinonía no derivase en una mera colectividad de elegidos y pudiera relacionarse sólidamente con la diaconía que se esperaba de ellos como auténtica comunidad renovadora. Lo mismo que hoy, porque las comunidades de fe necesitan advertir la tensión y deben situarse ante los poderes económicos y los grupos necesitados o vulnerables para realizar su opción de servicio. En cada decisión que tomen al respecto, está de por medio Jesucristo mismo, quien al asumir la pobreza como lugar teológico estableció una sólida dinámica entre fe, poder y servicio. Santificar, sacramentar o bautizar al sistema económico imperante puede llegar a ser una traición al espíritu del Evangelio, como escribió el periodista polaco Maciek Wisniewski en estos días, a cien días de la entronización de Jorge Bergoglio:
Si algo abunda hoy es el anticapitalismo superficial: de todos lados se escuchan quejas por los “excesos” de empresas, bancos y mercados. Este tipo de crítica “moral” es también la de Francisco. El Papa pide “justicia social”, cuya falta resulta en desocupación (La Jornada, 1/5/13); instruye al clero a “aprender de la pobreza de los humildes y a evitar ídolos del materialismo que empañan el sentido de la vida” (La Jornada, 9/5/13); pide “reformas al sistema financiero para distribuir mejor la riqueza” y condena “la tiranía del dinero y mercados”. “La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero”, dice (La Jornada, 17/5/13). […]
Francisco critica el culto al dinero (becerro de oro), pero no cuestiona nuestra fe en el capitalismo. Su neofranciscanismo no es una herramienta de liberación, sino una nueva estrategia de disciplina; no está dirigida al sistema, ni a los banqueros, sino a la gente común. Es un mecanismo de contención que pretende hacer la crisis más manejable y hacernos asumir sus costos (lo que sería una paradoja ya que el gesto original de San Francisco, nacido en una familia de empresarios proto-capitalistas, fue profundamente antisistémico). La “austeridad papal” como “la política de detalle” foucaultiana pretende enseñarnos las bondades de “vivir con menos” y de “pedir menos” (sueldo, prestaciones, derechos, servicios), a contentarnos “con lo poco que hay” y neutralizar a la vez el potencial político de la pobreza. […]
Pero la más iluminadora fue su intuición [de Giorgio Agamben] de que el capitalismo como religión “no tiende a la redención sino a la culpa, no a la esperanza sino a la desesperación, no a la transformación del mundo sino a su destrucción” (Rebelión, 14/5/13). Incluso pocos marxistas, en su mayoría cegados por la “acumulación de las fuerzas productivas”, lo veían así, y no es sólo la ceguera del nuevo Papa. Pero la disciplina neofranciscana seguramente ayuda a hacer más suave nuestro viaje al precipicio (en un tren llamado “progreso”, por supuesto).[10]
[1] Cf. Clodovis Boff, El evangelio del poder-servicio. La autoridad en la vida religiosa. Bogotá, Conferencia Latinoamericana de Religiosos, 1985.
[2] J. Peláez, “Valores evangélicos para una nueva sociedad”, conferencia pronunciada en el XXIII Congreso de Teología, Madrid, 4-7 de septiembre de 2003, Revista Electrónica Latinoamericana de Teología, www.servicioskoinonia.org/relat/365.htm.
[3] C. Boff, op. cit., p.30.
[4] Ibid., p. 55.
[5] Ibid., p. 51.
[6] Ibid., p. 33.
[7] Z.M. Dias, “O protagonismo dos evangélicos durante os anos de ‘chumbo’ e a busca incesante por uma ecclesia reformata…”, en W. Pereira da Rosa y J.Adriano Filho, eds., Cristo e o proceso revolucionário brasileiro. A Conferência do Nordeste 50 anos depois (1962-1012). Río de Janeiro-Instituto Mysterium Mauad, 2012, p. 71. Versión: LC-O.
[8] P. Ferrer, “La cena del Señor como pacto. Una fisura en I Corintios 11.17-34”, en RIBLA, núm. 61, http://claiweb.org/ribla/ribla61/pablo.html.
[9] J.P. Miranda, Comunismo en la Biblia. México, Siglo XXI, 1981, p. 66.
[10] M. Wisniewski, “El capitalismo como religión y el neofranciscanismo como su disciplina”, en La Jornada, 21 de junio de 2013, www.jornada.unam.mx/2013/06/21/opinion/024a2pol.
- Arcadio Morales y los 150 años de presbiterianismo en la capital mexicana | Leopoldo Cervantes-Ortiz - 14/06/2024
- Julio de Santa Ana (1934-2023): Un teólogo «más allá del idealismo» | Leopoldo Cervantes - 28/04/2023
- La cruz del Señor: martirio, trono y victoria espiritual (Mateo 27.32-50) | Dulce Flores Montes y Leopoldo Cervantes-Ortiz - 07/04/2023