¿Qué figura se nos viene a la mente cuando pensamos en Jesús?
Las imágenes icónicas del Galileo a lo largo de nuestra historia frecuentemente nos lo muestran con un halo de santidad, sumido en una paz imperturbable o prácticamente inmune al malestar cotidiano; sin embargo, si miramos seriamente los Evangelios es posible que nos topemos con una imagen algo distinta: cuando discute con los religiosos de su tiempo lo hace acaloradamente, con una actitud polémica y confrontativa[1]; por momentos se muestra molesto o frustrado[2] y en una ocasión, armado con un látigo, no titubea en volcar unas mesas y reprender a quienes intentan lucrar con la fe[3]. Estas son solo algunas de las imágenes incómodas que han resultado frecuentemente olvidadas o ignoradas. ¿Será que nos cuesta asimilar la agresividad de Jesús? ¿Será que nos cuesta —del mismo modo— asimilar la realidad de la agresividad en nosotros mismos?
No sería nada raro. Por diversos medios nuestra cultura sostiene que la agresividad que nos habita es como un cáncer que es necesario extirpar o que al menos debe mantenerse a raya. Y desde esa perspectiva confundimos fatalmente a la agresividad con la violencia al mismo tiempo que insistimos en que todo debe estar en calma y que debemos ser buenos… como Jesús. Pero ante esto, el Hijo del Hombre nos sigue respondiendo: «¿Por qué dices que soy bueno? Sólo Dios es bueno.»[4].
Desde mi punto de vista, una buena parte del problema radica en que el llamado de Jesús no nos invita a ser ni más buenos ni más amables, sino a algo mucho más radical: somos llamados a amar. Y para amar muchas veces es necesario que dejemos de ser amables. El filósofo danés, Søren Kierkegaard, escribió: «El hombre amable está muy enterado de todas las posibles disculpas, evasivas y reglas prudenciales acerca de la negociación, el regateo y la rebaja (…) [pero] En definitiva, ¿qué es esta amabilidad? Es una traición a lo eterno. Por eso la temporalidad tiene tanta buena opinión de ella.»[5]
Amar desde la lógica del evangelio, por el contrario, muchas veces implicará permitir que penetre el enojo que nos provoca la injusticia, la desigualdad y la opresión. Personalmente, creo que el potencial de agresividad con el que fuimos creados tiene un fin constructivo: está destinado —al menos en parte— a que seamos capaces de defendernos del maltrato; es la potencia para que evitemos toda transgresión de nuestros límites; está plantado en fondo de nuestra esencia como un recurso legítimo para proteger a otros y a otras del abuso y para protestar frente a quienes quieren robarnos la dignidad. De hecho, como sugiere el psicólogo norteamericano Abraham Maslow, de algún modo nuestros impulsos hostiles surgen a partir de la frustración que produce la insatisfacción de nuestras necesidades más elementales[6], que por cierto, fueron puestas por Dios. Por este motivo, creo firmemente que fuimos creados con la capacidad legítima de defendernos y de defender a otros, de proteger la dignidad que nos habita por haber sido hechos a imagen y semejanza divina.
Hoy, que afortunadamente se visibiliza cada vez más el horror del abuso y la violencia contra los más vulnerables, es necesario recuperar esa potencia dada por Dios, ese coraje para levantarse en defensa de la dignidad humana y volver a conectar con el hambre y la sed de justicia social que nos hace ser bienaventurados[7]. Por medio de este articulo ruego que podamos —como Jesús—, ser tiernos con los caídos, pero sin dejar de ser firmes frente a quienes maltratan y oprimen o frente a quienes ponen cargas sobre los demás que ni siquiera ellos mismos son capaces de llevar[8].
[1] Mateo 12:34
[2] Mateo 8:26
[3] Juan 2:15
[4] Lucas 18:19 TLA (la itálica es mia)
[5] Søren Kierkegaard. Las obras del amor: meditaciones cristianas en forma de discursos. Ediciones Sígueme. Salamanca. 2006. Pag 441-442.
[6] A. H. Maslow (1949) Our Maligned Animal Nature, The Journal of Psychology: Interdisciplinary and Applied, 28:2, 273-278
[7] Mateo 5:6
[8] Lucas 11:46
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