En el pórtico del 500 aniversario de la Reforma.
Lutero, y con él la Reforma del siglo XVI (1517), llegaron a la conclusión de que la única fuente de autoridad para la Iglesia cristiana era la Biblia, si bien Lutero se la cuestionaba a alguno de sus libros. La autoridad de la Biblia frente a la “cautividad babilónica” de la Iglesia, que supone volver a la tradición eclesiástica; a los orígenes cristianos, frente a formularios litúrgicos y dogmas conciliares que, según Lutero, se alejaban del espíritu de las Sagradas Escrituras. En resumen, Biblia vs. Tradición.
Desde ese convencimiento, la Reforma llega a formular la siguiente trilogía: Sola Fe, Sola Grattia, Sola Scriptura, una fórmula convertida en el lema y estandarte de las iglesias reformadas. Unos años después se celebra el Concilio de Trento (1545-1563), un concilio de reacción ante la Reforma, convocado por la Iglesia de Roma exclusivamente, no ecuménico por lo tanto, en el que los asistentes se ocupan de estructurar, tanto teológica como institucionalmente, la Iglesia católico-romana y se establece, como fuentes de autoridad: la Tradición, el Magisterio y la Biblia, en ese orden de relevancia, al margen de cómo aparezcan transcritos en los documentos conciliares, un orden de prelación que se mantiene, al menos hasta la celebración en la década de los 60 del siglo XX del Concilio Vaticano II, en el que se recupera en parte la relevancia de la Biblia.
Cual sea la fuente de autoridad de la Iglesia no es un tema menor, ya que eso puede determinar y determina la preeminencia que se atribuya a cada una de esas fuentes y, en su caso, la consistencia y el valor de las decisiones adoptadas. En cualquiera de los casos, sea por parte de la tradición católico-romana como de la protestante y también de las iglesias ortodoxas, el referente final para los cristianos es el Fundador, Jesús de Nazaret, a cuyas palabras y mandamientos se recurre como definitiva autoridad.
A partir de ese axioma, acudimos directamente en busca de aquellas palabras de Jesús que puedan servirnos de referencia para fundamentar el tema que nos ocupa. Jesús se apoya con frecuencia en la Ley y en lo que habían dicho los profetas, con lo que vincula su magisterio a las tradiciones y enseñanzas judías, si bien no lo hace de forma literal, sino mediante una relectura de los textos considerados sagrados por los judíos e incluso señalando alternativas: “Oísteis que fue dicho”, “…más yo os digo”.
Por su parte Lucas nos introduce en esa época que media entre la resurrección y la ascensión, un período de cuarenta días de aliento, de afirmación de la fe y de repaso de la misión de la Iglesia naciente, en el que Jesús resucitado marca algunas pautas a seguir.
El problema que se les presenta a los discípulos estaba vinculado a sus propias limitaciones para afrontar la misión que se les encomienda, ya que a esas alturas no han terminado de entender y asimilar su alcance. Y es entonces, ya como cierre de esa etapa intermedia, cuando Jesús les hace un anuncio que implica una promesa: “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros”; una promesa que aún no les queda suficientemente clara, por lo que Jesús añade: “quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Luc. 24: 49).
El libro de los Hechos es mucho más explícito. Allí se habla del Espíritu Santo, que se hace presente el día de Pentecostés, como aquél que no sólo acompaña sino que afirma y apuntala los mandamientos (cfr. Hech. 1: 2) y, a través del cual, recibirían el poder necesario para encauzar debidamente su misión al frente de la Iglesia (cfr. Hechos 1:8). De esta escena se desprenden algunas afirmaciones y algunas omisiones significativas
- Si bien es cierto que Jesús utiliza las Escrituras (Torá, Profetas y Escritos, equivalente a nuestro Antiguo Testamento), que es el referente de autoridad que tienen los judíos, no es menos cierto que Jesús no las encumbra como fuente de autoridad indiscutible e irremplazable para la Iglesia naciente, sin menoscabo de que, en su conjunto, son una fuente de autoridad para los judíos. Por extensión, y dada la procedencia de las primeras comunidades, también los cristianos darían al Antiguo Testamento el mismo reconocimiento de Sagradas Escrituras.
- Jesús no establece ningún mandato acerca de crear unas nuevas Escrituras en el ámbito de su propia vida y mensajes (p. e., Nuevo Testamento).
- Jesús confía la dirección de la Iglesia a la presencia del Espíritu Santo (pneuma= viento=espíritu) que, por otra parte, igual que el viento, sopla de donde quiere y cuando quiere (cfr. Juan 3:8), resulta difícil de controlar desde un plano humano.
- Desde sus inicios la Iglesia muestra que su referente de autoridad es la propia asamblea de creyentes bajo la dirección del Espíritu Santo, como se evidencia en el llamado Concilio de Jerusalén: “Entonces pareció bien a los apóstoles, y a los ancianos, con toda la iglesia…”: magisterio de los apóstoles, compromiso de los líderes (ancianos) y consenso entre la comunidad de creyentes (Hechos 15: 22). Una referencia que quedaría incompleta si no acudimos al versículo 28, donde se completa el núcleo central del acuerdo, es decir, la fuente de autoridad: “…Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros…”. En otras palabras, la autoridad está en el conjunto de la comunidad de creyentes bajo la dirección del Espíritu Santo que se ocupa de guiar a su Iglesia.
Una mirada global al desarrollo del cristianismo primitivo nos indica que durante los tres primeros siglos la Iglesia se mueve en dependencia directa del magisterio de los apóstoles o, más tarde, de sus discípulos inmediatos, si bien afirmando que están bajo la dirección del Espíritu Santo. No existe hasta entonces una estructura organizativa ni un “libro de “instrucciones” al que recurrir; si bien es cierto que a partir de la década de los 60 del primer siglo comienzan a circular las cartas paulinas, los evangelios y otras epístolas; escritos dirigidos a colectivos concretos, a personajes determinados o a alguna iglesia local en particular, como consecuencia de determinados problemas surgidos en su seno. Esos escritos fueron recibidos e intercambiados entre las iglesias como escritos de ayuda al desarrollo de las congregaciones, pero sin conferirles inicialmente una autoridad trascendente, semejante a los oráculos divinos.
Las iglesias mantienen el convencimiento de que es el Espíritu Santo el que las guía y ayuda a encauzar sus proyectos y a resolver sus problemas, hasta el punto de que lo más terrible que puede ocurrirles es incurrir en la blasfemia contra el Espíritu Santo (cfr. Mar. 3:22-30). Y ¿en qué consiste ese pecado? Jesús mismo se atribuye que sus milagros son llevados a cabo por el Espíritu de Dios, y decir que estaba actuando por confabular con el príncipe de los demonios se interpreta como una blasfemia contra el Espíritu Santo. Una aclaración teológica ésta que ofrece Marcos, de la que se hace eco Mateo pero que ignora Lucas en el pasaje paralelo a éste y al que el cuarto evangelio no hace referencia, que no resulta fácil armonizar con el resto de declaraciones, de los dichos y enseñanzas de Jesús, de los que se desprende que cualquier pecado puede ser perdonado.
El cristianismo se extiende rápidamente por todo el imperio, formándose comunidades de creyentes en la gran mayoría de las provincias romanas, hasta el punto de que su penetración en las estructuras sociales llega a ser tan prominente que terminaría desplazando al resto de religiones para convertirse, finalmente, en la religión favorecida y reconocida en exclusividad por el Estado. Hasta entonces, todo apunta a que, aún en medio de serios problemas teológicos que darían paso a confrontaciones y al surgimiento de herejías a las que fue preciso hacer frente, la Iglesia cristiana estuvo convencida de que el Espíritu Santo era el que actuaba para guiarla y garantizar su misión, siendo por ello la principal fuente de autoridad a la que recurrir, bien es cierto que expuestos en todo momento a tener que hacer frente a diferentes interpretaciones y al surgimiento progresivo de una estructura jerárquica a través de los obispos y, posteriormente, los patriarcas, como veremos más adelante.
Por otra parte, en la medida en la que la mayoría de integrantes de la Iglesia fue surgiendo del mundo gentil y la cultura del imperio fue asumida por el cristianismo, la influencia y recursos de autoridad del Antiguo Testamento, tan evidente en la ´época apostólica y la primera fase de constitución de la Iglesia, fue decreciendo. Las iglesias acudían para su formación y desarrollo a “los dichos” de Jesús y a la enseñanza de los apóstoles, transmitida en los evangelios y escritos que, algunos de ellos, aunque no todos, terminarían formando el Nuevo Testamento, sin que existiera, hasta mucho tiempo después, un consenso asumido formalmente por las iglesias, ni un canon que determinara que esos escritos fueran considerados como Escrituras Sagradas en el nivel que los judíos habían conferido a la Tanaj (Antiguo Testamento), especialmente a la Torá. Este rango sería adquirido progresivamente, conforme la Iglesia se iba institucionalizando, produciéndose el hecho curioso de que ninguno de los grandes concilios ecuménicos se ocupó de sancionar dicho Canon, y no sería hasta el siglo XVI en el Concilio de Trento, al que ya hemos hecho referencia anteriormente, cuando se declarara como libros que integraban el Nuevo Testamento los 27 que hoy en día figuran en la Biblia.
En cualquier caso, es preciso señalar, en lo que a los referentes de autoridad organizativa se refiere, que ya superado el primer siglo, se detecta un cambio de contenido en los términos que se utilizan para designar a los líderes de las iglesias que tiene que ver directamente con el cambio de paradigma de la autoridad reconocida. En las epístolas paulinas y en el resto de escritos neotestamentarios los términos pastor, anciano y obispo se muestran como sinónimos de uso indistinto, para designar a quienes han sido colocados al frente de las congregaciones de creyentes; su función es ser guías espirituales, sin que esos vocablos encierren un contenido sacerdotal, al estilo de los funcionarios del templo judío o de los dirigentes de otras religiones contemporáneas. Sin embargo, en la fase de asentamiento de las iglesias, el término obispo alcanza un creciente sentido de jerarquía, transformando su significado etimológico de guardián, protector, explorador, para referirse a un cargo eclesiástico de rango superior que ejerce su autoridad sobre un distrito que con el paso del tiempo terminaría siendo conocido como diócesis. A su vez, los términos pastor y anciano terminarán identificándose como sacerdote, homologando sus funciones a las de otras manifestaciones religiosas cuya influencia se va dejando sentir progresivamente entre los cristianos.
En ese proceso de expansión de las iglesias y, con ello, de sus diócesis, debido al crecimiento exponencial que experimenta la difusión del cristianismo, las estructuras se quedan muy pronto pequeñas y surge la figura del patriarca como dirigente de un conjunto de diócesis que forman un Patriarcado o iglesia autocéfala, copiando en buena medida el modelo de autogobiernos provinciales que Roma había creado para su imperio. Surgen así los cinco grandes patriarcados: Antioquía, Alejandría, Roma, Constantinopla y Jerusalén, dando paso a un estilo de iglesia radicalmente diferente al que observamos en la época anterior.
La Iglesia primitiva pasa en el siglo IV de estar perseguida a gozar de la protección del Estado; de haber sido hasta fecha reciente la suma de comunidades más o menos dispersas, escasamente estructuradas, a convertirse en una institución importante del imperio bajo la protección del emperador. Surge la Iglesia conciliar, siguiendo el modelo de la propia estructura del Imperio romano. Las discrepancias teológicas fruto de diferentes interpretaciones en torno a la dirección del Espíritu Santo, se han convertido en esa época en serias confrontaciones doctrinales y se requiere definir y acatar un modelo de autoridad conjunta al que recurrir en esos casos, dando paso a los concilios ecuménicos, sobre los que siempre sobrevuela la sombra del emperador como valedor de sus decisiones. En los concilios se debaten los problemas doctrinales surgidos y se adoptan las decisiones que han de convertirse en norma de conducta; posteriormente estos acuerdos, que no siempre y no por todas las iglesias fueron respetados, serían conocidos como dogmas de fe. La Iglesia conciliar es, a partir de entonces, una iglesia jerarquizada, pero sigue siendo plural, bajo los cinco patriarcas autónomos mencionados anteriormente.
Este modelo de autoridad es el que prevalece formalmente, al margen y por encima de la evolución o involución que la Iglesia va experimentando, hasta llegar al cisma de Oriente y Occidente (1054), que daría lugar a la formación de dos bloques de iglesias irreconciliables; las iglesias de Oriente mantienen una tradición de iglesias autónomas que se relacionan entre si y Occidente , es decir, Roma, se arroga la primacía sobre todas las iglesias surgidas fuera del ámbito oriental, incluidas las procedentes de los llamados pueblos bárbaros convertidos al cristianos y, posteriormente, las nacidas en el Nuevo Mundo. Ahora bien, no obstante la progresiva preponderancia que va adquiriendo el obispo de Roma en la Iglesia occidental, convertido a la vez en señor feudal, prevalece el sentido de que la autoridad suprema está en los concilios, si bien cada vez más subordinados a los dictados de Roma. Se celebran de esa forma, a partir de los siete primeros denominados con pleno derecho ecuménicos, los concilios de Letrán, de Lyón, de Viena, de Constanza, de Basilea-Ferrara-Florencia y, como cierre de ese largo período, el de Trento que, aunque sean denominados “ecuménicos” por Roma, ninguno de ellos alcanza ese rango, ya que se celebran en el ámbito cerrado y exclusivo del catolicismo romano.
Trento, como ya hemos indicado, es un concilio de reacción ante el auge de la Reforma, y se encarga de estructurar la Iglesia católica y definir los dogmas que han de ser tenidos en cuenta como referente de autoridad: Tradición, Magisterio y Biblia. El Concilio aún mantuvo un cierto nivel de autoridad, hasta que unos siglos después, en 1869, un nuevo concilio, el Vaticano I, modifica esa especie de statu quo, y coloca al papa por encima del concilio, confiriéndole la facultad de que sus definiciones, y no otras, tengan el carácter de infalibles, lo cual producirá nuevos cismas en el catolicismo romano. Se cierra de esta forma para la Iglesia católica la época conciliar y se abre una nueva de monarquía absoluta, apoyada en una oligarquía reducida, la Curia romana que, en la práctica, y con no poca frecuencia, mantiene secuestrada la voluntad del papa, cuando se sale de los cauces preestablecidos.
Las iglesias surgidas de la Reforma recuperan el sentido plural de la cristiandad primitiva, abriendo un amplio abanico de expresiones eclesiales, desde las que se identifican en buena medida con el tradicionalismo medieval, como es el caso de la Iglesia anglicana, hasta las más radicales surgidas del movimiento anabautista (bautistas, hermanos y, posteriormente, pentecostales, entre otras), pasando por las iglesias propiamente luteranas y reformadas, vinculadas con la Reforma Magisterial, que surgen bajo el liderazgo de Lutero, Zwinglio y Calvino, con énfasis teológicos y estructuras organizativas diferenciados entre sí
En cuanto a la Iglesia de Roma se refiere, el intento de restauración del Vaticano II, devino en un fracaso a los efectos de reinstaurar la autoridad conciliar. Y, en lo concerniente a la Reforma, reprobó tanto los Concilios como la Tradición.
En resumen, observamos cómo ha ido evolucionando y adaptándose el concepto de autoridad en la Iglesia cristiana a lo largo de los veinte siglos transcurridos desde sus inicios, si bien es cierto que prevalecen, al menos en el plano teórico, los dos puntales básicos: 1) el Señor de la Iglesia es Jesucristo y, por ende, su Palabra es fuente de autoridad, con los matices diferenciadores que el catolicismo incorpora del papel que comparte con la Tradición y el Magisterio; y 2) Dios actúa en la historia y guía a su Iglesia por medio del Espíritu Santo. En lo que ya no existe un acuerdo unánime, es en determinar en qué consiste exactamente la Palabra de Dios, definición condicionada a una lectura literal de la Biblia o a la que hacen quienes recurren al método histórico-critico a la hora de interpretar de forma unánime las indicaciones del Espíritu Santo, ya que en temas idénticos pueden adoptarse acuerdos dispares.
En la práctica, los referentes de autoridad, o la forma cómo es reconocida la dirección del Espíritu Santo y la autoridad de la Biblia, oscilan entre estructuras piramidales fuertemente jerarquizadas, como ocurre en la Iglesia católica; sínodos o asambleas representativas del clero y de los fieles; el sometimiento a grupos oligárquicos o presbiterios locales; o bien asambleas locales de cada comunidad de creyentes, que asumen la autoridad siguiendo el voto de las mayorías.