“Todas las promesas del Señor Jesús son apoyo poderoso de mi fe” (Russell K. Carter, 1886)
Los versos de este himno han acompañado a muchas generaciones de creyentes. Creyentes que se han visto asediados y perjudicados por multitud de conflictos, de problemas, de tragedias, de miserias, de maltrato, etc., y esto, hasta el punto de llevarles a cuestionarse muy seriamente la validez y la actualidad de las promesas que nos encontramos en el texto bíblico.
Los tiempos que vivimos no nos proporcionan demasiadas alegrías, y muchísimo menos, muchas evidencias de que las promesas que Jesús hizo a los suyos estén teniendo un cumplimiento real.
Por otro lado, estamos tan acostumbrados a que se nos hagan tantas promesas baldías que no se cumplen, y que sólo sirven para manipularnos, adormecernos, dominarnos y paralizarnos, que nos hemos acostumbrado a que se banalicen y a banalizarlas hasta el punto de perder todo su contenido, toda su fuerza y toda la esperanza que deberían producir en nosotros.
Juan 14, 1-14 es uno de esos textos en el que Jesús hace una serie de promesas que hemos banalizado hasta la extenuación, pero que nos da algunas claves que nos servirán de gran ayuda para evitar, en la medida de lo posible, seguir haciéndolo.
1. El primer acto de banalización del que somos responsables en lo que respecta a las promesas de Jesús es pensar que son individuales, y que son personales e intransferibles. ¡Grave error!
“No os angustiéis: creed en Dios y creed también en mí.En la casa de mi Padre hay muchos lugares donde vivir; si no fuera así, no os habría dicho que voy a prepararos un lugar. Y después de ir y prepararos un lugar, vendré otra vezpara llevaros conmigo, para que vosotros también estéis donde yo voy a estar. Ya sabéis el camino que lleva a donde yo voy.”
Tomás dijo a Jesús:
–Señor, no sabemos a dónde vas: ¿cómo vamos a saber el camino?
Jesús le contestó:
–Yo soy el camino,la verdad y la vida.Solamente por mí se puede llegar al Padre.Si me conocéis, también conoceréis a mi Padre; y desde ahora ya le conocéis y le estáis viendo.” (vv. 1-6).
Si nos fijamos bien, el texto está redactado en clave comunitaria y, por tanto, esas promesas no se me hacen a mí exclusivamente, sino al conjunto de la comunidad, o si lo preferimos, a la totalidad del pueblo de Dios. No hace falta ser muy inteligente, ni saber mucho de gramática, para darse cuenta de que todos los verbos están en plural. Jesús no se dirige sólo o exclusivamente a Tomás, o a Felipe, o a Pedro; Jesús está hablando con el grupo en su conjunto, algo bastante evidente si atendemos al contexto inmediato. En el capítulo 13, el Maestro ha lavado los pies de los discípulos como ejemplo supremo de cómo debe articularse la vida comunitaria (13,1-17), pero sabe que hay alguien que no juega limpio, y se angustia, y comparte que en el grupo hay un traidor. Y en unos momentos tan complicados, nos ofrece una manera brillante de superarlos: “…que os améis unos a otros; que como yo os he amado os améis unos a otros.”, como una seña de identidad de sus seguidores y seguidoras. Acto seguido anuncia la negación de Pedro.
Y en ese contexto de conflicto en el que el grupo está compartiendo la mesa (signo supremo del hecho comunitario), Jesús hace una serie de promesas a los suyos, que tienen que ver con:
*La existencia real de un lugar llamado “esperanza”: “En la casa de mi Padre hay muchos lugares donde vivir; si no fuera así, no os habría dicho que voy a prepararos un lugar. Y después de ir y prepararos un lugar, vendré otra vez para llevaros conmigo, para que vosotros también estéis donde yo voy a estar.” (vv. 2-3).
*La existencia real de un lugar llamado “acción positiva”: “Os aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago; y hará otras todavía más grandes, porque yo voy al Padre.” (v. 12).
*La existencia real de un lugar llamado “cambio radical”: “Y todo lo que pidáis en mi nombre yo lo haré, para que por el Hijo se manifieste la gloria del Padre. Yo haré cualquier cosa que me pidáis en mi nombre.” (vv. 13-14).
Resulta notorio que estas promesas que Jesús hace al conjunto de su pueblo se fundamentan en su unión con el Padre, en el profundo conocimiento que tiene de Él y en su propia experiencia de vida.
Por tanto, es evidente que no se trata de promesas hechas en el vacío, al estilo de los políticos y “especies varias”, sino que están construidas sobre un fundamento firme, una profunda comprensión del Padre y una existencia absolutamente comprometida.
Y es ahora cuando no tenemos más remedio que hacernos algunas preguntas: ¿Qué es lo que está fallando? ¿Por qué nuestra experiencia vital de las promesas de Jesús no es exactamente la que esperamos?
2. La respuesta a las preguntas anteriores es muy sencilla
“Si me conocéis, también conoceréis a mi Padre; y desde ahora ya le conocéis y le estáis viendo.
Felipe le dijo entonces:
–Señor, déjanos ver al Padre y con eso nos basta.
Jesús le contestó:
–Felipe, ¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros y todavía no me conoces? El que me ve a mí ve al Padre: ¿por qué me pides que os deje ver al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las cosas que yo os digo no las digo por mi propia cuenta. El Padre, que vive en mí, es el que hace su propia obra. Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; si no, creed al menos por las propias obras.” (vv. 7-11).
Si atendemos al texto la respuesta es que no somos realistas. ¿Y eso por qué? Porque si somos sinceros, en realidad no nos creemos ni una sola palabra de lo que se nos está diciendo. Lo cual quiere decir que volvemos a banalizar las promesas de Jesús trasladándolas a un supuesto estado metafísico que nada tiene que ver con nuestra propia realidad; una realidad que debemos afrontar y confrontar.
La experiencia real de las promesas de Jesús requiere seguir un camino de verdad y de vida que él mismo nos ha marcado y que se identifica con su propio destino. Como nosotros, los discípulos no entendían muy bien lo que Jesús les estaba diciendo, y por eso le preguntan y le piden que les conceda una especie de conocimiento especial. Por ejemplo, Felipe, de una forma muy atrevida le dice: “Señor, déjanos ver al Padre y con eso nos basta.”, pero Jesús le ofrece una respuesta realista: nada de visiones, experiencias o conocimiento especiales, “El que me ve a mí ve al Padre: ¿por qué me pides que os deje ver al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” Así que nada de experiencias extrasensoriales, por lo que la conclusión es clara: “… creed al menos por las propias obras.”
La repercusión de esta explicación es impresionante, y las consecuencias más impresionantes todavía: La experiencia real de Dios es inexistente si no hay un camino, una verdad y una vida que hagan posible dicha experiencia, y eso sólo será posible en el contexto de la vida comunitaria como el lugar en el que se hace el camino, se construye la verdad y se vive la vida tal y como Jesús nos enseñó, y siguiendo su ejemplo.
Lo que se ha dicho, hace posible que la comunidad, el pueblo de Dios, sea como su Maestro, camino, verdad y vida en continuo crecimiento en un mundo en ruinas como el nuestro.
3. Pero, la falta de fundamento firme y de un realismo capaz de ofrecer respuestas efectivas nos lleva a una tercera banalización de las promesas de Jesús: una clara incapacidad de actuar de forma positiva en lo que respecta a la realización eficaz de nuestras expectativas. Y esto está directamente relacionado con el papel que le otorgamos a la oración y lo que creemos que ella puede proporcionarnos:
“Os aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago; y hará otras todavía más grandes, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre yo lo haré, para que por el Hijo se manifieste la gloria del Padre. Yo haré cualquier cosa que me pidáis en mi nombre.” (vv12-14).
Nos han enseñado, y así lo hemos interiorizado, que la oración es un acto pasivo –individual, por supuesto- en el que nosotros sólo pedimos y Dios satisface todos nuestros deseos, por peregrinos, irreflexivos o irreales que sean. Al fin y al cabo, esa es la promesa, ¿no? “… todo lo que pidáis…”. Sin embargo, y desgraciadamente, nuestra realidad contradice absolutamente esa promesa –al menos tal y como la entendemos- tan categórica de Jesús. ¿Qué pasa, entonces? ¿El Maestro es un mentiroso? ¿Es en realidad él el que banaliza su discurso haciendo promesas que no sabe, no puede o no quiere cumplir? ¿O, tal vez somos nosotros los únicos y verdaderos responsables de dicha banalización porque a lo mejor no hemos entendido exactamente en que consisten las condiciones de posibilidad del cumplimiento de dichas promesas?
La respuesta es clara: ni Jesús es un mentiroso, ni su discurso es banal. En mi opinión el quid de la cuestión está en el camino, verdad y vida que nos proporcionan el fundamento firme y la capacidad de una acción positiva que, siempre en el contexto de la experiencia comunitaria, harán posible que nuestras expectativas en cuanto al cumplimiento de las promesas de Jesús sean creíbles.
Jesús dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”; él ha ido al Padre, y ahora es la comunidad la que debería ser capaz de repetir y encarnar dichas palabras. Es nuestra responsabilidad, es nuestro privilegio y es nuestra única esperanza de que veamos cumplidas las promesas de Jesús de Nazaret, sin banalizarlas, para que sigan siendo “… apoyo poderoso de mi fe” durante muchas generaciones más.
Nota: Este es un sermón compartido en el mes de junio en la Església Evangèlica Betel de Hospitalet (Barcelona).
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