Posted On 07/06/2014 By In Teología With 4473 Views

La Belleza de Dios

La teología de la gracia y la gracia de la teología:[1]  Desde hace muchos años me he sentido convencido, con cada vez más convicción, de que la teología evangélica, como teología de la sobreabundante gracia de Dios, debe sobreabundar también con gracia en su estilo teológico. El paradigma cristológico para todo teólogo es el Verbo encarnado, que vino «lleno de gracia (incluso su aspecto estético) y de verdad (aspecto ético) de modo que en él «vimos la gloria de Dios» (Jn 1.14).  Más allá de la ley -o de nuestra seca teología sistemática-, Cristo trajo la gracia y la verdad de su Padre, «y de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia» (1.16s).

La gracia es más que un concepto teológico abstracto; implica amabilidad, belleza, encanto.  Según el profesor H. H. Esser de Muenster, «los términos de la raíz griega jar indican lo que produce agrado» (Coenen 2:236).[2]  En griego clásico, muchas veces jaris era intercambiable con jara (gozo) y jairô (gozar), para referirse a lo que se deleita en lo bello.  Se usaba para expresar la hermosura de una mujer bella, como la esposa de Hefaisto, o para «las siete Gracias» que repartían la belleza, la elegancia y el encanto entre los seres humanos.[3] A veces describía una manera hermosa y agradable de hablar, un lenguaje encantador (Lc 4.22; Col 4.6; Ef 4.29).

El teólogo contemporáneo que más ha reflexionado sobre la belleza de Dios, y por eso la de la teología, es Karl Barth, sobre todo en su exposición de la gloria de Dios (Church Dogmatics II/1 640-677).  Barth ve la belleza de Dios subordinada a su revelación, como «la figura y forma» de su auto-manifestación, «con la que nos ilumina y nos convence y nos persuade»[4] En su revelación, «Dios es bello, divinamente bello, bello a su propia manera» (650). «Dios actúa como aquel que da placer, crea deseo y la premia con el goce de lo deseado» (651).  Dios se revela así y actúa así, porque es así, porque es bello y deseable, lleno de goce (ibid).

Siglos antes de Karl Barth, San Agustín expresó esta verdad en un testimonio conmovedor, citado por Barth en su exposición:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva (pulchritudo tam antiqua et tam nova), tarde te amé!  He aquí, tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba, y sobre esas hermosuras que tú creaste me arrojaba deforme. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo.  Me tenían lejos de ti aquellas cosas, que, si no estuvieran en ti, no existirían.  Pero tú llamaste y clamaste y rompiste mi sordera.  Relampagueaste y resplandeciste y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste fragancia, la respiré y anhelo por ti. Gusté y ahora  tengo hambre y sed de ti. Me tocaste, y encendí en deseos de tu paz. (Confesiones 10:27).

Aquí encontramos la razón más profunda, fundamentada en la misma persona de Dios, para la estética del discurso teológico evangélico. Como reflexión sobre la gracia y la gloria de Dios – y ojalá, reflejo de ellas – la teología debe ser la más bella de todas las disciplinas intelectuales. Tradicionalmente, se ha descrito como «la reina de las ciencias «,[5] pero casi siempre por la coherencia y la simetría de su sistema racional. Con todo aprecio por el valor estético de una buena argumentación (cf. Anselmo, Cur Deus homo 1.1), es un error ver «el sistema» como el fin y meta del teologizar o de quedar embelesado sólo por el brillo racionalista de esa forma tradicional de hacerlo. Más  bien y sobre todo, su belleza debe reflejar la hermosura de la gracia y la gloria del Dios sobre quien reflexiona y a quien adora.

La teología, sin perder su rigor intelectual, está llamada a ser un acto de adoración. Desde el día de Pentecostés, los teólogos tenemos la tarea, con los carismas que el Espíritu reparte, de explicitar ante las naciones «las maravillas de Dios» (magnalia dei, Hch 2.11). La teóloga también está llamada a adorar y servir a Dios «en la hermosura de la santidad» (Sal 29.2; 96.9; 110.3). El anhelo, la tarea y el privilegio de los teólogos es el de «estar en la casa de Yahvéh… para contemplar la hermosura de Yahvéh, y para inquirir en su templo» (Sal 27.4). La teología debe vivir en continua actitud de adoración.

La seriedad académica de la teología, su veracidad y su criticidad, no deben apagar el aspecto de asombro y maravilla en el teologizar.  Se ha afirmado, creo que con razón, que tanto la filosofía como la teología nacieron del asombro: la filosofía, con Tales de Mileto, ante el misterio del cielo y las estrellas; la teología, con la fe, ante el misterio de Dios y la salvación. En cambio la modernidad, a partir de Descartes, suplantó ese punto de partida por otro, que era la duda.[6] Aunque esa premisa cartesiana de la duda metódica puede tener mucho valor para otras disciplinas, para la teología es una trampa fatal. La buena teología parte de la fe (Agustín, Anselmo), después sujeta sus conceptos a los fuegos del más riguroso examen crítico hasta forjar convicciones firmes, y termina de nuevo en asombro y adoración.

En el último análisis, el teologizar auténtico nace del amor – un profundo amor a Dios, a Cristo, al prójimo, al evangelio, a las escrituras, a la iglesia, al reino de Dios y (en nuestro caso) a América Latina.  Teologizar es obedecer el mandato del Señor, de amar a Dios con toda la mente (Mt 22.37) y de «llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Co 10.5).  El móvil supremo del teólogo sigue siendo el del gran teólogo misionero del primer siglo: «El amor de Cristo se ha apoderado de nosotros» (2 Co 5.14 DHH).  Para adaptar la descripción que hizo San Agustín del filósofo, podemos afirmar que verus theologus amator Dei est. El antiguo padre expresó con profunda emoción y transparente sinceridad su propia motivación teológica:

No es con conciencia dudosa, oh Señor, sino con certeza, que yo te amo. Heriste mi corazón con tu palabra y te he amado. Y de hecho, cielo y tierra, y todo lo que en ellos hay, por todas partes me están diciendo que te he de amar…Cuando amo a mi Dios, estoy amando una cierta luz, una cierta melodía, una cierta fragancia, un cierto manjar y un cierto abrazo – la luz y la melodía y la fragancia y el manjar y el abrazo en el alma, cuando en mi alma resplandece esa luz que no ocupa lugar, suena esa voz que no lo arrebata el tiempo; respiro esa fragancia que ningún viento puede esparcir; recibo ese manjar que no se consume comiéndose; reposo en el abrazo que nunca se disminuye por la saciedad. Todo esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.  (Confesiones, 10:6).

Todo teólogo es un amator Dei, un enamorado de Dios, y no tiene vergüenza de confesarlo sino que realiza todo su quehacer teológico desde ese pozo profundo de amor.

 

[1] Adaptado del artículo «Ética y estética del discurso teológico» en Haciendo teología en América Latina pp. 23-46, donde ampliamos más el concepto.

[2] La familia semántica de jar incluye jaris, jarizomai, jaritoô, jarisma y el opuesto a todo eso, ajaris.  Cf. eujaristos con sentido de placentero, agradable.

[3] H. H. Esser, «Gracia» en Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Lothar Coenen et al, ed. (Salamanca: Sígueme, 1980), tomo II, p.237.

[4] Con subordinar la belleza de Dios a su revelación, Barth evita cuidadosamente cualquier «esteticismo» que pretendería divinizar la belleza o poner encima de Dios una norma de belleza a la cual el correspondería para ser bello. Barth insiste en que la belleza de Dios no pertenece a su esencia divina sino a su revelación (652).

[5] De todos modos, más que reina, la teología debe ser sierva, siendo a la  vez reina de belleza.

[6] Soren Kierkegaard, entre otros, elaboró este análisis.

Juan Stam

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