El tema de las comidas o de los banquetes no es inédito para el Nuevo Testamento. Su presencia se acentúa ya sea en imágenes metafóricas o reales en donde vemos que los creyentes se reúnen en la mesa o se utiliza esta para significar la presencia de Dios. Hay un aspecto que nos interesa para comprender la relación entre los tiempos del eschatón, la Eucaristía y los procesos de liberación, esto es, advertir que en los últimos tiempos la renovación de la creación se presentaría como un gran banquete, al cual estarían como invitados principales los excluidos del sistema.
Para comprender el tema de este banquete, presentamos el texto de Isaías que dice:
“El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará del país —lo ha dicho el Señor” (Is 25, 6-8)
Las imágenes que el profeta utiliza para significar el tiempo mesiánico hacen referencia a la abundancia, a la hartura que representan los manjares y los vinos. En el mismo momento del banquete las lágrimas de los tristes serán enjugadas, lo cual está en la misma línea de la justicia que Dios hará por aquellos que ahora son los participantes de la comida. La relación que el banquete mesiánico establece con los procesos de liberación consiste en que estos están contenidos en esta comida en la que “rigen relaciones de solidaridad, donde se expresa la acogida, la reciprocidad generalizada, la igualdad y el perdón” (Aguirre, 1994, p. 56), características que son retomadas en la praxis de Jesús como veremos a continuación.
Las comidas en las que Jesús participa, las que él mismo convoca o las que están dentro de su discurso parabólico, comportan acercarse o pasar a la orilla de los excluidos, abandonando los parámetros sociales normales y optando por los lugares de discontinuidad. Queremos presentar dos textos bíblicos de Lucas en los que figura el tema de la comida o la fiesta. Los textos escogidos son el encuentro con Zaqueo y el relato parabólico del banquete escatológico.
En el relato de Zaqueo, éste ofrece una comida, la cual, y sumado al encuentro con Jesús, provoca la conversión del pecador. En dicha situación Jesús declarará; “hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9-10). En tiempos de Jesús, los publicanos eran personas vistas como traidores a la patria por el trabajo de recolección de tributos para el imperio romanos. Jesús transgrede la norma de no relacionarse con esta clase de gente, entra, se hospeda en la casa y come de la misma mesa. Zaqueo, el excluido, ahora goza de la mesa común con Jesús.
El segundo relato es el banquete escatológico (Lc 14,15-24). En él se presentan dos grupos de invitados, a saber ‘los que se excusan’ y los ‘excluidos convidados’. El primer grupo representa a aquellos que están atados a las ideologías imperantes entre las que se destaca la económica. Este primer grupo es el que se autodeclara justo, el Israel que fue invitado por el dueño del banquete pero que se excusó. Por el contrario, el segundo grupo está identificado con distintos rostros, entre los que se encuentran “los pobres y lisiados, y ciegos y cojos” (Lc 14,21), los cuales están en “las plazas y las calles de la ciudad (…) los caminos y cercas” (Lc 14,21.23). Ahora los invitados que se sientan en la mesa del banquete escatológico son todos aquellos que por el sistema fueron excluidos y arrinconados a los lugares de discontinuidad. El hombre que preside la fiesta se atreve a romper todos los esquemas y “hace entrar en el banquete a la no-elite urbana y a los sectores más marginados (…) Este señor no ofrece garantías: es capaz de invitar a gentes de las más diversas procedencias” (Aguirre, 1994, p. 88).
Estos rostros que aparecen en la parábola son los mismos que figuran en los anuncios de los tiempos mesiánicos, ya sea del Magníficat -donde figura que Dios hace justicia levantando a los humildes y colmando de bienes a los pobres-, o en el anuncio programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando se apropia del mensaje de Isaías por el cual se anunciaría a los pobres la Buena Noticia por medio de la liberación y los milagros a favor de ellos. A través de la mediación de este banquete, se provoca la liberación en la reinversión de la historia cuyos protagonistas son los pobres. Con esto Jesús provoca “una nueva y desconcertante experiencia de Dios. En nombre de Dios, no legitima el orden social establecido —teocrático, por cierto—, sino que impulsa su trastrueque profundo, que permitirá la reintegración de los excluidos y marginados del sistema” (Aguirre, 1994, p. 30). Esta reinversión de la historia, tan característica de Lucas, es lo que se proclama como proceso de liberación, en el que los publicanos, las prostitutas, los enfermos, son los que gozan de los primeros puestos en la mesa del Reino. Toda esta praxis de sentarse a la mesa de los marginados llegará a su plenitud con la Eucaristía, banquete de los tiempos nuevos que libera desde el perdón y la inclusión.
En esto cabe repetir la pregunta que Leonardo Boff se planteó, a saber, ¿cómo celebrar la Eucaristía en un mundo de injusticias? (Boff, 1986, p. 101). Aquí vemos una dicotomía en el sentido de la presencia de la Eucaristía como sacramento de liberación por la resurrección de Jesús y el mundo que aún sigue crucificado por causa de la injusticia. La transversalidad de los signos de opresión, injusticia y muerte son hechos innegables. En nuestro continente latinoamericano, estos temas están significados en los más diversos rostros, ya sea de los indígenas, de las mujeres, de los cesantes, las culturas campesinas, los estudiantes, los violentados por las dictaduras económicas, políticas, sociales o por las ideologías religiosas. En este contexto de muerte, se sigue actualizando la Eucaristía como signo de vida y liberación. El amor, que la entrega de Jesús en el pan y el vino simbolizan, se contrapone al odio que los poderosos de la tierra practican contra los débiles. Mientras en nuestros templos y comunidades se consagran las especies, en nuestras calles, poblaciones, campos y ciudades, los Cristos olvidados siguen sufriendo la cruz que se les impone. Si la comunidad desconoce que aún el Gólgota se sigue actualizando, la Eucaristía como anticipo de Resurrección y vida liberada pierde todo significado y termina convirtiéndose en un mero repetir mecánico de palabras sin sentido, y la celebración comunitaria que representa la alegría, la fe y la esperanza, termina por ser un espectáculo más. Es necesario volver a la humildad que comporta el vino y el pan. En la sencillez del alimento, del estar con mi hermano sentado a la misma mesa compartiendo la vida y siendo consciente de que afuera hay muchos que son excluidos generando espacios de liberación, ahí se provoca el milagro eucarístico.
Jesús en el simple hecho de acercarse a la mesa de los pecadores, a los lugares de discontinuidad y exclusión, nos invita a nosotros, concreción histórica de su presencia, a cruzar a la otra orilla, a aquellos lugares que por los parámetros normales son ignorados. Por eso, “participar en la comunidad cristiana implica romper con los valores establecidos en la sociedad” (Aguirre, 1994, p. 88). Si esta comunidad no provoca la conversión y colocarse en sintonía con el Evangelio de los pobres, la liberación no actúa de manera concreta y se queda en el mero discurso retórico. Esta ruptura con los parámetros normales significa que la comunidad debe ser “abierta e inclusiva, que deja sin valor las normas convencionales de honor y de pureza y, por tanto, abate las fronteras del propio grupo, podrá ser también acogedora de los paganos” (Aguirre, 1994, p. 89). Apertura que no está exenta de murmuraciones o temores, y esto porque el mismo medio nos impone mantenernos en una línea lo más alejada posible de los problemas sociales y acatar todo lo que ella nos dice. Por esto, la acción de Jesús siempre es desconcertante y revolucionaria. Fue el primero en alzar su voz denunciando los atropellos a la dignidad que los pobres sufrían y aún sufren en las plazas y calles de la ciudad, en los caminos y en las cercas. No tuvo miedo de optar por los pobres, atrevimiento que le costó la vida.
Resuena en nuestro mundo el grito desgarrador del Salmo 22 “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Sal 22,2), como una queja que reclama nuestro compromiso desde la renovación que comporta la Eucaristía. Y es interesante comprender que en este mismo salmo se presenta la dicotomía del sufrimiento y la esperanza del pobre. En relación con esto último nos dice el mismo salmo: “Los pobres comerán, hartos quedarán” (Sal 22,27), clara alusión al banquete mesiánico y a lo que debe ser la praxis cristiana fundada en el amor y urgida por la justicia. Debemos proponernos como iglesias estar en los lugares ignorados partiendo, para esos pobres concretos, el pan de los hijos, el cual provoca la liberación desde la justicia y la inclusión. De esta manera el Evangelio se hace carne y actualiza la liberación que representa la entrega de Jesús en la celebración Eucarística.
Referencias.
– Aguirre, R. (1994). La mesa compartida. Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales. Sal Terrae: Santander.
– Boff, L. (1986). Teología desde el lugar del pobre. Sal Terrae: Santader.