Hace ya unas décadas que los ámbitos académicos explican nuestra realidad a través de una sumatoria de “pos”: posmoderna, posmetafísica, postsecular, posmarxista, posfeminista, poscolonialista, poscristiana, poshumana… Sin embargo, estos “pos” no se refieren a la superación o, menos aún, a la anulación de las temáticas aludidas por los términos a los que acompañan. En realidad, son recordatorios de las limitaciones y las restricciones del pensamiento occidental dominante; dan cuenta de la crisis de los modelos explicativos de esta cultura que funcionaron, no sin fisuras, por largo tiempo y comenzaron a ser criticados y desmantelados mayormente a partir del siglo pasado. La academia ha producido y continúa produciendo información sobre tal fenómeno, tanta, que discutir su estatus huelga, más aún, ya parece haberse agotado (de hecho, algunos opinan que lo “pos” ya fue). De todos modos, arriesgo la idea de que en el campo de la educación teológica en América Latina es necesario demorarnos aún en el escenario de esta condición y sus desafíos. Se trata de una invitación a reconocer, para poder habitar creativamente, las tensiones implicadas en el esfuerzo de dar sentido al flujo de la existencia en un terreno de incertidumbres constantes.
Existen malentendidos alrededor de la “condición pos,” sus implicaciones teológicas en general y en lo que se refiere a la educación teológica, en particular. Tales malentendidos conducen a esta última tarea por caminos que se rehúsan a reconocer los desafíos, agotando toda energía en una inconducente puesta en escena. De aquí, algunos extravíos importantes que resurgen ligados profundamente a la modernidad –a pesar de ser producidos en el siglo XXI– recreando insistentemente lo mismo: versiones remozadas de fundamentalismo o de fundacionalismo. No importa cuán pintorescos sean los barnices que adopte para tornarse atrayente, la enseñanza teológica inspirada en uno u otro de estos dos énfasis esquiva ineludiblemente lo que le es más propio como disciplina: a saber, una responsabilidad histórica activa ante una herencia, una tradición, unos textos. El fundamentalismo, aterrorizado ante el cambio, congela algunas interpretaciones y algunas prácticas confundiéndolas con la enunciación perfecta de herencia, tradición y escrituras –y esto se da en manifestaciones no necesariamente incendiarias o con uso florido de las formas cómodamente reconocidas como “intolerantes.” El fundacionalismo, con una vergüenza muy moderna, fundamenta interpretaciones y prácticas en los discursos “objetivos” prestados de la filosofía y/o de las ciencias otorgando a herencia, tradición y escrituras un respetuoso (a veces no tanto) rol ornamental. Desafortunadamente, ambos casos son ejemplo de irresponsabilidad hacia una tarea. Si ser responsable es responder “a” y responder “de,” difícilmente se pueda responder “a” repitiendo continuamente formulaciones petrificadas, ni responder “de” partiendo de la desestimación y el desconocimiento de eso propio, echando mano de argumentos ajenos.
En este sentido, ¿qué sería, entonces la condición “pos” bien-entendida? Para expresarlo brevemente, sería una condición que pone de manifiesto las limitaciones del pensamiento dominante occidental así como aparece plasmado en las disciplinas y las ciencias, la teología cristiana incluida. Esto entendido no como un acto de destrucción, sino más bien, como un dar cuenta de especificidades y logros, poniendo a cada uno en su lugar. Tal escenario se hace posible porque la condición “pos” ya ha sido pulida por varios “giros” y asume que estamos en universos sin discursos absolutos: nos movemos entre afirmaciones contextuales, mediaciones ineludibles y paradigmas cambiantes.[1] En este particular paisaje las peleas entre fe y razón, teología y filosofía o, teología y ciencia, han dejado de tener sentido ya que ambos lados de tales oposiciones se reconocen como constitutivamente ligados y los terrenos de la confrontación han sufrido un saludable desplazamiento.
¿Qué nuevas posibilidades y retos abre esto para la educación teológica? En primer lugar, anuncia la posibilidad para un encuentro de iguales, una cierta democracia de saberes que sólo se mantiene a través del convencimiento de que nadie tiene “la” clave y, por lo tanto, cada uno asume para sí, y recuerda a los demás, limitaciones y posibilidades. Por otra parte, despierta a la tarea teológica de sopores confiados ya que el reconocimiento de que las disciplinas que florecieron en la modernidad hayan producido saberes desde siempre fisurados y restringidos no significa que sus aportes deban ser desestimados e ignorados. En un mundo “pos” la enseñanza teológica continúa siendo desafiada por las décadas de elaboraciones a la luz de los pensamientos críticos que la modernidad misma secretó confrontando imperialismo, colonialismo, clasismo, racismo, sexismo… Pero ahora, es el momento de actuar en los desplazamientos que la relectura de herencias, tradiciones y textos a la luz de lo previo deja al descubierto: Habitamos lugares cambiantes, recibimos y transmitimos interpretando, usamos siempre lenguajes prestados, y todo esto, a través de dinámicas que tienden al dominio, a la apropiación y a la exclusión.
Para sacar unas pocas ideas en limpio, ante estos desafíos, la educación teológica debería ser, por un lado, ineludiblemente interdisciplinar, mal que le pese a las tendencias fundamentalistas; también,ineludiblemente “pos” en lo que hace a la demarcación crítica del conocimiento científico y la revalorización sobria del discurso religioso. Por otra parte, la educación teológica debería ser ineludiblemente teológica, imposible sin escrituras, dogmas, confesiones y tradiciones –a pesar de las ansiedades fundacionalistas. La condición “pos” invita a la teología a recuperar su sobriedad y a delimitarse. Esta delimitación involucra un movimiento complejo de auto-reconocimiento, reconocimiento de lo otro y apertura. La tarea de autorreconocimiento significa que la educación teológica debe permitir explorar críticamente la riqueza, historia, fallas, triunfos, encuentros, desencuentros y horizontes del cristianismo como herencia que genera un saber –de ahí, la validez de esfuerzos propios para explicar realidades que otros saberes visitan de otro modo desde sus parcialidades. El reconocimiento de lo otro significa que la educación teológica debe aprehender críticamente lo que otras disciplinas y ciencias producen y ponen a disposición. La apertura significa el desafío de limitar y ser limitada sabiendo que responde “a” y “de” algo que la excede. Estos dos últimos movimientos implican el asumir un estado de traducción constante, donde las “lenguas madres” son siempre ya interpretación pero constituyen los espacios que se habitan sin chauvinismos ni vasallajes.
En fin, las “nuevas coyunturas interdisciplinarias” para la educación teológica en una “condición pos” están dadas para que las cosas vayan de la mejor manera. A saber, para que la educación teológica se realice con el amplio convencimiento de que la teología necesita ser con otros saberes porque es una disciplina entre otras muchas: nada más pero tampoco nada menos.
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[1] Sobre el giro hermenéutico, el giro lingüístico y el giro revolucionario en el trasfondo de la condición “pos” ver John D. Caputo, Philosophy and Theology, Nashville, Abingdon Press, 2006, 47-48.
Nota: Publicado en Servicios Pedagógicos y Teológicos