Intervención del pastor Víctor Hernández en un taller impartido, junto al profesor Jaume Botey, en el contexto del Forum Catalán de Teología y Liberación
Tal vez es poco sabido, pero entre los “iniciadores” de la teología de la liberación en América Latina hay una serie de teólogos protestantes (José Míguez Bonino, Julio de Santa Ana, Richard Shaull, Rubem Alves, Emilio Castro, Raúl Macín, Valdo Galland, Julio César Mota). Entre ellos, Rubem Alves es una rara avis porque, además de teólogo, es psicoanalista y escritor de historias para niños. Hay un texto que Rubem Alves leyó cuando se celebraron los 450 de la Reforma Protestante en Ginebra; comparto unos extractos del bello texto de este presbiteriano brasileño:
El protestantismo es un sueño para mí. Lo amo porque cuando soy poseído por sus símbolos, siento que mi cuerpo se hace más ligero y casi vuela […]
Amo el recelo calvinista hacia todas las formas de idolatría […]
Amo el cuidado calvinista por la creación de Dios […]
Amo, además, le belleza de la soledad profética […]
Ustedes saben: estos no son hechos; no son pedazos de la tradición o de las instituciones protestantes. Son visiones, símbolos de los objetos de nuestro deseo, nombres de nostalgias…
Si el protestantismo aún es joven…
Si aún tiene el poder de seducir…
Si es tan fuerte como para poseer cuerpos y hacerlos bailar, volar y luchar.
Todo depende de su poder para hacer que otras religiones y tradiciones sueñen. Tal vez no se conviertan al protestantismo, pero es seguro que se volverán más ligeras…1
Si hay un tipo de tradición profética que me gustaría evocar (y convocar con vosotros hoy, aquí) es la que expresa Rubem Alves, que podríamos enunciar como la imaginación poética, el amor por las primeras ilusiones de las tradiciones del presente, la soledad del profeta. Intentaré explicarme brevemente.
Profecía como imaginación poética
La imaginación poética de la que casi siempre habla Rubem Alves es la capacidad revelatoria que tienen las palabras y los sueños, las visiones que a veces llegan a reflejarse en algunas ideas teológicas. La teología (según la teología de la liberación) se articula, o se tendría que articular, después de la vida o al menos detrás suyo, como “acto segundo”, es decir como una meditación en torno a la vida práctica, donde la fe se vive en la cotidianidad. Por ello, las palabras de la teología son liberadoras cuando invitan a mirar esa realidad desde otro lugar. Ese otro lugar es la crítica y la provocación que nace de la locura de los profetas. Y es una locura porque su punto de vista está fuera de la normalidad, de lo ya dado. Y lo “ya dado” se configura como realidad institucional.
En esto, las iglesias evangélicas o protestantes, por muy breve que sea su historia o por minoritarias que sean, son también instituciones que inevitablemente se adaptan al “status quo”, al orden establecido. Muchas veces no es tanto el vínculo con los poderosos, sino la conformidad con las visiones y prácticas de ese orden social. En las iglesias evangélicas ocurre también esa reproducción social de la injusticia, de las simulaciones que la institución tanto busca y ocurren, por supuesto, las exclusiones de los más débiles.
Los profetas no se ajustan a esas visiones realistas, no miran las cosas “con los pies en el suelo”. Los profetas son aquellas personas (mujeres u hombres) que hablan con un lenguaje extraño, no descriptivo, el lenguaje de la belleza, es decir el lenguaje poético. Y no hay que engañarse: ese lenguaje poético no oculta la fealdad de las injusticias ni el horror de la violencia. Pero es un lenguaje que dice con belleza el nombre verdadero que tiene el dolor: por ejemplo el malestar corrosivo que surge cuando no somos capaces de respetar o de comunicar respeto por quienes sufren y requieren ayuda2.
Es muy fácil caer en el error de los tópicos cuando nos encontramos con el prójimo y pretendemos ayudarles: cuando nos colocamos en el lugar de la superioridad podemos juzgar con facilidad a quienes intentamos ayudar. Por eso era tan sorprendente el anuncio profético de Jesús, quien llamaba bienaventurados a los pobres y les invitaba a compartir su pan con los demás. Su milagro de la alimentación a las multitudes es un poema de economía política.
Los profetas también suscitan sueños. Sus palabras toman las formas oníricas que juegan con el tiempo y el espacio, que permiten poner junto aquello que nuestros esquemas de la realidad distinguen y separan. Donde la justicia y la ley se separan, por ejemplo, los profetas hacen que se reúnan: nos hablan de un mundo donde las leyes y la defensa de los pobres no sean realidades antagónicas. Los profetas dicen que otro mundo es posible, pero también lo sueñan, lo imaginan. Y esas visiones son las que animan a otros a participar en los sueños, a tener sus propios sueños. Las visiones proféticas son las que hacen a la gente más ligera, o como dice Alves: más capaces de bailar, de volar y de luchar.
Esto lo hallamos en las iglesias protestantes o evangélicas en la gente que mantiene la alegría de la generosidad, que enfrenta las adversidades con un espíritu “que no es de éste mundo”. Recuerdo ahora a una mujer de una iglesia donde fui pastor 9 años, en la cd de México: tuvo 9 hijos y ningún marido. Fue una mujer obrera que sacó adelante a toda su familia, que se indignaba con las injusticias y luchaba solidariamente siempre que se le requería. Recuerdo un lema suyo, que habla de un tipo de dignidad muy especial: “pastor, a mi el hambre me tira, pero el orgullo me levanta”. Mujeres como ella son voces proféticas, son fuente de sueños de futuro.
Las ilusiones (olvidadas) de la tradición presente.
El segundo rasgo de ésta tradición profética es el amor por las primeras ilusiones de la tradición. Rubem Alves dice que ama el recelo calvinista hacia toda forma de idolatría, ama el cuidado calvinista por toda la creación de Dios (ese principio de Calvino de “solo Deo gloria”, que daba toda la relevancia ala soberanía de Dios). Pues bien, en la profecía hay ese retorno a los orígenes, hay un apego al “espíritu de la tradición” (no a la letra de la tradición). Porque la institución se ha olvidado de ese origen y ha cerrado las ventanas para evitar los vientos impertinentes, ha puesto guardianes en las puertas para vigilar y controlar la entrada o la salida de la institución. Pero los profetas no viven en los palacios ni en los edificios de reglas y formalidades institucionales (allí viven quienes ostentan cargos y se apropian de la mediación instituida), sino que los profetas viven afuera, en los márgenes.
Los profetas son hijos de las tradiciones, han crecido en ellas. Como aquellos profetas de Israel que venían del mundo sacerdotal (Jeremías, Ezequiel) o del mundo campesino (Amós, ¿Miqueas?), siempre de un entorno social concreto en el cual se habían formado3. Y, de alguna manera, su mirada mantenía una frescura ligada a la memoria viva de las tradiciones (no esa memoria de museo, de tumbas, que repite sin sentido la voz y las prácticas institucionales). Es entonces cuando las acciones proféticas recuerdan el pasado, toman pedazos de la memoria y las entregan a la gente para que alimente la esperanza de cambio, para que adquieran esa ligereza y se pongan en marcha, con menos peso, con más ánimo.
En las iglesias evangélicas se una y otra vez el lema “Ecclesia reformata, semper reformanda”. Sin embargo es, con no poca frecuencia, un lema muerto pues se repite como mera señal de identidad, sin que realmente ocurran cambios, o al menos se rechaza todo cambio que amenace la realidad institucional. Quienes hacen los cambios son otros, desde el margen, quienes se atreven a volar, sin miedo al viento misionero del Espíritu. Y generalmente son jóvenes o aquellos viejos en quienes pervive el espíritu joven que se abre a los cambios.
Y muchas veces los cambios requeridos no son otra cosa que la prioridad por la vida, la vida por encima de las normas o las “políticas correctas”, (que son las actitudes “políticamente correctas”). Aquí se me ocurre pensar en la experiencia del pastor José Míguez Bonino en su participación de “la defensa de los derechos humanos” en la década de los 70’s en Argentina, dentro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos: la suya fue una respuesta a la coyuntura de una dictadura militar, en defensa de la vida4. Entonces se dieron cuenta que podían defender la vida recurriendo a una base mínima de tipo jurídico: la constitución del país y la declaración universal de la derechos humanos de la ONU, la cual había sido firmada por Argentina. Es el caso de una lucha donde se reconoce el valor de una jurisprudencia mínima, en el caso de una situación extrema de violación de los derechos más básicos.
José Míguez Bonino ha reflexionado a partir de allí sobre la importancia de la ley, un tema poco trabajado en la teología de la liberación, mostrando cómo el anuncio profético hace posible un cambio en el orden social en el medio o largo plazo5: la actividad profética es una semilla que puede operar silenciosa pero efectivamente en los cambios sociales.
Esa es la esperanza de cambios en la historia. Al menos se halla en sintonía con la enseñanza de Jesús, quien habla del Reino con la imagen de la semilla de mostaza o la levadura (Mt 13), como indicio de que el Reino nace y crece a partir de las acciones pequeñas que se realizan en la vida concreta6, esa cotidiana pero transformada de los pobres que acogen con alegría el anuncio del Reino de Dios.
Profecía desde la soledad.
Y el tercer rasgo de esta tradición es la soledad del profeta. El profeta comienza su tarea en la soledad de esas llamas que le queman, ese fuego de la mirada nueva que le muestra otra dimensión de la realidad. El profeta es un visionario del presente, que mira el dolor afuera de los esquemas que encuadran el dolor, afuera de los estereotipos y que no puede callarse esa visión. Nadie más está a su lado, solamente hay gente herida. Pero es más intensa su soledad cuando se estrella con la indiferencia, el cinismo, las respuestas prefabricadas del realismo o la sensatez que le dicen que se calle, que no altere demasiado el orden presente. Que no olvide que la iglesia debe cuidar primero su imagen, su prestigio.
La soledad del profeta, como dice Rubem Alves, consiste en estar totalmente solo, con la última palabra, aquella que se tiene que decir para no morir, y aun si el mundo entero dijera que hay que callar, decirla, afuera de la infinita pasión que arde en los altares interiores del cuerpo7. En el profeta hay una cierta melancolía, bella y esperanzada, que no acepta el dictamen de la realidad, en el profetismo. Que se resiste al peso de las evidencias de los puntos de vista reconocidos como sobrios y correctos.
Quizás no haya que hablar del fin del profeta, porque en la tradición bíblica nunca es bueno, pero tampoco es diferente la suerte de Jesús de Nazaret. Pero tampoco creo que la tarea profética tenga en sí misma una vocación de martirio. Más bien es un aprendizaje de los límites propios: -dice Alves- Amo también el gusto calvinista por dormir bien… Recuerdo que hace muchos años, en mi país [Brasil], durante los días más oscuros de la represión [la dictadura militar en los 70’s], que no podía dormir, tenía demasiado temor y ansiedad. Vivía en un departamento. Caminaba hacia la ventana, alrededor de las 2 A.M. Vi la ciudad entera, en medio de un gran silencio. Me quedé así por largo rato. Y de repente estas palabras acudieron a mi mente: «Rubem, tú no estás a cargo del mundo…» En ese momento sentí la gracia de la esperanza calvinista en la Providencia: no hemos sido abandonados. Porque Dios está a cargo, nuestros errores no son fatales… Le dejamos entonces las tareas imposibles y luchamos por cosas más modestas. Aprendemos, así, que es muy bueno ser un simple ser humano...
Quizás el final de un profeta no importa tanto, puesto que la tarea profética más bien se ubica en el presente: lo que importa es el momento actual, que se tiene que mirar de una manera crítica, e importa el porvenir traído al presente, como sueño que actualiza nuestro horizonte.
Es por ello que la profecía tiene esa misma soledad de los niños que miran la realidad por vez primera y sonríen ante su belleza, la soledad que no se asusta ni se desespera porque, una vez que ha mirado el fruto de la mano de Dios, aprende a confiar su porvenir en esa belleza que le atrae: el Reino que ya ha comenzado a germinar allí, delante nuestro.
1 R. Alves, “An invitation to dream”, en The Ecumenical Review, vol. 39, núm. 1, enero de 1987, p. 62. Traducción de Leopoldo Cervantes-Ortiz.
2 Cf. Richard Sennet (2003), El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, Barcelona: Anagrama.
3 Cf. Walter Brueggemann (1997), Teología del Antiguo Testamento. Un juicio a Yhavé, Salamanca: Sígueme, 2007. Pp. 653 – 681.
4 Cf. José Míguez Bonino “Notas autobiográficas de un recorrido pastoral y teológico”, en Guillermo Hansen (ed.) (2004), El silbo ecuménico del Espíritu. Homenaje a José Míguez Bonino en sus 80 años, Buenos Aires: ISEDET.
5 Cf. Poder del evangelio y poder político, Buenos Aires: Kairós, 1999. En éste pequeño libro, Míguez hace un esbozo de cómo la tarea profética se articula en cambios socio políticos a medio – largo plazo. Indica así la compleja relación de la ley con la justicia.
6 Cf. José Anotnio Pagola (2007), Jesús. Aproximación histórica, Madrid. PPC. En particular el capítulo 5 “poeta de la compasión”.