La crítica. El crítico. Lo criticado o los criticados (I)
Limitémonos al mundo protestante. No obstante, aunque hayamos trazado esos límites, quizás hagamos, de refilón, referencia a otros ámbitos sociorreligiosos.
Ha sucedido tanto en P+D como en la página web que lleva el nombre de “Sentir Cristiano”.
En el primero, los blancos de ataque (¡por una vez al “blanco” se le asigna el papel de “malo”!) han sido, en orden de lo leído por quien firma la presente nota, el Dr. Juan Antonio Monroy y la poeta malagueña Isabel Pavón Vergara. Al uno le cobran el haberse atrevido a sacar a la luz pública lo que suele suceder en las usualmente malqueridas asambleas de negocios que las iglesias evangélicas acostumbran celebrar. Y le dijeron que de esos asuntos no debería hablar por ese medio. A la otra, tratan de acallarla por osar criticar lo que acontecía en los cultos de su iglesia y de otras comunidades evangélicas. Y le recomendaron, entre otras lindezas, que si no estaba conforme con su iglesia se fuera y buscara otra… como si las iglesias fueran puestos de mercadillo que alguien va visitando uno por uno hasta encontrar lo que es de su gusto; o, lo que es peor, como si un miembro de una determinada iglesia no tuviera responsabilidad alguna de contribuir a su perfeccionamiento en el camino hacia la madurez. A ambos hechos nos referiremos en el transcurso de estas reflexiones. Como aquí no tratamos de hacer la apología de las personas mencionadas –ninguna de las dos la necesita; ni sería yo el indicado para hacerla–, aludiremos luego a lo relatado, sin mencionar a los autores de los artículos que han sido cuestionados.
1. La crítica
Comencemos por casa, ya que por casa deben comenzar la justicia y el amor. Es a saber, comencemos por los evangélicos. De entrada aclaramos que, para nosotros, “protestante” y “evangélico” son términos totalmente sinónimos en cuanto al “objeto” al que se aplican. Hay, entre esas palabras, matices que las diferencian, pero solo se trata de cuestión de énfasis que se explica por la diversa fuente de donde ellas provienen.
Por casa, pues.
He procurado inculcar en mis hijos y en mis alumnos (en las varias instituciones donde he tenido la responsabilidad y el privilegio de ejercer funciones docentes) un espíritu crítico, inquisitivo. Siempre gocé, y sigo gozando, de hacer el papel de abogado del diablo en conversaciones y discusiones académicas. He actuado así porque –permítaseme usar el título de un pequeño libro de John Stott– “creer es también pensar” (aunque no me agrade del todo ese “también”). Pero más allá de esa afirmación que une, en el ser humano, el creer y el pensar, veo, además, que el espíritu crítico (a lo que suelo referirme con la expresión “pensar con la propia cabeza”) permea todas las escrituras judeocristianas, eso que llamamos “Biblia”.
En efecto, sin acuciosidad crítica no habría habido profetismo en Israel y nos habríamos visto privados de esos extraordinarios textos de los grandes profetas de las Escrituras hebreas. ¿Quién habría sido Isaías –o los Isaías– sin esa actitud crítica, hurgadora de conciencias privadas y colectivas, frente a la realidad toda, incluida la religiosa o “espiritual”, que percibimos con meridiana claridad, por ejemplo, en los capítulos 1, 42, 57, de su inigualable obra? ¿Y quién Amós, Oseas o cualquiera de los otros a quienes honramos con el título de “profetas”? Estarían, probablemente, enterrados en los empolvados archivos de las gentes anodinas y olvidadas.
¿Y qué decir de los escritores de las obras sapienciales?
¿Y de Jesús? El látigo que hizo… y usó, las diatribas contra fariseos, escribas y doctores de la ley a quienes tildó de hipócritas y ladrones; las parábolas que dirigió a dirigentes religiosos a quienes igualó no a hijos pródigos sino a hermanos mayores refunfuñones, envidiosos y mezquinos, son testimonios más que fehacientes de su espíritu escrutador y crítico.
Y si se nos dijera que a fin de cuentas Jesús era Jesús, ¿qué de Pedro? No tuvo empacho, según se desprende de los discursos que se le atribuyen en el libro de los Hechos, al criticar a los propios dirigentes de su nación. Y a Ananías y Zafira los critica –y juzga– con inusitada dureza.
La lista podría extenderse y hacerse muy larga.
En fin, que vemos que a lo largo de toda la Escritura hay siempre presente un espíritu crítico. Las cosas, incluida la realidad, y lo que se dice de las cosas, no hay que “tragárselas” así como así. Deben analizarse, aplicarles criterio afinado, es decir, criticarse.
Aquí radica el problema.
Piensan muchos que criticar es ver solo lo malo que hay en alguna parcela de la realidad: una persona, una actitud, un objeto, una conducta, un sermón o discurso, un libro (que no es más que un discurso escrito) y un largo etcétera. Pero ni tiene que ser así ni es así. Eso es solo parte de la crítica. Añadamos, de pasada, que la crítica tampoco se identifica con la eulogía o encomio. Cada una tiene su lugar.
Acabo de leer estas sabias palabras del gran teólogo Hans Küng, en entrevista que le hizo Religión Digital:
Nunca he entendido la crítica de manera negativa, sino siempre como presupuesto de algo nuevo. Pero tampoco he entendido la eclesialidad como conformismo y dogmatismo teológico, sino como servicio a la Iglesia y a la comunidad de los creyentes.
Puede darse el caso de que, desde cierto punto de vista, no se perciba nada bueno en “algo”, digamos en una determinada actitud o acción. Es difícil encontrar algo positivo en lo realizado a impulsos del deseo de venganza, del rencor o del odio, por ejemplo. Pero el mal absoluto no existe, y en todo hay mezcla de bien y mal… o de mal y bien. (¿No fue Aristóteles quien afirmaba que el simple hecho de ser ya es un bien?). Lo positivo se mezcla con lo negativo. Es parte de la “tensión de los contrarios” que está en el núcleo constitutivo de la realidad, como sostenía el efesino Heráclito. Dios hace que llueva sobre buenos y malos. Y, en sentido estricto, Dios es el único absoluto (principio fundamental de la Reforma del siglo 16). Dios es el único absolutamente bueno (“Nadie es bueno, sino solamente Dios”: Lucas 18.19, Biblia Traducción Interconfesional). El diablo –demonio, Lucifer, Satanás y los mil y un nombres con que se conoce en la historia de las religiones–, como quiera que se lo interprete, no es Dios. En sentido estricto, ni siquiera un dios (aunque la Biblia lo llame, metafóricamente, “el dios de este mundo”, “el que domina este mundo”: 2 Corintios 4.4.; Juan 12.31).
La crítica consistirá, por tanto, en discernir, en aquel o aquello que se critica, lo encomiable de lo censurable, lo imitable de lo despreciable, lo válido de lo inútil, lo profundo y sólido de los superficial y huero. En fin, lo positivo de lo negativo.
[Nota al margen: Por lo que acabamos de decir, sorprende que el Diccionario de uso del español, de María Moliner, en su primera edición, tenga esta única definición del verbo “criticar”: “(de ‘crítica’) tr. Expresar un juicio desfavorable, decir faltas o defectos de una persona o de una actuación, obra, etc., de alguien”. E indica que tiene un significado aproximado a “censurar”. Tal definición está en discordancia con las definiciones que aparecen, en el mismo diccionario, de palabras de la misma familia (véase, por ejemplo: crítica, crítico, criticidad)].
“Debería señalarse con énfasis que la crítica por la crítica misma tampoco es una virtud en sí” (Glenn Greenwald:www.commondreams.org/view/2009/03/24-16).
Es aquí donde nos enfrentamos al meollo del asunto, al quid de la cuestión.
“Crítica”, “criticar”, “criterio”, “crisis” son palabras etimológicamente emparentadas. Todas provienen del verbo griego que significa “juzgar” (krínein), en el sentido de emitir juicio u opinión, considerar o estimar.
De ahí se desprende que, para ser crítico, en el sentido que hemos señalado, es necesario tener criterio. Y nadie tiene criterio para juzgarlo todo. Salvo Dios.
Tratemos de desenredar un poco el ovillo. O de enredarlo más.
En este asunto, la clave es la sabiduría. No se debe confundir la sabiduría con la inteligencia. Hay personas muy inteligentes, y muy poco sabias. Porque la sabiduría dice del bien, y hay inteligencia que lo es para el mal, para maquinaciones diabólicas. Un psicólogo amigo, ya fallecido, me dijo hace años que es interesante que en la Biblia nunca se nos dice que le pidamos a Dios inteligencia, pero sí que clamemos a él por sabiduría. Nunca lo he verificado, pero lo he dado por cierto, porque el amigo también había estudiado teología y Biblia. (Véase Santiago 1.5: “Si alguno de vosotros anda escaso de sabiduría [sofía], pídasela a Dios, que reparte a todos con largueza y sin echarlo en cara, y él se la dará”).
La sabiduría es la que nos permite desarrollar criterios para enfrentarnos a la realidad que nos concierne. Es lo que los griegos denominaban también con la palabra frónesis, un pensar prudente. Pero esa sabiduría no es un ente independiente: se desarrolla con el propio ser. La persona sabia es también, en el marco de sus posibilidades, persona que ha desarrollado sus capacidades intelectuales a base de dos ingredientes fundamentales: la experiencia y la formación (académica o empírica; formal o informal).
La crítica no es mera expresión de opiniones sin apoyatura, lanzadas al aire a la buena de Dios. Puede hacerse con autoridad solo desde la plataforma señalada. Y con esas herramientas pueden aplicarse criterios válidos para ejercer aquella.
Quien no tiene formación artística (que no es lo mismo que ser artista), no puede ser crítico de arte. Y así en todas las ramas del saber y de la experiencia. Pero de esto trataremos en la siguiente sección.