Hace más de diez años que, junto a la organización que dirijo -Otros Cruces-, trabajo en el campo del activismo en torno a temas como las diversidades, la inclusión y los derechos humanos, especialmente desde el impacto que tienen temas como lo religioso, la libertad religiosa, los regímenes de laicidad y las complejidades que emergen de la siempre problemática relación entre lo religioso y lo público en esos campos. Como creyente y teólogo, ha sido un camino plagado de aventuras, descubrimientos y recálculos, aunque no exento de grandes desafíos, frustraciones y decepciones, no sólo por la resistencia y sospecha que a veces subyace en el ámbito de la sociedad civil y los movimientos sociales frente a cualquier tipo de evocación a lo religioso o eclesial -¡y con mucha razón de ser!- sino también por confrontarme con las tristes consecuencias -en personas, instituciones o colectivos- del daño, el trauma, la discriminación y la violencia que se ejerce en nombre de la religión. También pude comprobar de primera mano las grandes limitaciones presentes en iglesias, comunidades religiosas y organizaciones basadas en fe en participar en estas instancias, a raíz de la falta de formación en temas políticos o la carencia de apertura y disposición a abrirse al otro y compartir espacios de diálogo e intercambio con voces diversas.
A pesar de todo, este transitar ha tenido un gran impacto en mi vida, a raíz de distintas experiencias que transformaron por completo mi comprensión de la fe, la eclesialidad y la espiritualidad. Vivencias que han ido más allá de una simple “aplicación” o “comprobación” de una visión teológica específica -incluso “progresista”-, como si la creencia fuera un objeto que sólo muta en su exterioridad, sin sufrir cambios en sus fundamentos o contenidos. Me refiero a algo mucho más profundo y hasta paradójico: han sido instancias que me han invitado a repensar y resignificar radicalmente algunos elementos que siempre creí fundamentales de mi cosmovisión tradicional de lo religioso, lo eclesial y lo creyente, desde los modos particulares en que estos elementos son resignificados en el mismo mundo del activismo, con sus particularidades, características y contenidos muy propias y originales.
Es así que entiendo estos espacios y grupos como instancias de eclesialidad, desde los cuales repensar la comunidad de fe (o la fe en la comunidad). También como locus de producción teológica, donde la reflexión no sólo cobra un nuevo ropaje “contextualizado” sino que brota como algo completamente nuevo, insólito, novedoso, mostrándome otro rostro de la espiritualidad y de la vivencia histórica de lo divino.
Por ejemplo, recuerdo aquel día que organizamos una mesa de alto nivel en Colombia -junto a embajadores, funcionarios/as y líderes de sociedad civil- para debatir sobre libertad religiosa en América Latina en el marco de actividades en un organismo multilateral. Al terminar las presentaciones, como parte del programa solicitamos a personas del público que eran creyentes, que compartan su testimonio como personas de fe comprometidas con la militancia y el activismo en diversos temas, como el cambio climático, la justicia social o los derechos de la comunidad LGBTIQ+. Al culminar las presentaciones y dar lugar al público presente que comparta sus pareceres y preguntas, pasó al frente un reconocido activista centroamericano que dice -parafraseando- lo siguiente:
No quiero hablar sobre la temática de la mesa -donde ya fue todo dicho- sino compartir una experiencia personal. Cuando tenía 18 años, me echaron de mi iglesia y hasta de mi familia por decidir compartir quién soy y qué pienso. Desde entonces, he comenzado mi vida como activista. Pero a lo largo de todos estos años, siempre me ha quedado en el corazón esa inquietud por lo que viví con la fe, con la iglesia, ya que para mí eran elementos muy importantes. Hoy, en este evento, al escucharles, puedo decir -20 años después de esa experiencia que viví- que finalmente me reconcilié con la fe. Al escucharles, me doy cuenta que es posible conciliar mi activismo con esa fe que es parte de mí. Nunca lo había visto así.
O aquella oportunidad que convocamos un encuentro entre voces religiosas y organizaciones de sociedad civil en Perú, donde llegó una coalición de activistas que eran reconocidos/as en el mundillo de sociedad civil por ser sumamente reaccionarios/as. Debo confesar que su arribo me provocó cierta inquietud ya que -me imaginé- serían sumamente críticos/as con lo que iríamos a exponer, a saber, la relación entre los derechos y la fe. Sin embargo, su reacción fue sorprendente para todos/as los/las presentes. Luego de las exposiciones, varias de las personas que pertenecían a esta coalición comenzaron a compartir, de forma catártica, sus dolorosas experiencias con iglesias cristianas (ya que más de la mitad provenía de familias evangélicas o católicas). Fueron testimonios impactantes e indignantes sobre abuso por parte de pastores y líderes, tratos violentos y discriminatorios de familias y “hermanos en Cristo”, ataques directos en nombre de la fe, expulsiones y prácticas de “disciplinamiento”, entre muchas vivencias crueles más que relataron.
Luego de escuchar por un extenso momento esas intensas historias, se crea un lapso de silencio. Un silencio pesado, angustiante. En ese momento, uno de los pastores que habíamos invitados tuvo la valentía de tomar la palabra y decir lo siguiente: “no se si esto ayuda en algo frente a lo que han relatado, pero siento pedirles perdón, en nombre de las iglesias, por toda la injusticia que han vivido”. El grupo agradeció el gesto y al final del encuentro nos confesaron que era la primera vez que compartían esas experiencias en público. Tanto la posibilidad de exhibir sus vivencias como las palabras de este pastor constituyeron un acto de liberación para ellos y ellas frente a ese dolor que cargaban de antaño. Al final del panel, este mismo grupo -de forma inesperada e incluso sin solicitarlo explícitamente- decidió acompañarnos para participar de una liturgia pública que llevamos a cabo, donde se involucraron muy activamente, levantando pancartas y compartiendo las oraciones.
Podría relatar muchas experiencias similares más. Tal vez la frase más representativa que cruza todas ellas es la siguiente: nunca había pensado en que se podía pensar la fe y la religión de esta manera. Esto me inspira a hacerme varias preguntas como creyente: ¿acaso este descubrimiento de una forma distinta de creer o estos momentos de renovación con las historias personales de fe no es un claro ejemplo de lo que en la tradición cristiana llamamos “evangelización”, es decir, recibir una “buena nueva”? ¿No representa un momento de “conversión”, de giro en el modo de ver las cosas, de irrupción de una novedad que cambia la forma de asumir la vida? ¿Acaso esos actos de confesión y reconciliación frente a los recuerdos dolorosos -muchos de ellos provocados en el mismo seno de las iglesias- no simbolizan la plenitud del perdón, del caminar pastoral y del rol de una comunidad de fe en el peregrinaje de la vida? ¿No es un modo en que se manifiesta lo salvífico como proceso de restauración, de renovación, de conversión frente a aquello que daña mi integridad y me permite abrir el camino hacia una novedad que me invita a conocer, ver, experimentar y encarnar lo que me plenifica? ¿No es el mejor ejemplo de la manifestación de la gracia como ese gesto inesperado que aparece como don, cuya presencia imprevisible me moviliza a releer, revalorizar y reencauzar mi camino, a partir del pleno reconocimiento que trae consigo el encuentro?
De aquí que mi compromiso con el activismo implicó una conversión personal con respecto al impacto que tiene la fe como marco de sentido para la vida. Una forma de ver la espiritualidad como esa dimensión que, a pesar de ser dañada por los vicios y pecados de las propias instituciones religiosas, se mantiene viva, en germen, movilizada por la trascendencia que la constituye, como un sello que evidencia la presencia y la insistencia de lo divino como plenitud en la convivencia humana, la libertad y la rehumanización de los cuerpos y las almas.
Pude redescubrir una eclesialidad que va más allá de las iglesias en su sentido tradicional, donde el valor de la comunidad creyente -es decir, el colectivo que asume, comparte y transita reflexionando y poniendo en práctica la creencia como un valor que, en este caso, se fundamenta en la promoción de los derechos- supera las trampas que nos imputan las anquilosadas estructuras y los vetustos discursos religiosos en sus distintos extremos, los cuales, a pesar de sus antagonismos -vean la fe como lo fundamental a ser conservado o el punto de partida para un progresismo revolucionario-, no dejan de beber de la seguridad, del estatus y del poder que les otorga la guerra por la apropiación de la “tradición”, de la institucionalidad, del símbolo de lo supuestamente verdadero.
Ahora bien, reconocer la eclesialidad y el potencial evangelizador de los activismos, movimientos sociales y organizaciones de sociedad civil no pone a las iglesias en un segundo plano. Más bien, es una invitación a no verlas como los únicos ni absolutos espacios, ritos y formas en que lo eclesial, lo espiritual y lo teológico se manifiestan. A que sean delimitadas en un campo mucho más amplio, donde estos elementos se construyen desde la articulación, diálogo y encuentro entre muchos tipos de vivencia de la fe, como aquellas que permean los activismos. Es un llamado a ver la pluriforme manifestación de lo divino desde una diversidad de agentes que van más allá de las iglesias, aunque las incluye en el mismo escenario de revelación. Más aún -como decía Leonardo Boff hace unas décadas en torno a las comunidades eclesiales de base- son instancias que no se oponen sino, por el contrario, pueden ayudar a reavivar, repensar y renovar horizontes, cosmovisiones, teologías y narrativas en nuestros mundos creyentes.
En otros términos, abrirse a otras eclesialidades, a otros testimonios, a otras vivencias de fe, a otras teologías, como las que habitan los activismos, es un modo de abrirnos a esos otros modos en que lo divino puede ser descubierto y en que las espiritualidades pueden ser nutridas.