1. Implantación de la ética protestante en la sociedad española
En mi próximo libro, que verá la luz en breve, Protestantismo y crisis, trato de demostrar la necesidad de implantar en la sociedad española el tipo de ética que Max Weber denominó ética protestante, como antídoto a la corrupción que ha llevado a la ruina no solamente a España sino a un puñado de países europeos, de forma más severa a aquellos en los que prevalece una cultura católico-romana u ortodoxa, es decir, aquellos países que no han participado de la influencia dimanante de la Reforma. No pretendo resumir aquí en unas líneas lo que se desarrolla en 150 páginas, pero sí apuntar que la tesis que defiendo, en ese y en otros escritos e intervenciones públicas, es que uno de los males de España, tal vez el más destacado, ha sido verse privada de tener en su suelo un proceso de Reforma semejante al producido en Europa a partir del siglo dieciséis que en suelo español fue ahogado en sangre; y, lo que algunos han llamado impropiamente la Segunda Reforma del siglo diecinueve, es evidente que no reunió los ingredientes y efectos sociales necesarios como para poder ser considerado un movimiento de reforma religiosa. Y si a eso añadimos el hecho de que en España, a pesar de haber sido implantada la democracia hace ya más de tres décadas, no se ha producido una transición religiosa que normalice y equipare la presencia de las diferentes confesiones religiosas en el país, entenderemos la dificultad de homologar sociedades tan dispares como la española, la portuguesa, la irlandesa y la griega con la de los países escandinavos, Alemania o Suiza, incluso la misma Francia.
En la prospección sociológica que hacemos, apunto hacia el momento en el que en España, por mor del crecimiento de personas de religión evangélica procedentes de la inmigración (actualmente abortado por la crisis) sumado al más lento aumento de la feligresía autóctona, el protestantismo llegue a alcanzar, al menos, el 10 por 100 de la población, cifra de la que todavía se encuentra bastante alejado; y que ese porcentaje de población evangélica, formado en la ética protestante, abomine de la corrupción y de las malas prácticas políticas y empresariales e, incorporado suficientemente a la elite intelectual, a la clase gobernante, a los ámbitos educativos y al mundo de las finanzas, sin olvidar el terreno del deporte y del arte, se convierta en fermento, un fermento capaz de leudar la masa social y producir con ello cambios notables en la sociedad española. Una utopía, posiblemente, pero son precisamente las utopías las que hacen avanzar al mundo y, en tiempos de crisis, no andamos muy sobrados de ellas.
2. Un caso de estudio: Guatemala[1]
Para intentar afianzar mi teoría, lanzo una mirada hacia los países latinoamericanos, por ser en ellos en los que, salvando las distancias histórico-étnicas y teniendo presentes los sustratos culturales, sin olvidar que en su historia inmediata se trata de pueblos de extracción cultural católico-romana, observamos que están experimentando, desde hace décadas, un notable cambio en la confesionalidad de sus ciudadanos, alcanzando algunos de ellos cifras que sobrepasan el 50 por 100 de la población. Tomamos como país referente, entre otros muchos posibles, todos diferentes entre sí, Guatemala. Según los datos que ofrece Luís Fernando Pérez Bustamante, que se presenta como un católico convertido del protestantismo, en un informe del año 2009[2], el 40 por 100 de la población guatemalteca era de confesión evangélica cuando él se convirtió al catolicismo diez años antes y, cuando escribe, calcula que lo son un 50 por 100. Es muy probable que, al ritmo de crecimiento que se viene produciendo, en estas fechas el porcentaje sea bastante mayor, pero quedémonos con la cifra de mitad y mitad protestantes y católicos, tal vez un poco menor el número de estos últimos, debido a la presencia de religiones minoritarias. Siguiendo mi línea argumental, Guatemala sería en estos momentos un país en el que debería notarse en sus estructuras sociales, políticas y culturales los efectos de la ética protestante, a semejanza del paradigma que presentamos de los países europeos de cultura protestante. Lamentablemente, los datos, siempre tozudos, se encargan de desmentir nuestra tesis. Veamos.
Según Fernando Bermúdez[3], cinco grandes problemas están afectando a Guatemala: 1) el creciente empobrecimiento de la gran mayoría de la población; 2) el incremento de la violencia; 3) la ineficiencia del sistema de justicia, que es arbitrario; 4) la degradación de los valores humanos; y 5) la destrucción del medio ambiente.
Admitamos que siglos de corrupción y sometimiento a políticas imperialistas de corte salvajemente neoliberal, en un trasfondo cultural en el que las mayorías étnicas nativas han sido y siguen siendo sometidas a gobiernos despóticos, que privilegia los intereses de las oligarquías implantadas por la compañías multinacionales, que todavía tiene reciente la cruenta guerra civil sufrida entre los años 1960-1996 que produjo un genocidio salvaje, no son circunstancias que puedan resolverse y superarse de un plumazo. Cambiar las estructuras sociales en tales condiciones no es tarea sencilla, pero de un país que cuenta con recursos naturales como la minería, el petróleo y dispone de agua en abundancia y en el que una proporción tan significativa, el 50 por 100 de sus habitantes, ha sido transformada por el poder del Evangelio, debería esperarse otro tipo de proyección social, capaz de introducir cambios significativos, si es que siguen siendo válidos los supuestos básicos que sirvieron a las sociedades europeas protestante para cambiar su historia, procesos de cambio que hemos reivindicado anteriormente. Volveremos más adelante sobre esta misma idea.
El segundo problema que señala Bermúdez tiene que ver con la violencia que, a su juicio, en lugar de disminuir aumenta. Para poder hacer alguna valoración sobre este problema, necesitamos conocer previamente algunos datos sobre la población guatemalteca. Guatemala es un país que, a pesar de la fuerte emigración que soporta, vive en un crecimiento continuo bastante notable, con una tasa de fertilidad de 4,66 nacidos/mujer y, según los Indicadores de Desarrollo del Banco Mundial, su población está cifrada en 14.026.697 habitantes, a los que habría que añadir entre 5 y 6 millones de personas de ascendencia guatemalteca que viven en México, Estados Unidos o Canadá. Otro dato de interés es el referido a su composición étnica, que es la siguiente: 45% mestizos o ladinos, 40% indígenas[4] y 15% blancos. No toda la población indígena habla y entiende el idioma español. El índice de alfabetización alcanza el 78,6%. Se trata de una sociedad culturalmente compleja: multiétnica, multicultural y multilingüística, en la que los indígenas (mayas, que suponen la inmensa mayoría, xincas y garinagos o garifunas, por el idioma) no tienen fácil acceso a cargos ni a los cuadros de decisión, excluidos de la dinámica de los partidos políticos, ya que no responden a su cosmovisión e intereses, por lo que se encuentran prácticamente excluidos del sistema político; un país, utilizando la referencia de Carmelo Álvarez, “divido, fragmentado, violentado y sectorizado”. A partir de estos datos, veamos el tema de la violencia, para lo cual nos servimos del “Informe estadístico de la violencia en Guatemala”[5], emitido en 2009 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en diciembre de 2007 que, aunque un poco alejado en el tiempo, son los datos que nos ofrecen mayor credibilidad. Dice el informe mencionado que en los últimos siete años la violencia homicida ha aumentado más del 120% pasando de 2.655 homicidios en 1999 a 5.885 en 2006, convirtiendo a Guatemala en uno de los países más violentos del mundo oficialmente en paz. El informe atribuye el elevado nivel de violencia a: 1) la exclusión social, con uno de los niveles de desigualdad más altos de Latino América y elevadas tasas de pobreza; y 2) la falta de aplicación de la ley, a causa de la grave debilidad institucional del Estado, que facilita la creación de grupos clandestinos, el contrabando, los secuestros, el tráfico de personas, de armas y municiones y el tráfico de drogas, provocando un altísimo nivel de corrupción. La situación de violencia e inseguridad dificulta el desarrollo económico y la consolidación de la democracia.
No vamos a ocupar espacio en torno al tercer problema, referido a la justicia, ni al cuarto, que tiene que ver con la degradación de los valores humanos, porque las causas se deducen fácilmente del comentario anterior. Y, en lo que se refiere al señalado como quinto problema, que afecta a la destrucción del medio ambiente, un correlato de la debilidad de las instituciones del Estado, anticipa tiempos aún más difíciles para Guatemala, si no se pone remedio a tiempo.
En medio de la guerra civil y de los sucesivos golpes de Estado, surge un fenómeno extraordinario en Guatemala, que tiene conexión con nuestra tesis inicial: de entre el pueblo evangélico en progresivo crecimiento, surge un general retirado del Ejército, pastor de la Iglesia Cristiana Verbo, también conocida como Gospel Outreach, de signo pentecostal, José Efraín Rios Montt, que es designado por varios generales como presidente de la nación (1982), en cuyo discurso declaró que “su presidencia era producto de la voluntad de Dios”. El pueblo evangélico de dentro y fuera de Guatemala no puede disimular ni su asombro ni su entusiasmo. Ríos Montt nombra una Junta Militar, disuelve la Constitución y el Congreso, suspende los partidos políticos, cancela la ley electoral, destituye posteriormente a los colegas de la Junta y se convierte en un sanguinario dictador. A él se le atribuye la frase referida a indígenas descontentos: “Si están con nosotros, los alimentaremos; si no lo están, los mataremos”. A costa de infinidad de víctimas civiles, impuso un régimen de terror que, en la práctica, se apuntó acabar con la actividad guerrillera, que era su proyecto estrella. La presidencia del evangélico Ríos Montt, breve (1982-1983, depuesto por su propio ministro de Defensa, acusándole de “fanático religioso”) fue el período más violento del conflicto guatemalteco, con 200.000 muertos en su haber, en su mayoría civiles indígenas desarmados. Posteriormente, en las primeras elecciones libres, sería elegido presidente del Congreso con el 70% de los votos. Al margen de valoraciones precipitadas desde lejos, la situación resulta, al menos conflictiva y desconcertante si queremos analizarla desde los valores históricos protestantes.
Para terminar nuestra visión de Guatemala, digamos que en la actualidad se reconoce un lento pero constante crecimiento de las organizaciones sociales: campesinas, indígenas, mujeres, jóvenes, maestros, sindicatos, de resistencia a la explotación minera y se aprecia un fortalecimiento del respeto a los derechos humanos, lo cual pudiera traducirse en un resurgir de la nación guatemalteca. La Iglesia católica se ha involucrado en mayor medida en el compromiso social y distintas iglesias evangélicas han asumido un papel de resistencia y de lucha frente al sistema, destacando la Comunidad Cristiana Mesoamericana (CCM), con un espíritu ecuménico, lo cual nos hace cerrar esta perspectiva con un tinte esperanzador de cara a una eficaz influencia de lo que venimos señalando como ética protestante. Y, aún más, en apoyo esperanzador a nuestra tesis, recogemos el comentario que hace Ricardo Sáenz de Tejada: “La conversión al protestantismo contribuyó a la indianización de algunas denominaciones protestantes y al empoderamiento simbólico y económico de los conversos. Simbólico en tanto que podían optar a convertirse en líderes religiosos como pastores de las nacientes iglesias, económico por la austeridad propia de la ética protestante que contribuyó a la acumulación de capital”. (Ricardo Sáenz: 38)
3. Reflexiones finales
Es evidente que, como ya apuntamos anteriormente, ni el trasfondo histórico ni la identidad étnica, pueden homologarse a la situación de la Europa protestante ni, tampoco, a las condiciones actuales de España. Si bien es cierto que a partir de la presencia española en tierras americanas se fue imponiendo la religión católica de forma universal, no siempre con métodos inspirados en el Sermón del Monte, no es menos cierto que a pesar de haber transcurrido más de cinco siglos desde entonces, persisten entre la población indígena influencias religiosas y culturales de las religiones pre-colombinas, cuando no una identidad plena, que establecen serias diferencias con la cultura europea. Éste podría ser un primer argumento encaminado a explicar el aparente fracaso de la ética protestante en una población que actualmente se identifica como evangélica.
Se supone que la población indígena y también los mestizos, que suman un total del 85% de la población, ha mantenido un cierto resentimiento histórico hacia la cultura importada, identificada directamente con la religión católica, lo cual podría justificar que entre dicha población exista una mayor proclividad hacia ideas y religiones diferentes, como es en el caso que nos ocupa con respecto a las iglesias evangélicas.
Otro factor que no debemos perder de vista, aplicado igualmente a una buena parte de Latinoamérica, tiene que ver con el Concilio Vaticano II y el entusiasmo inicial levantado en el subcontinente americano, dando origen a la Teología de la Liberación entre sectores católico-romanos, también protestantes; sectores que se creyeron y tomaron en serio los postulados conciliares que orientaban a la Iglesia católica hacia un nuevo resurgir que se plasmaba en las Comunidades de Base y en un compromiso de la Iglesia a favor de los sectores poblacionales más desasistidos: la opción por los pobres. La persecución del Vaticano a los teólogos católicos de la liberación que defendían esa teología y la frustración sufrida por el pueblo al ver que todo continuaba igual que siempre y que la Iglesia católica seguía aliada con las oligarquías y las dictaduras, hizo que los creyentes sinceros volvieran su mirada hacia el mensaje de las iglesias evangélicas, encontrando en ellas respuesta a sus inquietudes espirituales y a sus afanes sociales. No obstante, su transfondo cultural seguía siendo católico.
Y hay un último factor a considerar, que tiene que ver con las propias iglesias evangélicas. Si la primera evangelización de América Latina fue llevada por españoles y portugueses que en una mano llevaban el misal y en la otra la espada (salvando muy honrosas excepciones, que las hubo, como la de fray Bartolomé de las Casas y otros santos varones que vivieron el cristianismo neotestamentario), la segunda evangelización llegó de los Estados Unidos que, además de la Biblia, llevan consigo los fundamentalismos religiosos y los enfrentamientos denominacionales. Al igual que España introdujo su cultura papista, Estados Unidos, especialmente en la última etapa de gran expansión[6], introduce un Evangelio comprometido con el imperialismo, procedente de denominaciones que reniegan de llamarse protestantes y estar vinculadas con la Reforma del siglo XVI. Entre los énfasis de esta corriente, centrada fundamentalmente en el bautismo del Espíritu Santo y la sanidad interior, no figura aquello que fuera atribuido a los seguidores de Calvino, y que vino en denominarse ética protestante, que se traduce en justicia social, distribución equitativa de la riqueza y defensa de los derechos humanos.
La suma de estas consideraciones, unas de orden histórico, otras étnicas, algunas sociológicas, sin olvidar las religiosas, nos conduce a revisar nuestra tesis inicial y admitir que tal vez no se den las condiciones que se dieron en la Europa protestante en los siglos dieciséis y siguientes y, a pesar del creciente número de evangélicos que componen la sociedad de Guatemala en estos momentos (caso-tipo que analizamos), nuestras expectativas no puedan ser homologables, aunque sí esperanzadoras, en la medida en que el pueblo evangélico mayoritariamente maya, ocupe posiciones de mayor influencia social y asuma las virtudes de la ética protestante. Tendremos que evaluar con mayor dedicación las condiciones que se dan España, para ver si existen razones suficientes para mantener nuestra proposición de que cuando el número de protestantes-evangélicos aumente suficientemente en este país, podremos aspirar a influir positivamente en sus estructuras. Obviamente, si no se asumen los valores éticos de la Reforma como distintivo social, nuestros argumentos a favor de una transformación social de la mano de sectores protestantes, serán baldíos.
Octubre de 2011.
[1] Cuando ya tenía finalizado este artículo, leo el de Carmelo Álvarez publicado en Lupaprotestante, “Perfil de las iglesias en Guatemala”, aunque sin acceso al libro al que hace referencia sobre el mismo tema, del que seguramente hubiéramos extraído datos de interés. Sí puedo consultar Elecciones, participación política y pueblo maya en Guatemala de Ricardo Sáez de Tejada, Instituto de Gerencia Política-INGEP (Guatemala: 2005), que me permite matizar algunas de mis investigaciones.
[2] Luís Fernando Pérez Bustamante “El avance del protestantismo evangélico en Guatemala”, http://infocatolica.com/blog/coradcor.php/el-avance-del-protestantismo-evangelico
[3] Fernando Bermúdez, “Informe sobre la situación en Guatemala”, agosto de 2006.
[4] Algunos autores lo elevan hasta el 60%.
[5] Arturo Matute Rodríguez e Iván García Santiago, “Informe estadístico de la violencia en Guatemala”, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Guatemala: diciembre de 2007)
[6] En la primera etapa son los presbiterianos, episcopales, metodistas y bautistas, que representan el sector “protestante”, al que se unen las Asambleas de Dios, los que se encargaron de introducir la fe evangélica en el Subcontinente; la última etapa, la de la gran expansión numérica, procede los sectores neo-pentecostales y carismáticos que, salvo algunos grupos, no se sienten cómodos con la denominación protestante.