23 de febrero, 2021
“Allí se le apareció el ángel del Señor como una llama de fuego, en medio de una zarza...” (Ex. 3:2)
Toda comunidad cristiana, –así como todo el pueblo de Dios–, está llamada a ser un proyecto liberador, como bien nos anuncia el Mesías a través de las palabras que proclamó en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido […] para pregonar libertad a los cautivos” (Lc. 4:16-21).
Ahora bien, el fundamento de todo proyecto liberador se encuentra en la experiencia del Dios, padre de Jesús de Nazaret. Dicho en cristiano, la experiencia de Dios va primero, siempre va primero. Sin cuidado de nuestro jardín interior, tanto en el nivel personal como en el colectivo, no hay experiencia de liberación, tampoco esperanza, tan solo espejismos en medio del desierto. De ahí que antes de emprender, junto a nuestros hermanos y hermanas, el camino al reino de la libertad, a la ciudad cuyo arquitecto es Dios, debemos ser capaces de ver en nuestro interior una zarza ardiendo que no se consume, sino que nos consume, poco a poco, en pasión por el mundo nuevo que vislumbramos a la luz de su fuego. Más allá de ese fundamento no hay liberación, tan solo espejismos.
No, no deseamos vivir espejismos en medio del desierto, sino realidades que podamos tocar y disfrutar. De ahí que debamos situar como nuestro principal interés en nuestras existencias a ese Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret; y de ser así, ello se expresará, sin lugar a duda, en el cuidado-amor de los unos hacia los otros, hacia nuestros prójimos. Y el cuidado-amor de los unos por los otros no es un espejismo, sino una realidad visible, de la que todos podemos disfrutar aquí y ahora. Sin ese cuidado no hay experiencia de Dios primera y fundante. Lo segundo corrobora los primero. Reitero, sin experiencia de Dios, no hay proyecto liberador plasmado en comunidad.
Soli Deo Gloria
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