Conocí a Alex Sampedro dando un taller para líderes de jóvenes en Barcelona. Había quedado con otra persona, llegué al evento unas horas antes de la cita y me metí en uno de los talleres, sin tener ni idea de quién era el que lo daba. Alex explicaba, de manera amena, francamente divertida, diversas ideas sobre las tareas y retos que tienen los jóvenes cristianos frente a la misión cristiana.
Me di cuenta de que Alex dominaba y conectaba muy bien lenguajes distintos: el de la cultura contemporánea de los jóvenes y el de círculos evangélicos. Con esta combinación de lenguajes, Alex hace lecturas muy interesantes de la Biblia y elabora una teología de la misión radicalmente preocupada por los desafíos que tienen las nuevas generaciones de evangélicos.
Después supe que Alex Sampedro es un compositor y cantante, bastante conocido entre los jóvenes evangélicos, tanto en España como en otros países. Coincidí con él un mes después en un encuentro para grupos de alabanza de muchas iglesias (yo iba, obviamente, como mero acompañante del grupo de mi comunidad), donde había gente muy conocida en el ámbito de la adoración evangélica: Jaime Fernández, Francesca Patiño y Kike Pavón. Fue entonces cuando compré y me leí su libro: Igleburguer.
La igleburguer de Alex Sampedro
La igleburguer de Alex Sampedro es una (auto)crítica a la vida cristiana en el contexto evangélico: predicadores que dicen sólo lo que queremos oír, Palabra a la carta, barata, rápida y al gusto del cliente. Es una crítica a la cultura light que se expresa en canciones, saltos, frases, actividades colectivas que se hacen para el consumo fácil, pero sin efectos en la vida cotidiana ni en un compromiso verdaderamente radical con respecto a la misión.
Lo que, sin embargo, resulta novedoso no es sólo la crítica, sino la forma de hacerla. El suyo es un lenguaje que expresa con humor cosas muy serias: «Al principio, cuando los romanos, si te hacías cristiano te regalaban una entrada para el circo, y no precisamente para ver a los payasos, sino para ser devorado por los leones. No estaba de moda, no era ‘guai’ y no lo hacían para sentirse mejor» (p. 15).
En su (auto) crítica, insiste en llevar a los lectores a conocer mejor la Biblia: «… a veces pienso que parte de nuestra cultura evangélica depende demasiado de esa pequeña parte de nuestra adoración, que incluye instrumentos, altavoces, micrófonos, plataforma, ingenieros de sonido…» (p. 130) y, poco después, pide tener en cuenta el centro de la adoración y para comprender la idea, trae a colación el relato de Abraham, cuando Dios le pidió ofrecer a su propio hijo, Isaac, en holocausto, ¡un relato bíblico tan importante como terrible para su interpretación (como lo expresa Kierkegaard en «Temor y temblor»)!
El humor de Alex le permite ir haciendo una teología con sabor contemporáneo, como cuando va explicando cómo es el Dios que salva por gracia y dice que el primer kebab en la historia aparece en el Éxodo: «Ingredientes: cordero, pan ácimo (sin levadura), hierbas amargas. Un kebab en toda regla. En familia. Algo sencillo de preparar, algo para todos. Y en el centro de la mesa el cordero que aquel día sufrió para salvarles la vida, salvarles de la tristeza de quedarse sin hijos, salvarles de la opresión de un sistema que les esclavizaba ¿te suena? Algo cantamos en alguna canción.» (p. 137).
A lo largo de 40 capítulos muy cortos, cortitos en verdad (sospecho que le interesaba el número: que fuesen 40 menús), Alex va usando, estirando, haciendo diversas cosas con las metáforas de la comida: «Cristianos fast food», «Dios no trabaja en un restaurante de comida rápida», «Mi relación con los demás, la pizza es para compartir», «Igleburguer vs. Dadles vosotros de comer», «Predicadores con extra de queso», «Dioses de menú»… y llegado un cierto momento, Alex hace una crítica que coloca en el centro a las nuevas generaciones de jóvenes: «… dicen de nosotros… que si no nos ponen buena música, luces de neón y un ambiente ‘chill out’, no nos acercaremos a Dios…» (p. 187) y rebate esta idea, si con ello se entiende que el evangelio se tiene que sustituir con imitaciones baratas o cosas «que molan más». Alex cita el texto de 1Juan 2:14 (en el capítulo 37 se cita erróneamente Juan, pero se refiere a la 1ª carta de Juan): Os he escrito a vosotros jóvenes porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno.
Los jóvenes, dice Alex Sampedro, no son la parte débil ni problemática de la iglesia, sino que son el sector de la iglesia que puede estar más abierto a la misión, al riesgo del cambio y a la Reforma de la iglesia, al compromiso de reinterpretar la Palabra y encarnarla en la sociedad contemporánea. Y en su afirmación se explica una cierta parte de las dificultades actuales para llevar adelante esa misión, que tiene que ver con las generaciones de adultos, dirigentes, instituciones, conformadas por «algunos ‘mayores’ [que] se bajaron del carro de la cultura hace tiempo, y se encerraron en castillos evangélicos de los cuales es difícil salir.» (p. 188).
Me parece que la «Igleburger» de Alex tiene dos aciertos fundamentales: una seria preocupación por la cultura y un llamado al compromiso para las nuevas generaciones de evangélicos. Comento brevemente ambos desafíos.
Igleburguer y cultura: los jóvenes son de otro mundo
Con respecto a la cultura, se trata de pensar la misión en relación con el contexto contemporáneo en el cual se llevan a cabo cambios culturales que están ligados a profundas transformaciones de la civilización, y los jóvenes viven en esta «sociedad líquida» donde las instituciones tradicionales resultan cada vez más irrelevantes, puesto que se crearon para un mundo que ya no existe.
Michel Serres, filósofo francés, habla del prototipo de una joven de hoy, con menos de 30 años de edad, a la que llama «Pulgarcita», que nació con la era digital y que usa su Smartphone con pasmosa habilidad, usando los dos pulgares (de ahí el nombre «Pulgarcita»). Esa joven, posiblemente nunca haya visto una vaca, o cómo una gallina pone los huevos (en 1900 la mayoría de los humanos se dedicaban al campo y el pastoreo, en 2014 sólo el 1% de la población de países desarrollados se dedica al campo). Si esta chica se casa, estaría haciendo una promesa de vida con otra persona para un largo periodo: posiblemente unos 60 años de matrimonio (cuando sus bisabuelos se prometieron una unión de unos 15 o 20 años, porque se vivía menos, había guerras, etc.).
Es una joven para quien el pluralismo racial, de lenguas y de culturas es parte de su cotidianidad. Se puede comunicar con sus amigos en cualquier parte del mundo al instante, puede recorrerlo virtualmente y tiene inmensas cantidades de conocimiento en la Wikipedia. Me parece que la manera en la que Michel Serres explica el sorprendente cambio de la civilización es muy acertada, porque coloca en el centro de la transformación a las/los jóvenes.
Y entonces puede uno entender que los jóvenes de hoy son de otro mundo, son los primeros (las primeras, las chicas) que habitan este mundo moviéndose de manera «natural» con sus cuerpos y sus cabezas. E, incluso, sus cabezas ya no están sólo unidas al cuerpo sino que están ligadas a una compleja red de información, pantallas de ordenador y tabletas e inmensas cantidades de mensajes. Son formas de cultura que no podremos comprender si no miramos y escuchamos a las nuevas generaciones, habitantes del mundo de la era virtual (que no es menos real por ello, al contrario).
Esta preocupación por la cultura, desde una perspectiva de la misión, queda explícitamente argumentada en un artículo de Alex Sampedro titulado «Ayúdame Obi-wan Kenobi, eres nuestra única esperanza«, en Protestante Digital, cito:
Pareciera que en nuestro manual la primera orden es estar en contra de todo, modo “destroyer”. Lo hicimos cuando los bárbaros, lo perfeccionamos cuando llegamos a las Américas, y lo seguimos haciendo hoy cuando aparece el cine, Internet, los Djs, nuevas formas de vestir, la ciencia, las artes, las manifestaciones en la calle, la creatividad, los extranjeros, el 3D, las nuevas ideas, los monólogos, los mundos de fantasía, la tecnología, las nuevas metáforas para explicarLe, los juguetes, los bailes, las comidas y bebidas, las festividades, los instrumentos, los pendientes, la música que no entendemos, los dibujos animados, los oficios, las redes sociales, la informalidad, la modernidad y la postmodernidad, mi café con Baileys, la naturaleza que habla de Él, las etnias que emigran, el refranero popular, el purito de CS Lewis, el sentido del humor, los hobbits, las tribus urbanas, los ritmosasincopados, las universidades, las espadas Jedi, cualquier biblia en formato que no sea sagrado papel, los huracanes, las series de televisión, mis juegos de mesa, el ipad… Sin olvidar el anticristo de turno que suele ser un presidente importante, un magnate guapete, uno de los personajes de dragonball o, en su defecto, un microchip maligno o el código de barras de mis cereales.
A partir de éste inventario, Alex expresa su preferencia por el «estilo de Jesús», que no rechazaba la cultura, sino que optaba por el camino de la reconciliación, en la mejor vertiente de la «teología encarnacional», con una actitud que nace del mensaje de perdón por parte del Dios de Jesús: «Abrazaba la cultura como venía, tal cual, y luego se preocupaba de vestirla y limpiarla con amor. Las culturas pródigas necesitan al padre que las vio nacer para sentirse aceptadas a pesar de los errores que hayan podido cometer.» – dice Alex Sampedro.
Igleburguer y compromiso: entre el capricho y la pasión
Muchas veces se acusa a los jóvenes de actitudes caprichosas, que son cambiantes, que no saben qué quieren (como si los adultos lo tuviéramos tan claro), pero esto es más una cuestión de época reciente: ya en la segunda mitad del siglo pasado se estableció la velocidad como ingrediente fundamental de todo lo que se hace: trabajar más rápido, llegar más rápido, vestirse más rápido para luego ponerse otra cosa porque pasó de moda, ganar dinero más rápido y consumir más rápido las nuevas tecnologías y, al final, también se pasa rápido de una relación a otra, se trate de amigos o de pareja.
En este contexto de rápidos cambios, lo que hace falta es apasionarse. Pablo Fernández Christlieb, psicólogo mexicano, dice que la pasión se halla allí donde «alguien se encuentra a merced total de algo o de alguien más, y no tiene ni ojos ni fuerzas para otra cosa que no sea eso, que es por lo que, literalmente, se desvive, en lo que se le va contento la vida» (La forma de los miércoles. Cómo disfrutar lo que pasa inadvertido, México: editores los miércoles, 2009). Pero lo más interesante es que una pasión, cualquiera, supone una dedicación, una disciplina, una manera de enfrascarse que implica la voluntad y la disposición a pasar por largos momentos (y malos ratos) en los que aparentemente no pasa nada, pero uno sigue y sigue, comprometido con aquello porque cree que vale la pena: «…las pasiones no son comportamientos arrebatados, sino sentimientos subterráneos que crecen con lentitud… A los verdaderamente apasionados lo único que se les nota es la monotonía, duro y dale con lo mismo una y otra vez. La pasión es una cosa sólida, no líquida.» (Pablo Fernández Christlieb).
En la Igleburguer de Alex hay esa insistencia de apasionarse, que es un modo de decir que vale la pena el sacrificio de una dedicación por algo más grande que uno mismo: «…aunque me apetezca mucho salir esta noche con mis amigos, me sacrifico, me quedo a estudiar, sabiendo que mañana en el examen lo podré hacer bien, aprobaré y tendré la recompensa de mi terrible sacrificio. Es algo que hago por mí. Pero, ¿me quedaría, no para aprobar, sino para que aprobara otro? ¿Estaría dispuesto a pagar el precio si la recompensa fuera para un tercero?… Pues ese es el llamado de Dios…» (p. 152).
Leyendo algunos escritos de Alex Sampedro (que publica en Protestante Digital) se aprecia su pasión, que reitera el llamado a estudiar con seriedad la Biblia, comprometerse en el servicio a los demás, asumir las disciplinas de la fe personal (la oración, la lectura devocional) y estar dispuesto a enfrentar los retos de la misión en la cultura contemporánea.
La cuestión es ¿ser la Coca Cola o ser la Sal de la tierra?
Un buen ejemplo de esta «teología de la misión» que elabora Alex Sampedro se observa en un par de textos suyos donde recurre a la metáfora de la Coca-Cola: «Yo soy la Coca-Cola» y «Vosotros sois la Coca-Cola». Me gusta mucho su atrevimiento para usar la metáfora, porque precisamente la Coca-Cola representa muchas cosas de la cultura contemporánea, no es por nada que uno pide para beber de «las aguas negras del capitalismo», y mejor si te la ponen con hielo y una rodaja de limón (en la terraza de un bar). Con esa metáfora Alex articula la cuestión de la forma y el contenido: ¿da igual comprar refresco de cola de una marca blanca o una Coca-Cola? A mí me parece que, con su lenguaje de la Coca-Cola, Alex logra poner sobre la mesa cuestiones importantes:
Predicamos un evangelio diferente (No que haya otro…) para hacernos actuales. Hemos rebajado el precio de nuestro mensaje y vendemos un evangelio más barato, de contenido mezclado. Muchos se han dejado seducir por el mensaje a la moda, por el “Jesús es mi colega”, por el compatibilizar la vida personal con la vida de la iglesia, como una ocupación más en nuestra agenda. Llenamos de espectáculo las reuniones y si usamos la biblia casi es por casualidad. La oración se disfraza tanto, la disfrazamos con tanta parafernalia que ya ni sabemos cómo orar sin música de fondo, rotuladores, frases twitter, ambiente chill out y dinámicas. Que por otra parte son geniales, pero ya me entiendes… Si aprendiéramos la lección de la coca-cola y las marcas blancas, quizá nos pondríamos de acuerdo. ¿Me sigues?
Porque la cuestión de hacer misión en la sociedad contemporánea implica muchos aspectos que necesitamos explicitar y discutir (la relación entre evangelio y cultura, la identificación con las nuevas formas culturales, etc.), pero sobre todo la misión nos plantea el desafío de anunciar las buenas nuevas del Reino hacia el exterior. Se trata del desafío de ser luz en el mundo y sal de la tierra. Y la cuestión de la pertinencia de nuestro testimonio ya la plantea Jesús mismo: «Pero si la sal deja de ser salada, ¿cómo seguirá salando? Ya no sirve para nada, así que se la arroja a la calle y la gente la pisotea» (Mateo 5:13).
El desafío del testimonio público del evangelio a la sociedad nos corresponde a todas y todos, jóvenes y adultos, nuevas y antiguas generaciones, porque es un desafío global, pero también porque si somos capaces de escucharnos mutuamente podremos aprender mejor cómo responder al Señor de la misión en el tiempo que nos toca vivir. En esa interacción veo posible que el testimonio que podemos ejercer sea una auténtica «Coca-Cola» o sea auténticamente la «sal de la tierra».
Este desafío lo expresa de manera tremenda una canción de Alex Sampedro, que se llama «sal«:
Tengo una biblia que no habla, / Un crucifijo que no salva, / Una fe que se cansó, de las montañas, / Tengo oraciones sin sujeto, / Y he predicado tantas veces, / En el valle de los huesos secos, / Tengo noticias sin oyentes, / Tengo pacientes esperando, / El milagro de los peces, / Pero tengo la red averiada, / Y el vino es vinagre, / Y el pan no sabe a nada.
Tengo una sal que ya no sala, / Una iglesia que no sale, / Una luz bajo la mesa, / Y una virgen despistada, / La levadura en la nevera, / Mi armadura oxidada, / Tengo oro y tengo plata, / Pero el cojo ya no baila / pero el cojo ya no baila.
Tengo victorias derrotadas, / Gente en el templo destemplada, / Misioneros encerrados en sus casas, / Tengo la ofrenda en el banco, / Las promesas caducadas, / El mana está congelado, / No hay calor en la palabra, / Está de fiesta el atalaya, / Con el buen samaritano, / Ya no sufren como hermanos, / Son cristianos sin agallas.
No sé vosotros (ustedes), pero a mí me deja pensando, inquieto, preocupado, que tengamos (y nos quedemos con) una sal que no sala, una iglesia que no sale, una luz bajo la mesa.
He oído a muchas personas preocuparse de que no haya recursos, de que no se tenga dinero para la misión, para los proyectos. He oído a personas de gran capacidad decir que seamos realistas y que todo depende del presupuesto financiero y, entonces, pienso en estos versos de Alex Sampedro: Tengo oro y tengo plata, / pero el cojo ya no baila / pero el cojo ya no baila.