Cuando, durante la segunda quincena de marzo de este año, fueron aplicadas a la República de Chipre –me refiero a la zona griega de la isla- por parte de la Unión Europea ciertas medidas económicas que comportaron el bloqueo de la circulación de capitales (“corralito”) y una importante quita a los depósitos bancarios superiores a 100.000 euros, la Iglesia Ortodoxa llegó a manifestar por boca de su máxima autoridad, el arzobispo Crisóstomo II, que iba a poner todos sus bienes a disposición del pueblo con el fin de resolver el problema (*). En realidad, se trataba de hipotecar una pequeña parte de sus riquezas para dar liquidez a los bancos, aunque las promesas se han reducido a incrementar los inventarios alimenticios parroquiales con el fin de aliviar la miseria de los más necesitados, miseria a cuyas causas la propia iglesia chipriota no ha sido del todo ajena, dadas sus estrechas relaciones con los grupos económicos más poderosos de la isla, tanto nacionales como extranjeros.
Lo cierto es que la Iglesia Ortodoxa de Chipre es seguramente la primera terrateniente del páis, y posee participaciones accionariales en los principales bancos, en la industria y en la mayoría de los negocios. Es una iglesia nacional, que apoyó en las últimas elecciones al actual gobierno conservador -que ha acabado de llevar el país a la bancarrota- y cuya jerarquía se ha opuesto siempre a la reunificación con el sector turco –la autodenominada República Turca del Norte de Chipre- porque ello significaría la pérdida de gran parte de su poder económico y espiritual, al tener que aceptar un estado federal, pluricultural y probablemente aconfesional.
En este sentido, la Iglesia de Chipre es un paradigma de la mayor parte de las iglesias orientales, particularmente de su hermana griega, que en cierto modo, y salvando todas las distancias que haya que salvar, se corresponde con la Iglesia de Inglaterra –en tanto que iglesia nacional-, con la Iglesia Católica Romana, que posee su estado propio y que durante decenios fue la iglesia nacional de España, o, dicho de otro modo, la iglesia de los “nacionales”, así como un proto-tipo de todas aquellas iglesias que, aunque surgidas de la Reforma, se consideran iglesias estatales, como es el caso de algunas iglesias luteranas de los países del norte de Europa.
Ante dicho panorama, es decir, ante la a hipocresía, cuando no la complicidad, entre las iglesias y los poderosos que la crisis chipriota no ha hecho sino poner de nuevo en evidencia, surge una pregunta a la que todo creyente debe responder: ¿hasta qué punto una iglesia nacional o estatal debe ser considerada como verdaderamente cristiana?. Creo que se puede encontrar una respuesta en la propia Biblia (Mateo 7,15-16), donde Jesús invita a conocer a las personas por los frutos que sean capaces de producir. Así, si todas las iglesias que dicen reconocer a Cristo como verdadero Dios, se reconocen como nominalmente cristianas ¿lo son sin embargo en su conducta?. ¿Se puede comparar, por ejemplo, la Iglesia Evangélica Luterana de Islandia, que es iglesia de estado, pero que defiende valores como la igualdad entre sexos, la conservación de la naturaleza y la justicia social, con la Iglesia Ortodoxa de Chipre, cuyo comportamiento a lo largo de la historia es mejor no calificar?.
Con todo, también podríamos hallar una casuística opuesta, ya que hubo períodos históricos en los que la Iglesia de Islandia estuvo asimismo estrechamente vinculada a los intereses de la aristocracia feudal del país, de la misma forma que lo sigue estando la Iglesia de Inglaterra por los numerosos intereses que mantiene con las finanzas, el gobierno y la monarquía británicos.
De la connivencia con los poderes terrenales no se han librado tampoco algunas iglesias pertenecientes a la segunda o tercera generación de la Reforma, como los presbiterianos, metodistas y baptistas de Estados Unidos, que cuando ha convenido se han unido a la selectiva minoría WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant) que ejerce de centinela del imperio, y que han contado entre sus filas con numerosos presidentes de la nación.
Y es que el problema se encuentra, sin duda, en la ambición por el poder de una jerarquía muy cerrada –de cualquier jerarquía cerrada-, que hace válido el dictum de Acton según el cual “si el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Así, las iglesias que se hallan enfermas de poder y riquezas no tienen más remedio, si no quieren morir en tanto que agentes y a la vez víctimas de la crisis económica y espiritual que han colaborado a generar, que aceptar ya la medicina de una nueva reforma (“semper reformanda”) basada, entre otras, en algunas costumbres del cristianismo primitivo descritas en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (4,32 y siguientes).
Las iglesias deben, pues, desvincularse de los poderes de este mundo para tener el pensamiento y las manos libres en cuanto a la propagación y práctica del mensaje evangélico; han de implicarse decididamente en el esfuerzo por la erradicación de todo tipo de exclusión social y por la mejora del medio natural que Dios nos otorgó; no han de aceptar subvenciones ni exenciones fiscales de los gobiernos; deben sostenerse, como máximo, con el diezmo libremente donado por cada uno de sus fieles; han de disponer de pastores que vivan de otros empleos y dirijan colegiadamente las congregaciones; tienen que evitar acumular riquezas más allá de las estrictamente necesarias para el sostenimiento de servicios sociales no lucrativos y de la misión; y, en fin, mostrar siempre (parafraseando a San Pablo) sobriedad en su comportamiento, modestia y humildad en sus actitudes y una predisposición permanente para el ejercicio de la oración de manera que el Espíritu Santo, que habita entre nosotros, las ilumine en la lucha incesante contra las tentaciones terrenales.
(*) Para una información mas detallada, ver diversos reportajes en The Guardian (20-03-2013), Le Monde (25-03-2013), o El País (29-03-2013).
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