Posted On 09/08/2013 By In Biblia, Opinión, Teología With 5392 Views

La iglesia del desierto

“El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Y allí estaba esperándolo el diablo para tentarle» (Lucas 4, 1).

El desierto es un lugar desnudo, árido, sin caminos, sin esquemas prefijados. Sólo invita al peregrino a atravesarlo, dejándose invadir por ese horizonte que siempre está delante. Penetrar en él es desprenderse de un mundo prefabricado, para aventurarse por lo inseguro, incluso lo peligroso.

Entrar al desierto, empujados por el Espíritu, es penetrar en un tiempo de búsqueda interior, sincera y valiente, de nuestro propio camino humano de creyentes. Es inútil pretender el camino o la respuesta ya elaborados por otros, o las normas que nos digan qué tenemos que hacer y cómo decidir.

El desierto son las preguntas que han de ser respondidas desde el interior de nosotros mismos: ¿Cómo llegar a ser lo que quiero ser? ¿Qué busco? ¿Cuál es el objetivo de mi vida? ¿Qué significa para mí vivir como cristiano, y qué es en realidad vivir como cristiano?

El texto de Lucas, que narra esta experiencia de Jesús, nos insinúa que solamente en el desierto podremos encontrar el camino de Dios, que se ha de cruzar con el nuestro. No es de extrañar que allí Jesús tuviera que afrontar el más grande de sus interrogantes: ¿Qué quiere para mí mi Padre?

Caminar por el desierto es la pedagogía de un Dios que, lejos de obligarnos a enderezar nuestros pasos por esa o aquella dirección, nos propone buscar cada uno nuestro propio camino, y dar una auténtica y personal respuesta.

Jesús tenía treinta y tantos años cuando el Espíritu lo llevó al desierto (el texto original indica que “lo empujó con violencia hacia el desierto”; quizá el maestro, en su fuero interno, se resistía a ir…), dejando atrás su familia, su pueblo, su vida de trabajador de la construcción, sus esquemas… para descubrir lo nuevo de una misión a la que era llamado.

Penetrar en el desierto significa, en efecto, desprendernos de todos los esquemas en los que nos hemos fijado y anclado. Es reconocer que eso pertenece ya a un tiempo viejo y caduco. El desierto apela a nuestra total desnudez y pobreza interior. No basta decir “Ya soy cristiano, ya tengo aprendidos los elementos básicos de la religión, conozco las normas y los preceptos; pertenezco a la iglesia verdadera, ella me dice lo que está bien y lo que está mal, y a ella me debo”. En la arena del desierto tendremos que dejar nuestras respuestas hechas — quizá huecas—, tantos lugares comunes, tantos tópicos, tantas muletillas, algunos ritos vacíos, o aquel modo rutinario y convencional de hacer las cosas.

Penetrar en el desierto significa desnudarnos para descubrir nuestra aridez interior, para obtener el coraje de mirarnos tal como somos, sin las vestiduras que cubren nuestra vergüenza, nuestras llagas o nuestra suciedad. Por cierto: las nuestras… y las de nuestra iglesia, que ha de empezar a desnudarse también si quiere seguir los pasos de Jesús. Dejar la casa, como hizo Abraham. Como el pueblo hebreo, que dejó las ollas de Egipto y el conformismo que significaba su esclavitud. Como el maestro, que colocó el cartel “Se traspasa” en la carpintería, y se adentró en el desierto ignoto de su misión a favor de los arrinconados en los arrabales de la historia.

Penetrar en el desierto significa abandonar en su frontera tantas hipocresías; esa vida, y esa iglesia, aburguesadas y autosatisfechas. Olvidar tantos “esto es así porque así ha sido siempre”. Dejar a un lado esas trampas sutiles con las que pretendemos autoconvencernos de que todo va relativamente bien, y de que los cambios, de producirse, serán ya para la próxima generación, emulando así la catástrofe de la generación del Éxodo y quedándonos nosotros también, como ellos, a las puertas de una tierra —Iglesia— mejor.

Enumerar los cambios que, a mi entender, van haciéndose ya imprescindibles en nuestro medio sería prácticamente imposible. Muchos son los retos a los que nuestra comunidad mundial se enfrenta:

*La adopción de un radical cambio de mentalidad al respecto de la ordenación de mujeres al ministerio pastoral (¿ministras u obreras?).

*El papel de los laicos en la iglesia del siglo XXI (¿responsables o ayudantes?).

*La utilización de los recursos económicos (¿amasar o compartir?).

*La autoridad de los pastores y dirigentes (¿autoritas o potestas?).

*La naturaleza de la evangelización (¿proselitismo o servicio?).

*Las señas de identidad de la iglesia (¿radicalización de las normas o “Ved como se aman”?).

*La “federalización” de nuestro modus operandi (¿café para todos o “diversidad en la unidad”?).

*La forma de elegir a nuestros dirigentes (¿buenismo y confianza absoluta o candidaturas con proyecto?), y un largo etcétera…

Deberemos estar pendientes de no entrar en el desierto al volante de nuestro todo terreno último modelo —bien blindado tantas veces— sobre el que rebotará la palabra exigente de Dios. La iglesia del desierto, en cambio, humilde y bien consciente de sus carencias y precariedades, caminará sobre las dunas a pie, haciendo frente a las dificultades que el Tentador le ponga en el camino con las mismas armas de Jesús: con el pan del cielo (dependencia absoluta del Espíritu), con el Padre como único objeto de adoración (abandono de intereses espurios), y sin tentar a Dios (rechazo de toda connivencia con los poderes de cualquier tipo), apoyándose en el Señor de la iglesia, quien la guiará por el camino de la libertad, cuyo primer paso es mirarse y reconocerse como realmente es.

Entonces, completadas las tentaciones, el demonio se marchará hasta otra ocasión… (Lucas 4, 13).

Juan Ramón Junqueras

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