Hemos pervertido completamente la noción de Iglesia que alguna vez pudo albergar el corazón de Dios. Desde luego no se parece en nada al movimiento de Jesús ni a la manera en cómo él vivió el concepto de comunidad fraterna y entregada, solidaria y en el camino.
Les propongo un punto de vista diferente. No hay ejercicio de contraste tan potente como pasear (con la actitud de un fenomenólogo) por los alrededores de un templo, local de cultos o lugar de reunión mientras se celebran en su interior liturgias diversas, y desde los que salen cánticos atenuados, se adivinan arengas y plegarias con sordina. Puede ser por la mañana, o a media tarde, o cuando anochece, es igual. Afuera, la calle está viva, la gente va y viene, los niños juegan, los jóvenes se besan bajo los soportales. Como suele pasar durante los días festivos, no hay prisa, cada cual está a lo suyo, sin mirar el reloj; unos pasean, otros hacen ejercicio, se acompañan de sus mascotas, en una palabra, se solazan. Son la inmensa mayoría, la realidad social misma. También se celebran conciertos o actos lúdicos, pruebas deportivas, las familias y los amigos se encuentran o toman algo en amena conversación. Muchos duermen los excesos de la fiesta de la noche anterior, otros leen o hacen la siesta, o siguen por los medios la jornada deportiva. Algunos, simplemente dejan pasar las horas. Esa es la realidad de un domingo cualquiera en nuestra sociedad post-litúrgica.
Pero para los que rezan o gritan en sus cuevas, la realidad no es todo eso, su realidad es otra. La ficción consiste en fabricar una realidad paralela a la que otorgan y sobre la que proyectan todo el sentido. Toda la vida se concentra y converge entre esas cuatro paredes sagradas donde se recrea un mundo ficticio, como si, paradójicamente, todo lo que ocurre fuera de él no existiera, o fuera postergado, cuando no negado. Para colmo, estos seres religiosos hacen apelaciones constantes a los que están “afuera”, que son la inmensa mayoría, bien para condenarlos al infierno, bien para interceder angustiosamente por ellos mediante esforzados ejercicios del alma mientras sacuden sus conciencias y sus voluntades inútilmente. ¡Tenemos que ir, tenemos que decir, tenemos que anunciar, todos deben saber! ¡Suena todo tan estéril y tan frustrante!.
Acabado el servicio, satisfecho ese viejo y persistente instinto de “religiosidad” que se nutre de regurgitar una y otra vez unas declaraciones de principios manoseadas, esas pocas decenas de personas, a veces cientos, a veces ni siquiera una docena, se diluyen entre los transeúntes y se funden en la misma realidad que hace solamente unos minutos no sentían como propia. Ocurre en las confesiones mayoritarias (que suelen tener un grado de identificación social, y hasta de confusión con la sociedad, más elevado) y ocurre en las minoritarias, aunque en éstas últimas el nivel de patetismo es, inevitablemente, mucho más acentuado. Todo se vive hacia adentro, nada se proyecta realmente hacia fuera, y sin embargo el alma cándida de estos seres religiosos ya no sufre por ello; más bien, han llegado a mecanizar una lógica de autoengaño tan refinada que la disociación de mundos no sólo no se mitiga sino que crece y se agranda. Cuanto más solos y aislados, cuanto más incomprendidos y segregados, más cerca del objetivo, más afirmados y reafirmados en sus principios.
A veces pienso en cómo anduvo Jesús por este mundo y siento mucha tristeza al ver en qué estado está la iglesia contemporánea. Me acuerdo de cómo “tocaba” a las personas (particularmente “tocaba pobres”), de cómo hablaba con todos los que se encontraba en el camino saliéndoles al encuentro, de cómo denunciaba los comportamientos farisaicos de aquellos que se creen mejores por observar o cumplir ciertos preceptos piadosos. También fue a la sinagoga y al templo pero no siempre salió bien parado. Vivió la vida con la gente, desde la gente y para la gente.
La Iglesia de Jesucristo no es, no puede ser, un gran contenedor de buenos deseos, un supermercado privado de la fe donde se satisface y se refuerza una determinada identidad al encontrarse ésta con otros seres igualmente religiosos y con quienes se comparten algunos intereses, sean éstos del tipo que sean. Los únicos templos del Espíritu que existen son los de los “enfermos” que han reconocido su necesidad y han sido redimidos para vivir salando y alumbrando al mundo, al único mundo que salió de las manos de Dios y al que Él sigue amando y buscando.
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