Cuando experimentamos el encuentro personal con el Dios de Jesús de Nazaret, pareciera que entramos en una especie de “estado de inocencia”. Nos da la impresión de que volvemos a la niñez –“nacer de nuevo”, según el Evangelio de Juan-, es decir atravesamos un umbral hacia una nueva forma de entender la existencia, pues todo se torna en un espacio lleno de luz y de nuevas posibilidades. Sé bien que todo encuentro y toda experiencia religiosa es subjetiva –no puramente subjetiva-, pero no por eso deja de ser real para el que lo experimenta.
Tomaré prestadas del teólogo José María Castillo unas palabras que describen lo que comporta el “encuentro personal” con el Resucitado. No sin antes afirmar con dicho autor que sólo hay seguimiento “donde hay un encuentro personal con Jesús”[1]. Pues bien, Castillo escribirá:
“Este encuentro –personal– comporta dos dimensiones fundamentales: la <<coejecución>> y la <<coefusión>>. La primera consiste en vivir de la misma manera que el otro; la segunda es la experiencia afectiva, que se traduce en presencia mutua, en diálogo, en intimidad y en gozo compartido. Se trata, por tanto, no sólo <<ser para>> el otro, sino además <<estar con>> con el otro … / … La experiencia del encuentro con Jesús tiene que ser más fuerte y más determinante que cualquier otra experiencia, más fuerte y más determinante que los afectos más profundos que se pueden dar entre los seres humanos…”[2]
John Wesley, padre del movimiento metodista, explica dicha experiencia de manera muy gráfica cuando escribe en su diario “lo que había sentido por primera vez en su corazón”. Leamos lo que escribe el 24 de mayo de 1738 en sus diarios –una fecha clave en la vida y ministerio de Wesley-:
“Empecé a orar con toda mi fuerza por aquellos que me ultrajaron y me persiguieron en manera especial. Luego testifiqué abiertamente a todos los presentes lo que había sentido por primera vez en mi corazón. No pasó mucho tiempo antes que el enemigo sugiriera: «Esto no puede ser fe; pues ¿dónde está tu regocijo?» Entonces aprendí que la paz y la victoria sobre el pecado son esenciales a la fe en el Capitán de nuestra salvación; pero que en cuanto al gozo que generalmente está presente al comienzo de ésta, especialmente en quienes han sufrido mucho, Dios unas veces lo da y otras no, según los designios de su propia voluntad.” (negritas mías)[3]
Es curioso los elementos que el iniciador del metodismo subraya en su propia experiencia de encuentro con el Resucitado. Elementos que son comunes a todos aquellos que creen de todo corazón y “con todas sus fuerzas” en Jesús, como Señor, salvador y maestro.
En primer lugar subraya la experiencia de oración. Una oración que no distingue, a la hora de interceder, entre buenos y malos. Si acaso se inclina “especialmente” -con toda su fuerza- por interceder a favor de aquellos que no le quería bien. Ese hecho recoge el beneficioso efecto que acompaña al encuentro con Jesús de Nazaret, el amor activo hacia los enemigos.
En segundo lugar, Wesley, hace énfasis en el testimonio que surge de la experiencia de encuentro con Dios. “De la abundancia del corazón, habla la boca”, dirá Jesús de Nazaret. Y eso es lo que justamente sucede en aquel que, por “primera vez” siente en su corazón la presencia del Espíritu de Dios, no puede callar, sino comunicar a todos los que le rodean su hallazgo.
En tercer lugar, nuestra cita subrayará el hecho de la paz interior que se obtiene mediante la experiencia de encuentro. Paz con Dios y consigo mismo, expresada en una limpia conciencia. Por otro lado, afirmará la victoria sobre el pecado, es decir sobre todo aquello que enajena al ser humano. El cristiano es una persona auténticamente libre en medio de unas estructuras sociales esclavizantes y, por ello, alienantes. Ambas cosas, la paz y la victoria, dirá Wesley, son “esenciales a la fe”.
Y en último lugar, Wesley relativizará la experiencia de alegría exultante como una posibilidad surgida del encuentro personal con el Resucitado. En algunos se da, en otros no. Es algo prescindible y que no tiene por qué acompañar a la experiencia de encuentro, especialmente en las personas que se han desenvuelto en una atmósfera de “normalidad” social (“en cuanto al gozo que generalmente está presente al comienzo de ésta, especialmente en quienes han sufrido mucho”).
Básicamente la experiencia de encuentro (conversión) es el corazón de la teología del movimiento metodista. Una experiencia que conduce a los que la experimentan al cultivo de la piedad y al compromiso militante en la creación de espacios sociales de liberación de las estructuras injustas que esta sociedad globalizada se ha dado tal. Características que se han dado en el movimiento metodista, y en otros de cariz similar.
La experiencia de conversión no es una huida del mundo, sino una forma nueva de afrontar la vida que coloca de forma preferencial la preocupación, y la ocupación por cambiar la realidad social injusta en la que vivimos y nos movemos.
En pocas palabras, la experiencia de encuentro con el Resucitado nos introduce en una “inocencia” militante, logrando así que luchemos en esperanza contra toda esperanza, considerando que otro mundo y otra iglesia son posibles. Por ello desgastamos nuestra vida en aras de la construcción de un mundo y una iglesia mejores, a pesar de que los indicadores sociales nos señalen que ello no es posible.
Ignacio Simal, pastor de la Església Evangélica Betel – IEE (tradición metodista – presbiteriana)
[1] Castillo, José M. El Seguimiento de Jesús. Ed. Sígueme, 1986. Pág. 82
[2] Ibid., págs. 85-86 (altamente recomendable leer el apartado completo en relación con la descripción que Castillo hace del “encuentro personal”: págs. 82-86)
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