Hay cosas que por más que lo intente no acabo de entender. Y mira que llevo años en el empeño. Me refiero a la mala educación. La mala educación tiene muchos rostros y ninguno de ellos resulta atractivo. Uno, no se si el más frecuente, tiene que ver con la comunicación escrita. Hoy en día el “correo”, término conectado con “correspondencia”, es decir, el traer y llevar mensajes escritos, ha cobrado un dinamismo impensable desde hace apenas unos decenios, al pasar del “correo postal” al “correo electrónico”. El correo postal[1] está rodeado de un gran misterio. Algunos, cuando introducen su carta en un buzón, incluso acompañan la operación con unas palabras: que llegues bien. Un misterio sí, porque no siempre llegan las cartas a su destino; unas veces porque las señas no son correctas, otras por causa de una mala gestión del funcionario, en ocasiones porque el destinatario se ha ausentado (“se ausentó”, escribe el cartero en el sobre). En ocasiones la ausencia es definitiva a causa de la muerte. Si quieres asegurar la entrega o, en su defecto, la devolución, tienes que pagar un suplemento en sellos, para que el envío alcance la categoría de “certificado” y, si deseas imprimir mayor rapidez a la entrega, tienes que abonar otro recargo para que sea “urgente”; la última precaución para tener una absoluta seguridad del éxito de tu empeño consiste en hacer un nuevo abono para que el receptor acuse recibo de la entrega. Caso contrario, siempre te queda la duda de que la carta escrita, introducida en un sobre, franqueada debidamente, metida en el buzón, llegue a su destino.
El correo electrónico, el moderno e-mail, es otra cosa. Vuela no se si por las ondas hertzianas o por algún otro sistema cuya dimensión tecnológica se me escapa, y en unos segundos llega a su destino, no importa que el destinatario esté en la otra punta del mundo; caso contrario, si las señas están mal puestas, si cometes algún error, por nimio que sea, automáticamente tienes la información en tu propio “buzón” de llegadas, donde se almacena tu correo devuelto con la correspondiente aclaración. Así de sencillo. Así de matemático. Lo normal en este mundo de vértigo es que el receptor responda con gran inmediatez, aunque nada más sea un correo de trámite en espera de poder resolver con mayor precisión el tema planteado. Y así lo hace la inmensa mayoría de la gente que se mueve en internet. La inmensa mayoría, pero no todos. Están los maleducados. Algunos, generalmente los más chiquilicuatres o chisgarabís, a quienes tal vez les acaba de tocar alguna “gorra” en la tómbola de los cargos (hoy abundan los presidentes, los secretarios, los directores de cualquier cosa), con una falta de educación rayana en la desvergüenza, se permiten el lujo de despreciar cualquier correo que les llega de personas fuera del círculo de aquellos a los que deben pleitesía y, aunque reiteres tu correo (“tal vez no lo has recibido”, se suele decir en estos casos con una caridad franciscana), siguen en su actitud mayestática, con independencia de que lo que se les pida sea una simple información que no les ocuparía más de cinco segundos el facilitarla.
A eso se le llama mala educación, falta de respeto, en algunos casos soberbia, en otros flojera mental y, en cualquier circunstancia, pone en evidencia la mediocridad de quienes lo practican.
[1] El 9 de octubre se celebra el Día Mundial, conmemorando la fundación de la Unión Postal Universal en 1874.