Posted On 29/03/2011 By In Teología With 3558 Views

La misión cultural de la Iglesia en el mundo postmoderno

“El cristianismo no es sólo histórico en sus orígenes sino en su trayectoria a través de los siglos. De ahí que en cada época el anuncio de la fe se ha encontrado con la cultura de los pueblos para transformarlos, rescatándolos y dándoles la dimensión de plenitud que sólo el Evangelio puede transmitir. La revelación cristiana es histórica; y por ende cultural. Ningún hombre ha escuchado la «nuda vox Dei», independiente de toda cultura” (Paul Poupard)[1].

1. Actualidad de Pablo

2. Profetas, sabios y escribas en el Reino de Dios

3. La Gran Comisión: Universalidad geográfica, étnica y cultural

4. Pablo en Atenas: Primer encuentro entre la fe y la razón

5. La filosofía en busca de la fe

6. Evangelio, cultura y misión

1. Actualidad de Pablo

Alfonso Ropero BerzosaEn un giro inesperado de su proyectado viaje misionero por Asia Menor, debido a una visión tenida en un sueño nocturno (Hch. 16:9), el apóstol Pablo recaló en la ciudad de Atenas menos de 20 años después de los acontecimiento de Pascua. Sin que entrara en la mente ni en el programa evangelizador de la Iglesia primitiva, la providencia quiso que, bien pronto en su desarrollo histórico, el Evangelio pasara de oriente a tierras occidentales, donde imperaba la cultura helenista, y se produjese el primer contacto entre la Jerusalén cristiana y la Atenas pagana, referencia cultural del mundo antiguo por excelencia.

“El encuentro de Pablo con los filósofos atenienses es un hecho que posee algo más que el mero valor histórico. Tiene un valor típico, pues significó el encuentro entre Jerusalén y Atenas, entre la sabiduría de Dios y la sabiduría de los hombres, entre la teología del Dios vivo que se dio a conocer e su pueblo elegido y las teologías paganas e idolátricas […]; entre la metafísica bíblica y la metafísica de los gentiles” (Claude Tresmontant)[2]. La importancia de este hecho es inmensa, pues en cada época se vuelve a repetirse la confrontación entre la cultura y el evangelio y es bueno tener referentes a los que dirigirse.

Hoy, 20 siglos después, Pablo vuelve a estar entre los filósofos[3], en medio de un debate internacional que ha puesto de manifiesto, una vez, el aporte revolucionario del mensaje paulino. El filósofo francés Alain Badiou recurre a Pablo para mostrar cómo se constituye un discurso universal. El núcleo del mensaje paulino, leído desde Badiou, sería el siguiente: Pablo anuncia un acontecimiento, que es la resurrección de Cristo. Esta funda un sujeto que no puede sino ser universal, dado que para Pablo la verdad que se sigue de aquella, si es tal, es válida para judíos o no judíos y no puede inscribirse ni en la particularidad de la comunidad judía ni en el discurso filosófico griego, ni en las leyes romanas. El sujeto (Pablo, y las nacientes comunidades a las que se dirige) es fiel al acontecimiento de la resurrección si habita la situación (estar en el mundo) mediante prácticas signadas por la fe (πίστις) el amor (άγαπε) y la esperanza (ελπίσ). “La resurrección es para Pablo aquello a partir de el centro de gravedad de la vida está en la vida, ya que anteriormente, estando situada en la Ley, organizaba la subsumación de la vida por la muerte”[4]. La categoría que vertebra la interpretación que Badiou hace de San Pablo es la de “universalismo”, ejemplificado por la buena nueva de la resurrección de Jesús, y concebido como un principio que permite trascender las diferencias entre los pueblos, así como “saltar” sobre el universalismo abstracto del discurso filosófico griego y de la dominación imperial romana.

Los 20 años que transcurren entre las ascensión de Cristo a los cielos y la subida de Pablo al Areópago están llenos de acontecimiento cruciales, que fijaron para siempre el destino misionero de la Iglesia. En lo que a nosotros respecta, sólo tocaremos un aspecto de la misión cristiana, a saber, el cultural, por considerarlo el más marginado de todos, el menos comprendido y el menos trabajado. Esto es debido a prejuicios y malas interpretaciones de textos sacados fuera del contexto y de una valoración negativa del papel de la filosofía en la vida del ser humano, como si esta fuera, por esencia o definición, una poder enemigo irreconciliable con la fe (cf. 1 Cor. 1:17-23).

Para despejar dudas y malentendidos procederemos a mostrar cómo la vocación, el llamamiento a la cultura, está inscrita en la misión cristiana. Es tema es importante, porque negarse, por miedo o por incapacidad, a la misión cultural, lleva a encerrarse en una infracultura o subcultura que niega el carácter universal de la fe cristiana, que dirige a sabios y no sabios, a judíos y gentiles, a hombres y mujeres, sin distinción de raza, clase o nivel intelectual.

 

2. Profetas, sabios y escribas en el Reino de Dios.

Se suele pensar ligeramente que el hombre docto está tentado por la soberbia y la incredulidad, como si el indocto estuviera libre de perjuicios. La Escritura advierte sobre “la sabiduría de este mundo”, pero también lo hace respecto a los indoctos y sus males. Al hablar de las epístolas de Pablo, el autor sagrado dice que hay en ellas algunas cosas difíciles de entender, “las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 P. 3:16). El propio San Pablo, refiriéndose a los judíos, dice irónicamente que “confían en ser guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los indoctos, maestro de niños, que tienen en la ley la forma de la ciencia y de la verdad” (Ro. 2:20). Y nosotros, que tenemos el Evangelio de Cristo como “forma de la ciencia y de la verdad”, ¿no vamos a instruir a los indoctos y enseñar a los niños en la fe? ¿No es Cristo nuestra sabiduría, justificación, santificación y redención (1 Cor. 1:30)? ¿Acaso no tenemos una sabiduría entre los que han alcanzado madurez; sabiduría, no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que perecen (1Cor. 2:6)? Ciertamente “hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria” (1 Cor. 2:7). ¿Acaso no quería el Señor Jesucristo «escriba doctos en el reino de los cielos», que sepan sacar del tesoro de la Escritura “cosas nuevas y cosas viejas” (Mat. 13:52)?

Desde el principio, Dios ha estado enviando a este mundo a sus mensajeros, profetas que hablaron en su nombre, hasta que envió a su propio Hijo. El cual también, a imitación del Padre, envía a sus “profetas y sabios y escribas” (Mat. 23:34); sabiendo que de ellos, “a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad”.

Luego la misión cristiana no se reduce al envío de pastores, apóstoles, profetas o evangelistas, la misión cristiana también está compuesta por “sabios y escribas doctos”. Este es el lenguaje que utiliza el Señor Jesucristo. Hay que evangelizar a las masas, pero también la cultura; la ruptura entre Evangelio y Cultura es sin duda alguna un drama y un grave problema cara el futuro de nuestras iglesias[5].

 

3. La Gran Comisión

La llamada Gran Comisión que el Jesús resucitado y a punto de ascender a los cielos deja a discípulos consiste en “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”, según la versión de Mc.16.15, o “id, y haced discípulos a todas las naciones”, según Mt .28.19, para que no tiene más complicaciones y que es fácil de cumplir, se trata de ir y predicar el evangelio a todo criatura de la tierra con el propósito de haber discípulos de Jesús.

Aquí el “mundo” o “naciones” tienen un sentido geográfico y otro político. El mundo son todos los países habitados de la tierra; las “naciones” son los estados existentes en un momento dado. Los apóstoles comprendieron desde el principio, no por sí mismos, sino por la revelación del Espíritu de Dios, que el Evangelio no se iba a circunscribir a Israel, sino que tenía que llegar hasta el último rincón del planeta.

Lo que se dio en Pentecostés sin esfuerzo, a saber, que en Jerusalén estuvieron presentes “varones piadosos de todas las naciones bajo el cielo” (Hch. 2:5), los cuales oyeron en sus “lenguas las maravillas de Dios” (v. 11), ahora tenía que darse, con notable esfuerzo y peligro, la presencia de los misioneros cristianos en los distintos países del mundo, para que todos oigan, en su lugar de nacimiento y en su propio idioma, la buena nueva de Cristo. En esto hay un acuerdo general. Pero no fue tan sencillo al principio. Todos los que en Jerusalén el día de la fiesta de Pentecostés escucharon el mensaje evangélico representaban al mundo en su totalidad, pero con una particularidad. Eran “judíos” (v. 5), israelitas que por unos motivos u otros vivían fuera de su tierra. De modo que aquí el “mundo” significa más una etnia, la judía. Y todos sabemos que durante un tiempo los apóstoles fueron renuentes a abrirse al mundo de los gentiles. Para ellos, la Gran Comisión no incluía al mundo gentil. Dios tuvo que manifestarse de un modo especial a Pedro que “el mundo” incluye a los paganos, comenzando por Cornelio. Por la vida de Pablo y sus apostolado a los gentiles sabemos que no fue una decisión aceptada unánimemente.

A la Iglesia le costó tiempo, controversias y debate entender que mundo tiene un sentido más allá del geográfico y del étnico. Una vez aceptado esto, no debió ser fácil saber cómo comportarse en otros contextos ajenos a la mentalidad judía, donde en lugar de al Dios único se daba culto a multitud de dioses y donde la revelación a los judíos, la Sagrada Escritura, no tenía mayor autoridad y credibilidad que la propia de cada culto y religión.

Se precisó imaginación, coraje y fe en el propio mensaje para lanzarse al mar del paganismo con el mensaje de un Dios salvador rechazado por su mismo pueblo y ajusticiado por las autoridades romanas como si de un vulgar delincuente se tratase. Es fácil predicar a los que comparten una cultura común, o al menos parecida. Pero las cosas se vuelven muy difíciles con personas que no aceptan un Dios único, una Revelación especial y un Salvador exclusivo. Pero ese era el mundo que había que alcanzar. No había atajos ni rodeos. El reto no podía ser más grande. Había que tender un puente entre el mundo de mentalidad judía, matriz del cristianismo, y el mundo grecorromano, receptor potencial del mensaje cristiano. Pablo puso la primera piedra: “Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él (1 Cor. 9.20-23).

Así que la Iglesia tuvo que comprender que para cumplir la gran comisión de su Señor debían ampliar su mente y su concepción del mundo para incluir en él no sólo otros lugares, sino otros pueblos, otras etnias y otras culturas.

La mayoría de las iglesias han terminado por asumir el hecho de llevar el Evangelio a otros pueblo y otros etnias, invirtiendo en ello muchos talentos personales y económicos: traductores, lingüistas, impresores, maestros… Una obra ingente que ha llevado la Biblia a lugares remotos y que se dejado oir en los idiomas propios de aquellos pueblos que aún no tenían ni lenguaje escrito.

Había que hacerlo y se hizo, pero aun resta una ingente labor de misión multicultural en la que se decide el futuro de las iglesias, en una sociedad cada vez más descristianizada, donde el materialismo consumista parece arrasar con todo, no para traer felicidad a los hombres, sino para hundirlos más en su miseria y esclavitud.

El Evangelio sigue siendo el mismo en cada circunstancia cultural o histórica, no hay otro (cf. Gal. 1:7-9), pero la cultura es un elemento complejo y variado con la que los hombres construyen su vida y ordenan sus relaciones, y no es bueno que el Evangelio no esté presente en la misma, o que su lugar quede ausente después de haberla acompañado durante tanto tiempo, al menos en el Occidente.

La misión cultura es una tarea pendiente en la mayoría de las iglesias evangélicas y protestantes. Y esto en muchos sentidos. Falta una reflexión seria sobre qué significa el mundo como cultura en el contexto de la gran comisión. Todavía son muchos los que en lugar de misionar la cultura, la descalifican sin más como “sabiduría conforme a los principios de este mundo”. En lugar de construir puentes de relación y puntos de contacto, ensanchan la sima de separación y niegan cualquier punto de contacto. De este modo, en lugar de predicar el Evangelio como mensaje de alegría y de buenas noticias, lo convierten en un mensaje de confrontación.

¿Cómo hacerse judío con los judíos y griego con los griegos por causa del evangelio?

Para muchos lo primero está claro. Hay que volver a las raíces hebreas, hay que judaizar el cristianismo, lo cual, para mí, es una negación total del evangelio y su universalidad cósmica.

Lo segundo lo tienen igualmente claro, pero en signo negativo. Lo griego es la perversión del cristianismo, hay que expurgar del Evangelio todo rastro griego, fruto del sincretismo paganizante de la iglesia constantiniana. En una forma más sofisticada, es la teoría de los teólogos liberales del siglo XIX, irónicamente convertida en credo por la mayoría de los fundamentalistas, enemigos cerrados del liberalismo. Quizá se deba a que los extremos se tocan.

 

Desarrollo doctrinal del Nuevo Testamento

Los cristianos no hemos aprendido así. Partiendo del Mesías judío hemos llegado al Cristo cósmico. Es la enseñanza clara y evidente del Nuevo Testamento. Aunque el Nuevo Testamento no se formó según el modelo canónico que hoy tenemos, no hay duda que obedece a una intención claramente teológica, providencial, si se quiere. En su forma canónica hay un evidente desarrollo doctrinal que comienza con la genealogía de Mateo, donde Jesús es presentado como, “hijo de David, hijo de Abraham” (Mt. 1:1), el Mesías del Israel, continúa con la genealogía de Lucas, que lo lleva hasta Adán (Lc. 3:38), es decir, el Salvador de la Humanidad, el “segundo Adán”, como dirá san Pablo. Juan, el cuarto y último evangelio, pasa por alto la genealogía terrenal, Jesús, según la carne, ciertamente es judío, pero su origen está en el cielo con Dios. Ya no recibe títulos de carácter mesiánico. Es presentado como el Logos (Jn. 1:1), un término de impronta claramente griega, filosófica. En la carta a la Hebreos Jesús es claramente el Hijo de Dios, heredero no sólo del trono de David, sino de todo cuanto existe (Heb.1:3).

En la carta a los Colosenses la comprensión del misterio de Cristo ha avanzado años luz respecto a la primera comprensión del Jesús como Mesías judío, que sigue siendo válida, pero que, cara al mundo gentil, no se enfatizan sus notas particulares: hijo de David, trono de Israel, sino sus notas universales, aquellas que corresponden a su naturaleza divina:

“Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:15-20).

¿Qué lección debemos sacar de estos puntos?

Que nuestra concepción de Cristo debe crecer a medida que profundizamos en el misterio divino de su persona. Que la revelación de Dios en el Nuevo Testamento nos está diciendo claramente que tenemos que tener una imagen de Cristo que se corresponda a su propia persona en su doble dimensión humana y divina, particular y universal, porque una cristología pobre o defectuosa repercute negativamente en nuestra misión y en nuestro ser y estar como cristianos en el mundo. Si todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, han de ser reconciliadas por Cristo, nosotros no podemos menos que llevar a cabo esa tarea alcanzando a los marginados e indoctos, como a los doctos y sabios de este mundo.

 

4. Pablo en Atenas

Volvamos a Pablo donde le dejamos, en Atenas. Para algunos su estancia en la capital de la filosofía fue un fracaso, rechazo total de su mensaje y ninguna comunidad cristiana formada en la ciudad. Es más, piensan que fue después de esta amarga experiencia que escribió a los corintios: “No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo. Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, Y desecharé el entendimiento de los entendidos” (1 Cor. 1:17-19).

Hay que notar que Pablo que llegó a Atenas desde Berea, donde quedó sólo. Pidió que Silas y Timoteo viniesen a él lo más pronto que pudiesen (Hch. 17:15). Evidentemente el apóstol no tenía mucha intención de permanecer en Atenas, ni de misionarla; quería llegar a Corinto, la capital política, pero mientras esperaba “su espíritu se enardeció viendo la ciudad entregada a la idolatría” (v. 16). O sea, que su primera reacción es de rechazo: «estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos» (v. 16).

Por esta indicación percibimos lo que podría ser una primera tentación al misionar otras culturas: la indignación frente a todo aquello que es contrario al Evangelio, y a hacer de este una denuncia del error y la malicia del pueblo, su cultura y sus tradiciones; tentación que busca desarmar al cristiano, transformando en acusador a quien es misionero de salvación por excelencia. «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3:17). La misión cristiana exige ante todo lucidez respecto al mundo al que va a anunciar el Evangelio, y valor, confianza, parresía, en el anuncio.

Mientras esperaba a sus colaboradores, Pablo dividió su tiempo en dos actividades, la primera, como es su costumbre, se dirige a la sinagoga, con aquellos que adoran al mismo Dios, entre los su predicación puede apoyarse en un punto común: la fe en un Dios único y en su palabra revelada en las Escrituras (v. 16). Pero, al mismo tiempo, sin que se nos diga qué resultado tuvo entre sus compatriotas, se dirige al ágora, a la plaza, donde bulle la vida, el mercado de productos y de ideas corre de un lado para otro, donde la gente ociosa acude a la sombra de sus soportales a intercambiar impresiones, como todavía se hace un muchas plazas mediterráneas. Entonces, mientras Pablo hablaba con unos y otros, aparecen unos filósofos epicúreos y estoicos que salen al encuentro del apóstol. Es digno de notar, que este mismo proceder se repite en la ulterior relación de la filosofía con la fe. Aunque no comprenden el mensaje de Pablo, le invitan al Areópago, para exponer su tema con más detenimiento. El misionero cristiano no pretendía buscar la filosofía, pero ésta ha topado con él y le invita o le fuerza a que presente sus credenciales. La filosofía, por naturaleza de oficio, “quiere saber”, tiene pasión investigadora. Es algo que la honra frente a los soberbios que desprecian cuanto ignoran.

En una primera impresión, los filósofos epicúreos y estoicos le tomaron por un «charlatán» o un «vendedor ambulante de divinidades extranjeras», ya que el anuncio de Jesús y la resurrección, fue entendido por ellos como los nombre de una pareja divina: un dios Sanador y su consorte la Restauradora. En griego resurrección se dice anastasis, que ellos debieron tomar por Anastasia, la que tiene poder de restaurar o resucitar.

Estos sorprendidos filósofos quisieron saber sobre la nueva enseñanza predicada por Pablo, “pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto” (v. 20). El autor añade una aclaración, a modo de reproche: “Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo” (v. 21). Sea por curiosidad o por desprecio, el caso es que ofrecieron al apóstol una oportunidad de oro: Exponer a las autoridades reunidas en el areópago el mensaje de Cristo.

Pablo aprovecha la ocasión que se le presenta, aunque no se engaña respecto a las disposiciones de sus oyentes. Los atenienses no buscan la verdad, solo la novedad. Pero no se desanima, aunque podría hacerlo, ¿no es pérdida de tiempo hablar a un pueblo con tales disposiciones?

Hasta aquí Pablo se había enfrentado a judíos y judaizantes, a magos y falsos profetas, a quienes les unía una cosmovisión muy parecida, ahora le toca enfrentarse a la filosofía, cuyo modo de proceder y discurrir eran algo totalmente nuevo para el apóstol. Allí, en el areópago de Atenas, entraban en contacto por primera vez el Evangelio y la Cultura, la Fe y la Razón.

La indignación primera ha pasado al asombro, y el asombro a la deliberación. El menaje a los atenienses es el más largo que registra Lucas. Ciertamente, algo nuevo estaba teniendo lugar allí. Algo transcendental que servirá de guía y norte en las misiones a otras culturas.

En la introducción, Pablo busca un punto de apoyo compartido por todos, por orador y auditorio. Desde el principio deja claro que el Dios a quien el predica no es una divinidad más, sino el Dios a quien los atenienses han estado adorando desde siempre sin saberlo, de lo que da testimonio un monumento entre otros muchos, un altar salido de las manos de un artesano griego con la siguiente inscripción: «Al Dios desconocido». En sí mismo, sólo significa el reconocimiento de la existencia una hipotética divinidad ignorada por los griegos, a la que no quisieran ofender negándole su reconocimiento. Es probable que al edificar este altar, obedecieran a un temor supersticioso de haber olvidado algunos dioses (se hecho, la inscripción estaba en plural). Pablo hace su propia lectura de esta inscripción la convierte en el punto de partida y conexión con su auditorio.

Vemos, pues, que, desde el principio de la misión cristiana, existen puntos de contacto entre el creyente y el no creyente. Y hay más. El estado de ánimo de Pablo al comienzo de su estancia en la ciudad era de indignación interna. La visión de la idolatría ateniense le sublevaba tanto como a nosotros nos puede sublevar la miseria de los niños abandonados en la calle. Se calcula que en Atenas había entre 10 y 30.000 imágenes de los dioses. Petronio, escritor romano contemporáneo de Pablo y autor del Satyricon, dijo que en Atenas era más fácil encontrar un dios que un hombre. Atenas confrontó a Pablo con su idolatría, como la sociedad postmoderna nos puede confrontar a nosotros con sus negaciones y relativismos.

A Pablo no le llamó la atención la nobleza de la ciudad, su arte, su cultura, sus academias, sino su idolatría. Es lo más que podía impactar a una persona educada en el monoteísmo. Fue una conmoción muy fuerte para él. Pero no se quedó así, con esa impresión negativa, sino que supo dejarse enseñar por la ciudad antes de enseñarle él a ella. De todo aquel marasmo de imágenes y estatuas reparó en la inscripción que mencionamos: «Al Dios desconocido», y la creyó muy apropiada para comenzar su mensaje. Era inútil hacerlo con el texto de una Escritura que para los griegos no decía nada, pero, ante esta inscripción, tenían que reconocer que era su misma sabiduría la que les hablaba.

Hay quien se cierra a cualquier diálogo posible con el mundo postmoderno, secularizado y ajeno a la vida espiritual, y exige la confrontación directa del mensaje evangélico, afirmando que el mundo, por su pecado, está muerto a la realidad divina y no puede captar su verdad a menos que primero sea regenerado mediante la fe la en el mensaje salvador de Cristo. Pero aquí se confunden dos planos bien distintos: salvación y proclamación de la salvación. Ciertamente, la primera es una obra divina realizada en el corazón por el Espíritu Santo mediante la predicación del Evangelio (Ro. 10:17). La proclamación, sin embargo, sigue cauces muy distintos, dependiendo del auditorio y las circunstancias; el mensaje es, por otra parte, siempre el mismo: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Ro. 10:9).

Con los judíos que habitaban en Macedonia, como los habitaban en Asia Menor o en el mismo corazón de Tierra Santa, san Pablo tenía claro lo que tenía hacer: mostrarles mediante la Escritura que Jesús era el Mesías prometido (cf. Hch. 17:3). Pero este patrón cambia cuando el mismo Espíritu de Dios le impide que una y otra vez que predique la palabra Asia, Bitinia o Misia, hasta que “se le mostró a Pablo una visión de noche: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: Pasa a Macedonia y ayúdanos” (Hch. 16:7-9).

Macedonia era la patria de Alejandro Magno, foco del helenismo que se extendió por todo el mundo. Pablo no la contemplaba en sus planes misioneros, pero la intención divina era distinta. El Evangelio tenía que penetrar en Grecia, portadora de una cosmovisión totalmente diferente de la hebrea, en la que Pablo había sido educado, al igual que la primera generación de los discípulos de Cristo. Era un terreno nuevo, por eso Pablo, buscó, en tierra extraña, los rostros familiares de sus hermanos en diáspora, con sus oraciones y Escrituras comunes. Avanzó por Macedonia de sinagoga en sinagoga; Filipos, Tesalónica, Berea y la misma Atenas: “Mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos” (Hch. 17:17). A continuación, las circunstancias le desbordaron y, tomado de la mano por los filósofos, se encontró frente a frente con las autoridades políticas y culturales de la ciudad, ante las que proclamó un mensaje muy distinto al patrón de los seguidos en el contexto de la cultura judía. Para empezar, no cita ni una sola vez las Escrituras, sino una escritura pagana inscrita en un altar pagano, su primer “punto de contacto” para misionar a aquella clase culta que le pedía razones de su fe.

Varios escritores antiguos confirman que había tales altares en Atenas. Uno de ellos, por ejemplo, cuenta cómo Epiménides de Creta (siglo VI a. C.) pudo contener una plaga en Atenas con la construcción de altares a dioses desconocidos. Es de notar que Pablo citó además un poema de este mismo Epiménides en su discurso: “Porque en él vivimos y nos movemos y somos”, y Arato (310-240 a. C.), paisano suyo de Cilicia: “Porque linaje suyo somos” (Phainómena, v. 5). En total recurrió a cuatro o cinco puntos de contacto para legitimar su anuncio.

“Pasando y mirando vuestros santuarios, hallé” (Hch. 17:21), Pablo hizo un cursillo de educación acelerada en su paseo la ciudad, observando atentamente cualquier detalle que pudiera orientarle respeto a la intención y propósito de la mente de los ciudadanos de Atenas.

Es evidente “que Pablo escuchó la voces de la ciudad y asimiló todo lo que le dijeron, porque su discurso en el areópago llegó a ser la declaración clásica de las verdades cristianas para la mente griega en palabras comprensibles para ella. Para poder hablar a la ciudad con efectividad, como lo hizo Pablo, es necesario escuchar primero las voces de la ciudad con tanto cuidado como lo hizo él. Tendremos que escuchar las voces diversas y confundidas de nuestro mundo postmoderno de hoy si queremos lograr una comunicación efectiva hacia él” (Alex MacDonald)[6].

Pablo hizo algo escandaloso para determinados fundamentalistas tan preocupados por la literalidad y pureza de la letra. Los poemas que cita se refieren a Zeus como ser supremo del panteísmo griego, que, aún en sus expresiones más nobles, distaba mucho del Dios de la revelación bíblica. Sin embargo, para él, decían verdad, y toda verdad es de Dios. La verdad, dirá después Tomás de Aquino, la diga quien la diga, procede el Espíritu Santo. Precisamente por eso, siguiendo el ejemplo de Pablo, debemos desarrollar la capacidad para reconocerla, darle la bienvenida y utilizarla, cualquiera que sea su procedencia. Para poder hacerlo, primero hay que aprender a escuchar, a leer entre líneas. Hay que alentar el espíritu de comprensión, y evitar la fácil tentación de ceder al escándalo y al espíritu de reprensión, agogeros del desastre más que profetas de la renovación de todas las cosas en Cristo.

Para comunicar el evangelio de manera efectiva a la ciudad y al mundo, no hay que fijarse en los exterior y en los aspectos más débiles y negativos, comunes a toda la raza humana caída en el pecado, hay que aprender a escuchar y detectar esos gérmenes de verdad y de luz que, en última instancia, proceden del que es la Verdad y la Luz del mundo (cf. Jn. 1:4,8).

Se suele pensar en las sociedades del saber y la cultura como centros compactos de pensamiento, cerrados en su propio escepticismo y endiosados en sus propios logros. Pero raramente se detiene uno a pensar por qué ciertas sociedades hacen del escepticismo su morada vital. Quizá porque están cansados de vana palabrería, de mensajes mesiánicos que han llevado a muchos a la ruina, de pretendidos salvadores que han acarreado la condenación y ruina de muchos. Quizá el mundo postmoderno esté desesperanzado por la verdad y aunque le gustaría creer en la verdad, desconfía de las pretensiones absolutas, porque la experiencia le dice que la llamadas verdades absolutas, cuando afirmadas por el hombre, suelen ser muy relativas.

Esto no es una característica del llamado mundo postmoderno, secularista y descreído, es una constante en la historia de la humanidad y hunde sus raíces en la experiencia de las cosas. Todos recordamos la pregunta que hizo Pilato a Jesús: “¿Qué es la verdad?” (Jn. 18:38), cuando este le dijo: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz”.

La única verdad que Pilato había aprendido en su carrera político-militar era la del poder, el dinero, la corrupción, el uso de la fuerza. El poder, el dinero, la fuerza, es lo inmediato, o se si tiene o no tiene, la verdad también es poderosa, mucho más poderosa, y también peligrosa cuando uno da su credibilidad a lo luego resulta no ser verdad. Por eso la gente teme la verdad, y se vuelve cínica, desconfiada. Y sin embargo, necesita la verdad como la vida, como el aire que respira. Por eso hacen del escepticismo su verdad y su credo, porque no pueden vivir sin algo sólido, en lo que crean firmemente. Porque temen el engaño y la desilusión. O, simplemente, porque han sido educados en el relativismo cultural. La gente, como Pilato, se contenta con sus verdades parciales, particulares, aquello que le afecta personalmente. “Jesús no es un subversivo, esa es la verdad del asunto”, se dice Pilato, lo demás no me importa. Si es rey de los judíos, el mesías o no, no le interesa, la basta con saber que no es peligroso para sus fines políticos.

Pero Pablo, que es un convencido del poder la verdad: “nada podemos contra la verdad, sino por la verdad” (2 Cor. 13:8), hace de la ignorancia lúcida de atenienses su punto de partida para anunciar la verdad del Evangelio. «Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (v. 23), Pablo lleva a sus oyentes a una toma de conciencia en base a sus mismos presupuestos. Su panteón es insuficiente, su cosmovisión religiosa no es completa, admiten de buena la fe la existencia de un dios que ellos ignoran: “Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar”. Las aspiraciones religiosas, aunque insuficientes, erradas o latentes, sólo encuentran su sentido y su manifestación a la luz del Evangelio de Cristo.

Pero Pablo descubre más puntos de contacto con su auditorio. Dios “no habita en templos hechos por manos humanas” (Hch. 17:24). El pensamiento grecorromano mediante la reflexión de sus poetas y los filósofos había llegado a la conclusión de que el verdadero templo, el más auténtico de todo, es el alma humana. Los estoicos, fieles a la enseñanza de Zenón, decían: «No hay que construir templos, pues ninguna obra de albañilería o de artesanía vale ante él». Los platónicos estaban de acuerdo con esta afirmación, pero no creían que era necesario aceptar la supresión de los templos. Tanto en un caso como en otro la sociedad iba madurando para recibir la enseñanza cristiana sobre el Dios que no habita en templos de fábrica humana.

Después apela a los estoicos cuando dice: “Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación” (v. 26). Aunque el concepto del estoicismo sobre la providencia era ambiguo, identificándola con el orden racional del mundo y su necesidad, Pablo tiene ahí un punto de apoyo para abrir el corazón de sus oyentes. La pluralidad de los pueblos en la historia pertenece, también, al orden querido por Dios. La filosofía estoica, sabiduría de la razón, llevó a un progreso notable en la toma de conciencia sobre este punto. En el nivel de la filosofía, la discriminación tan fuertemente marcada entre los hombres libres y esclavos fue abolida. Hay un conjunto de verdades que la razón natural puede percibir y que el Evangelio confirma. Unidad de origen y también unidad de destino: «Para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros» (v. 27).

La divinidad no se encuentra lejos de cada uno de nosotros. Lo que Pablo pide es una reflexión que conduzca al hombre a interrogarse sobre el sentido de la existencia y a reencontrar su interioridad: «pues en ella (la divinidad) vivimos, nos movemos y existimos» (v. 28). El apóstol recurre, para ello, a la autoridad de un poeta pagano. “No puede ofrecerse una verdad a ningún hombre si algo en su propio interior no se prepara para ello y lo espera” (C. Tresmontant).

De ningún modo está cambiando el contenido de su mensaje, sólo su presentación, su manera de apelar a su intelecto de modo que puedan aceptar las notas de credibilidad de la fe. Ponerles en el camino de la acogida de las verdades que se conocen únicamente por la revelación, pero que no viola la razón, sino que la libera. Dios tiene que trabajar en el alma del que escucha, y el predicador-misionero tiene que predisponer y preparar la inteligencia para comprender el contenido de la revelación.

Hasta este punto los oyentes atenienses podían estar de acuerdo en todo, pero de pronto, Pablo da a su discurso una nueva dirección, sorprendente, que, desde otro ángulo, lo sitúa en una nueva perspectiva, sin negar nada de lo que había sido dicho hasta ahí. La llamada al arrepentimiento y sobre todo el anuncio del juicio final y de la resurrección de los muertos no podía menos de suscitar en ellos la irritación y la burla.

Ésta es, en efecto, la gran piedra de tropiezo: la mención de la resurrección ponía fin al discurso, ya que no había nada que más se opusiera a las ideas griegas. El Platón del Fedón quería probar la inmortalidad del alma, pero prescindiendo del cuerpo. «Una vez derramada en tierra la sangre negra de un ser humano, ningún encantador volvería a recogerla en las venas de donde brotó» (Agamenon, 1019-1021), enseñaba el dramaturgo griego Esquilo al pueblo reunido en los teatros. «Cuando el polvo ha bebido la sangre de un hombre, si ha muerto, ya no hay para él resurrección» (Euménides, 647-648). Las religiones de los misterios compartían esta creencia general: inmortal es sólo el alma, el cuerpo es una cárcel que debe desaparecer. Platón, basado con antiguas tradiciones, defendía la doctrina de la reencarnación, tan popular en nuestros días.

Pablo ha procedido con suma cautela, tanto que ni ha mencionado el nombre de Jesús, se refiere a él como “aquel varón a quien designó” (Hch. 17:31). Tal vez si lo hubiese nombrado sus oyentes habrían visto ahí el nombre de uno de los numerosos fundadores de sectas, anunciando una nueva doctrina después y al lado de tantas otras. No es que Pablo esconda este nombre, sino que va directamente a la acción de Dios que Él significa: “dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (v. 31).

La reacción fue inmediata: «Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: Sobre esto ya te oiremos otra vez» (v. 32).

Nos pueden parecer descorteses, pero júzguese cada uno sobre su reacción al anuncio de cosas totalmente nuevas a su manera habitual de pensar. La verdad necesita tiempo y una preparación previa para abrirse paso en la selva de prejuicios, o lo que Francis Bacon llamaba los “ídolos del intelecto”[7]. “El intelecto humano, cuando se complace en una cosa (ya porque sea generalmente admitida y creída, o porque cause deleite), obliga a todas las otras cosas a ser confirmadas y estar de acuerdo con ella; y por más grande que sea la fuerza y el número de las pruebas en contrario, o bien no las observa, o las desprecia, o las quita de en medio y rechaza valiéndose de un distingo cualquiera y ello no sin grande y pernicioso perjuicio, con tal de que sus primeras conclusiones permanezcan invioladas”[8].

No tiene nada de extraño la resistencia que las tradiciones culturales oponen al Evangelio. Lo hacemos nosotros incluso como cristianos frente a nuevos grupos o movimientos eclesiales de renovación. No voy a citar ejemplos, para no abrir viejas heridas.

La conclusión del relato de Pablo en el Areópago es breve: «Así salió Pablo de en medio de ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos» (vv. 33-34).

Aquellos que ven con suspicacia la filosofía ven aquí confirmados sus prejuicios y hablan de un fracaso[9]. Ciertamente no fue un éxito brillante y espectacular. Pero no todo van a ser derramamientos del Espíritu Santo como en Pentecostés. En la misión cristiana hay que guardar distancia respecto al lenguaje del éxito, que no es adecuado cuando se trata de la expansión del Evangelio.

La fuerza de los prejuicios y la oposición de una cultura distinta no deben convertirse en obstáculos insalvables, tampoco deben convertirse en elementos de contradicción que hagan replegarnos en lo negativo, si algo es el misionero cristianos es un predicador de buenas noticias de salvación, nunca un detective de los vicios y males de la sociedad, un policía moral más predispuesto a condenar que a regenerar.

Las sombras y la ignorancia de la cultura respecto a las verdades de la fe no anulan todas las cosas buenas que toda cultura tiene, aunque de momento no lo comprendamos. El respeto por la naturaleza, por los mayores, el cuidado de los niños, el sentido de comunidad, son valores susceptibles de ser fecundados por el Espíritu de Dios y elevados a su máxima potencia. Hagamos caso a la amonestación de san Pablo:

“Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil. 4:8).

No estamos ante un problema de incomprensión intelectual o de lucha de culturas, sino de carácter y sentimientos, de actitudes.

Lo grave no es la diferencia de ideas o creencias, lo que mueve al mundo son las pasiones, las actitudes, el modelo de hombre y de sociedad acorde a ese modelo. Las justificaciones intelectuales vienen después. E.R. Dodds en su importante estudio Paganos y cristianos en una época de angustia subraya que las «discusiones doctrinales» son menos importantes las «diferencias de mentalidad y de sentimientos». Y termina diciendo: «Los cristianos eran «miembros unos de otros», y esto no era una simple fórmula. Efectivamente, ésta fue la causa principal, quizá la única causa y la más fuerte, del progreso del cristianismo»[10]. «Si no hubiera existido eso, el mundo seguiría siendo pagano» (A.-J. Festugière).

 

5. La filosofía en busca de la fe

La Iglesia no desarrolló ningún programa misionero para llegar a la cultura. Y sin embargo, la cultura entró en la Iglesia. Esto es lo llamativo y sorprendente de la relación fe y filosofía en los primeros siglos del cristianismo.

El primer relato autobiográfico de un filósofo convertido al cristianismo se lo debemos a Justino, que llegó a ser mártir. Nació en Flavia Neapolis (actual Nablus, Jordania), ciudad romana construida en el lugar donde estuvo la antigua Siquem, en Samaria, consagró toda su juventud al estudio filosófico, pasando de una escuela a otra, sin encontrar lo que buscaba. Lo primero que llamó la atención de Justino sobre el cristianismo no fue su doctrina, que ignoraba, sino el ejemplo de sus mártires: “Yo mismo, cuando seguía la doctrina de Platón, oía las calumnias contra los cristianos; pero, al ver cómo iban intrépidamente a la muerte y todo lo que se tiene por espantoso, me puse a reflexionar ser imposible que tales hombres vivieran en la maldad y en el amor de los placeres. Porque, ¿qué hombre amador del placer, qué intemperante y que tenga por cosa buena devorar carnes humanas, pudiera abrazar alegremente la muerte, que ha de privarle de sus bienes, y no trataría más bien por todos los medios de prolongar indefinidamente su vida presente y ocultarse a los gobernantes, cuanto menos soñar en desatarse a sí mismo para ser muerto?” (Apología II, 12).

Un día, casualmente conoció a un anciano mientras se encontraba en Efeso, que le introdujo en la fe cristiana. El encuentro todavía se mueve en el plano de las emociones y los sentimientos. Justino quedó impresionado por el aspecto venerable de su persona y de su sabiduría, que le condujo de los profetas a Jesucristo: “Se marchó el viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y no le volví a ver más. Mas inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo, y, reflexionando conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano, hallé que ésta sola es la filosofía segura y provechosa. De este modo, pues, y por estos motivos soy yo filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador” (Diálogo con Trifón).

A partir de entonces se convirtió en un “filósofo misionero del cristianismo”. Con este fin emprendió algunos viajes y llegó por los menos dos veces a Roma, donde abrió la primera escuela de filosofía cristiana que se conoce. Buen número de sus alumnos procedían de un trasfondo cristiano, interesados en profundizar en su fe guiados por la maestría teológico-filosófica de Justino. Algunos de estos alumnos terminaron juntamente con el maestro dando testimonio de su fe mediante el martirio, entregando su vida en honor de la verdad cristiana.

Justino fue víctima de las maquinaciones del despechado filósofo pagano Crescente, a quien Justino había derrotado en repetidas ocasiones en debates públicos. Justino lo vio venir, nada hay peor el orgullo herido de una persona amante del favor y de la gloria del pueblo. “Espero, confiesa Justino, ser víctima de una trama de Crescente, aquel amante no de la sabiduría, sino de la jactancia” (Apol. II, 8)[11].

Taciano fue otro filósofo, de origen sirio, de quienes sabemos muy poco. Fue educado en la filosofía y en calidad de sofista viajó mucho para hacer admirar su talento. La lectura de las Escrituras produjo en él uno de los impactos mayores de su vida, admirado no sólo por la sabiduría que en ella descubre, sino sobre todo por la sencillez y humildad que rebosa. Se convirtió, al parecer, en Roma, y fue discípulo de Justino. Taciano refleja un carácter vehemente y radical, que anticipa la reacción de Tertuliano. En su Discurso contra los griegos rechaza completamente tanto la filosofía de los griegos, como su cultura y sus costumbres. Pero este rechazo, como en Tertuliano, está motivado por razones morales y de conducta de los detentadores de la sabiduría: “¿Qué habéis producido que merezca respeto, con vuestra filosofía? ¿Quién de entre los que pasan por los más notables estuvo exento de arrogancia? Diógenes, que con la fanfarronada de su tonel ostentaba su independencia, se comió un pulpo crudo y, atacado de un cólico, murió de intemperancia; Aristipo, paseándose con su manto de púrpura, se entregaba a la disolución con apariencias de gravedad; Platón, con toda su filosofía, fue vendido por Dionisio a causa de su glotonería. Y Aristóteles, que puso neciamente límite a la providencia y definió la felicidad por las cosas de que él gustaba, adulaba muy paletamente al muchacho loco de Alejandro, quien, muy aristotélicamente por cierto, metió en una jaula a un amigo suyo por no haberle querido adorar, y lo llevaba por todas partes como a un oso o un leopardo” (116).

Menos todavía sabemos de Panteno, el primer director de la escuela catequética de Alejandría (alrededor del año 180). Estudió la filosofía estoica e hizo todo lo que pudo para llevar a otros filósofos a la fe, pero no sabemos nada de cuándo ni por qué ocurrió su conversión. El motivo debió ser el testimonio edificante de los cristianos de su época. Debido a su preparación teórica asimiló bien el contenido doctrinal cristiano, convirtiéndose en maestro excepcional de la fe, sentando la base de una escuela ejemplar que iba a ser la cuna de notables pensadores cristianos.

Su principal discípulo fue Clemente, nació hacia el año 150, probablemente en Atenas, de padres paganos; después de hacerse cristiano, viajó por el sur de Italia y por Siria y Palestina, en busca de maestros cristianos, hasta que llegó a Alejandría; las enseñanzas de Panteno hicieron que se quedara allí. Su conocimiento de los escritos paganos y de la literatura cristiana es notable; según Quasten, en sus obras se encuentran unas 360 citas de los clásicos, 1500 del Antiguo Testamento y 2000 del Nuevo. Para Outler, son 430 los textos en los que parafrasea o alude al pensamiento de Platón (“The Platonism of Clement of Alexandria”, en Journal of Religión 20 (1940), pp. 212-240).

La amplia cultura pagana de Clemente no fue borrada por su encuentro con el cristianismo; seguía encontrando en ella mucho de positivo y la gran trascendencia de su obra se deberá precisamente a lo mucho que contribuyó a que la filosofía fuera aceptada en la Iglesia. Los filósofos gentiles, Platón en especial, se hallaban según él en el camino recto para encontrar a Dios; aunque la plenitud del conocimiento y por tanto de la salvación la ha traído el Logos, Jesucristo, que llama a todos para que le sigan. Éste es el tema del primero de sus escritos, el Protréptico o «exhortación», una invitación a la conversión:

“Antes de la venida del Señor, la filosofía era necesaria a los griegos para la justicia; ahora, en cambio, es útil para conducir las almas al culto de Dios, pues constituye como una propedéutica para aquellos que alcanzan la fe a través de la demostración. Porque «tu pie no tropezará» (Prov 3:28), como dice la Escritura, si atribuyes a la Providencia todas las cosas buenas, ya sean de los griegos o nuestras. Porque Dios es la causa de todas las cosas buenas: de unas es de una manera directa, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras indirectamente, como de la filosofía. Y aun es posible que la filosofía fuera dada directamente (por Dios) a los griegos antes de que el Señor los llamase: porque era un pedagogo para conducir a los griegos a Cristo, como la ley lo fue para los hebreos (cf. Gál 3:24). La filosofía es una preparación que pone en camino al hombre que ha de recibir la perfección por medio de Cristo…” (Stromata, I, 5, 28).

Basten estos pocos ejemplos para mostrar cómo la filosofía busca y encuentra la fe cristiana como la verdad y cómo a partir de ese momento se convierte en propagadora de la fe en su medio cultural. Gracias a la labor de aquellos pioneros, la filosofía y la teología anduvieron una junta a otra durante siglos y más siglos. Hoy, sin embargo, somos testigos de un creciente divorcio entre la cultura y el evangelio. No es una situación deseable, pues, por su vocación universal, tanto en sentido geográfico como intelectual, el Evangelio está llamado a impregnar la cultura con la verdad revelada para llevarla a la plenitud. Debido a circunstancias históricas y subsiguientes malentendidos el diálogo con la cultura se interrumpió en el siglo XVI en el sector reformado. Pero al principio no fue así. Lo acabamos de ver.

6. Evangelio y cultura hoy

El Evangelio tiene que llegar la cultura para renovar al hombre, tanto al que está dentro como al que está afuera. El Evangelio ofrece una nueva mirada que el mundo necesita. La decadencia de las ideologías y de las utopías ha llevado al ser humano a buscar su nueva identidad. La crisis actual ha añadido una nueva y grave inquietud, que no afecta sólo a la economía sino a la moral y la confianza en los dirigentes, políticos, académicos, financieros, que han sido hallados culpables de muchas bajezas: codicia, ignorancia, avaricia, egoísmo, engaño, fraude, mentira, corrupción.

¿De dónde vendrá la respuesta?

Del Evangelio que llega al corazón con poder renovado.

Hoy está en juego el destino del hombre. Los cambios rápidos y universales que dominan nuestras sociedades trastocan y desfiguran la identidad cultural de los pueblos y la globalización propone una cultura única bajo la advocación del dios Mamón y su profeta la Banca. Semejante perspectiva exige una reafirmación de las identidades culturales, y un refuerzo de las culturas basado en la dignidad del ser humano, llamado a la comunión con Dios y a la vivencia de una fraternidad universal, basada en la fe, la esperanza y el amor; acogiendo todo lo bueno y todo lo noble que hay en cada cultura, a la vez que fecundando cada cultura con los principios del Evangelio para favorecer un intercambio benéfico y evitar un aislamiento empobrecedor.

El Evangelio no anula ni sustituye a la cultura; al contrario, la purifica de las escorias que le impiden reflejar adecuadamente la identidad y el destino eterno del hombre y del mundo, libera sus recursos más profundos y da valor a cuanto de verdadero, bello y bueno semejante cultura contiene, abriéndola a perspectivas ilimitadas, que no sólo no menoscaban su impulso, sino que lo exaltan e intensifican (Giuseppe Savagnone). El Evangelio siempre potencia lo que toca, pues el poder de Dios. Lo que niega o condena son los aspectos cancerígenos que amenazan la vida del individuo y de la sociedad. El Evangelio, al sanar a la naturaleza humana mediante la fe en Cristo, consolida, unifica y potencia los recursos humanos, en pro del Reino de Dios, que “no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Ro. 14:17).

Al extender el Evangelio en todos los frentes, estamos contribuyendo a la formación de una nueva humanidad, resultado de hombres nuevos regenerados por el Espíritu de Dios (Jn. 3:3-4), muertos y resucitados con Cristo mediante el bautismo (Ro. 6:4). La persona realmente convertida y correctamente educada en los fundamentos de su fe se preocupa de un modo sincero de la cultura y de las inquietudes de su tiempo, mostrando nuevas sendas de fidelidad y compromiso.

La verdadera predicación del Evangelio enriquece a las culturas, ayudándolas a superar sus deficiencias y humanizándolas, comunicándoles a sus valores legítimos la plenitud de Cristo. La cultura es el mundo creado por el hombre en su estado caído, contingente y menesteroso. El Evangelio da testimonio de un mundo nuevo creado por el poder renovador del Espíritu divino. Pero el Evangelio no es un invasor arrogante de este mundo, que pueda proceder a su antojo arrasando a su paso todo cuanto se le antoja. Para el cristiano, el mundo no es el Canaán que hay que destruir para luego habitar, el mundo al que está llamado a predicar, es su mismo mundo, el mundo creado por Dios, al que envió a su Hijo, no para condenarlo sino para salvarlo (Jn. 3:16).

Necesitamos creyentes que sepan hablar el lenguaje de la cultura, que sepan transmitir la totalidad de la fe de manera comprensible, relevante e inteligente. Personas coherentes en su forma de pensar y de vivir. Sin duda una tarea inmensa, pero rica en perspectivas y posibilidades; por otra parte, no queda otra si que quiere garantizar el futuro de las nuevas generaciones educadas en un ambiente totalmente desacralizado y crecientemente descristianizado.

Es cierto que de nuestras iglesias podemos decir lo que Pablo de los corintios: “ mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne” (1 Cor. 1:26), pero mi experiencia pastoral me dice que, a veces, es suficiente con no poner obstáculos a aquellos que sienten en su interior el espíritu de la filosofía, la pasión por la verdad como vocación de vida. Cierto que ya tenemos la verdad en Cristo, pero ¿cómo hacerla comprensible al que es ajeno a la vida de Dios y a cualquier tipo de transcendencia? ¿Cómo afirmarla en la misma iglesia en medio de los desafíos de le lanza la cultura, y que son ineludibles, pues se propagan en los colegios, en las universidades, en la literatura, en los medios de comunicación masiva?

Hay que avivar los dones que puedan existir en la congregación, alentar y no entorpecer el desarrollo de aquellos que, desde la fe, sienten inclinaciones por la labor intelectual, aquellos a quienes de una forma aguda la fe les lleva a inteligencia. Una fe debidamente ilustrada y una identidad cristiana suficientemente sólida puede ayudar a superar fácilmente las perplejidades y obstáculos racionales que puedan plantearse en un momento dado a creyentes y no creyentes, contribuyendo así a realizar la gran comisión que nos dejó el Señor de llevar el Evangelio a toda criatura.



Evangelio y cultura en los umbrales del tercer milenio”, http://multimedios.org/docs/d000863. Cf.

[2] Claude Tresmontant, San Pablo, p. 118. Salvat, Barcelona 1988.

[3] John D. Caputo, ed., St. Paul among the Philosophers (Indiana University Press, 2009); Douglas Harink, ed., Paul, Philosophy, and the Theopolitical Vision: Critical Engagements with Agamben, Badiou, Zizek, and Others (Cascade Books 2010); Gabriel Liceaga, “San Pablo en la Filosofía política

contemporánea: un estado de la cuestión”, en Realidad: Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, 121, 2009, 471-486; R. Mate y J.A. Zamora, eds., Nuevas teologías políticas. Pablo de Tarso en la construcción de Occidente. Anthropos, Barcelona 2006.

[4] A. Badiou, San Pablo. La fundación del universalismo, p. 66 (Anthropos, Barcelona 1999). Véase también, bajo diferente enfoque: Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la carta a los romanos (Trotta, Madrid 2006); Jacob Taubes, La teología política de Pablo (Trotta, Madrid 2007); Slavoj Žižek, El espinoso sujeto (Paidós, Buenos Aires 2001).

 

[5] Véase T.M. Moore, Culture Matters. A Call for Consensus on Christian Cultural Engagement. Brazos Press, Grand Rapids 2007.

Alex MacDonald, Predicando en el Mundo Postmoderno. Tercera Parte: Pablo el Predicador. http://www.recursosteologicos.org/Documents/Alexmacd3.htm

[7] Los «ídolos» son, para Bacon, las tendencias del intelecto humano que dan lugar a los errores y a los prejuicios, y que ocultan, por tanto, el verdadero saber, de igual manera a como los ídolos entorpecen la visión del verdadero Dios. En una palabra, los «ídolos» son nociones e imágenes falsas que se apoderan de la mente y tienden siempre a reaparecer.

[8] Francis Bacon, Novum Organum, I, 49.

[9] “El resultado de Pablo entre los filósofos, es motivo para regocijarse, decir lo contrario es pecar de ingratitud contra Dios. ¡Ya quisiéramos hoy que la predicación en una universidad resultara en la conversión de uno de los catedráticos!” (Alex MacDonald).

[10] Paganos y cristianos en una época de angustia. Algunos aspectos de la experiencia religiosa desde Marco Aurelio a Constantino. Madrid 1975

[11] Taciano, discípulo de Justino, dice que “Crescente, que instaló su madriguera en la gran ciudad, sobrepasó a todos en pederastia y avaricia. Aconsejaba a otros a menospreciar la muerte, pero la temía tanto él mismo que tramó infligirla a Justino, y lo mismo también a mí, como si fuera un gran mal” (Discurso contra los griegos, 19).

Alfonso Ropero Berzosa

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