Nadie quiere hablar de la muerte, ni siquiera los médicos y los grandes centros de atención médica. La muerte es una mala palabra, una palabra políticamente incorrecta, una impertinencia, una acción ofensiva contra la superficialidad social.
Nadie quiere hablar de muerte, pues nadie quiere morir. Y mucho menos dejar planes pendientes que sean resueltos por otras personas evidenciando el efímero valor fundamental que tenemos en una sociedad utilitaria.
Intentamos sobresalir, estar arriba de la ola como un surfista profesional. Deseamos ser admirados, reconocidos y felicitados. No obstante, la muerte es la visita inesperada, aquella que cambia planes, proyectos y estilos de vida. La muerte es nuestro gran cable a tierra.
Pero no hay muerte sin comprensión del entorno. No hay muerte sin alteridad. La muerte no solo puede hacer surgir el mayor de los narcisismos, sino también la mayor generosidad y apertura hacia quienes nos rodean.
Es en la fragilidad y la conciencia de finitud que la muerte nos aterriza hasta lo más básico de lo cotidiano. Es en medio del dolor y el agobio que la muerte representa donde nos replanteamos y hacemos la tan dilatada autocrítica respecto a nuestra vida.
Podemos pasar toda la vida autoevaluándonos y criticándonos, para intentar ser mejores. Algunos llaman a esto la Mejora Continua, yo creo más bien que es el esfuerzo diario de ser un mejor esclavo de nuestras expectativas.
Pero la muerte también puede ser el catalizador de un real cambio. La fragilidad y vulnerabilidad de la muerte o el dolor nos vuelve empáticos. Nos hace tomar conciencia del dolor ajeno. Pero no solo una conciencia cognitiva, sino también una operativa. La operativa de la solidaridad del sufriente.
A veces solo un gran dolor límite puede cambiar los más tercos y recónditos espacios de soberbia y rebeldía. De arrogancia y autosuficiencia. De indiferencia y anulación del dolor del otro.
La muerte sin alteridad es el olvido. Es la renuncia al legado y a la Trascendencia. Es la determinación de agotar nuestra realidad en la finitud de una vida.
Vemos que Cristo, en el preludio a su pasión y muerte, se refugia en la alteridad de sus discípulos. «Guárdalos porque no son de este mundo» «Apártalos en la Verdad, tus palabras son la verdad»
Poca connotación tendrían estas palabras si Jesús en el momento de mayor dolor y desolación, no hubiera rogado al Padre detener su suplicio. Ese ruego, ese clamor desgarrador, son la evidencia irrefutable de su conciencia de finitud. La que se ve aumentada en el vaciamiento de su divinidad impotente, para convertirse en el siervo sufriente de Dios.
Tanto la muerte como una vida de dolor crónico, llevan nuestra existencia al límite; de la vida o de la tolerancia.
Todos moriremos, solo cambiará el cómo y dónde. Por tanto, la importancia no está en nuestra conciencia de la muerte, sino en qué haremos mientras ella llegue.
¿Dejaremos que el dolor se transforme en un diamante de esperanza y consuelo, o nos rendiremos a la desolación?
El Resucitado nos ha dejado el rastro de sus huellas, ha convertido la desesperanza en el Paradigma de la Fe.
La permanencia de la confianza pese a todo lo que nos rodea. Pues al fin y al cabo, la muerte no es el término, es el umbral, es la puerta a la Verdadera Vida.