“Orad sin cesar” les recuerda el apóstol Pablo a los fieles de la iglesia en Tesalónica (5:17), en medio de otras prescripciones que los creyentes debían tener en cuenta mientras esperaban la Segunda Venida de Jesucristo.
Durante los últimos años la iglesia evangélica latinoamericana parece haber entrado en un estado de indiferencia frente a la práctica de la oración, lo cual puede ser motivado por diferentes razones. Considero que una de ellas es debido al hecho de estar sumergidos es una cultura occidental postmoderna en la que las cosas son cada vez más efímeras y el corto plazo es lo que parece prevalecer en nuestras conciencias. La mayoría de nosotros vive en grandes ciudades con acceso a cajeros automáticos que nos dan dinero al instante, restaurantes de comidas rápidas, medios de transporte acelerados y toda la vorágine de actividades en las que participamos, introduciéndonos en la paradoja del “ganar tiempo” y en la que al final encontramos que el tiempo igual no nos alcanza.
En su tiempo Juan Calvino escribió: “No hay palabras lo bastante elocuentes para exponer cuán necesario, útil y provechoso ejercicio es orar al Señor” (Institución XX:2). También tenemos testimonio de notables hombres y mujeres de la fe protestante que se destacaron por su gran devoción a través de la oración a Dios. Nombres como Müller, Spurgeon, Bonhoeffer, entre muchos otros, se recuerdan por considerar la oración como una de las disciplinas fundamentales para la vida del creyente, sin la cual, la identidad evangélica llega a ser un sinsentido.
Muchas veces es recurrente escuchar la frase “la oración mueve la mano de Dios”. Es obvio que tal afirmación encuentra sustento en nuestra Biblia. Un famoso caso es el de la proclamación del rey Salomón según la cual Dios responderá a las oraciones de su pueblo si éste actúa de acuerdo a su voluntad (2 Cr. 7:11-22). Sin embargo, también en la misma Biblia podemos sustentar lo contrario, cuando encontramos al penitente Job quejándose de la ausencia de Dios ante las apremiantes necesidades humanas, o el caso del decepcionado autor del Salmo 88 cuyo clamor no encuentra respuesta alguna. Como razonara el gran Maimónides en el siglo XII, en la Biblia podemos encontrar sustento para todo lo que queramos enseñar.
Cuando el Primer Templo del pueblo hebreo fue destruido, la oración de Salomón pareció perder validez en el sentido de que ya no había Templo hacia el cual dirigir las oraciones. La diáspora les enseñó a los judíos que Dios podía ser invocado en cualquier parte del mundo y es así como el Segundo Templo fue levantado, pero junto a él, las sinagogas empezaron a tener mayor relevancia a medida que pasaba el tiempo, hasta quedar demostrado que el judaísmo podía sobrevivir sin un Templo, al destruirse éste en el año 70. El sistema sacrificial hebreo cada vez tenía menos relevancia y poco a poco fue reemplazado por la oración comunitaria, el estudio bíblico y las buenas obras.
La oración no ocupó un lugar menor en la vida de Jesús. Nos relatan los Evangelios acerca de los largos periodos que Jesús pasaba en soledad orando al Padre, para luego unirse de nuevo a las multitudes que esperaban ansiosas su llegada. ¿Qué movía a Jesús a orar? ¿Tenía necesidad de hacerlo? ¿Acaso no era la Segunda Persona de la Trinidad, y como tal, podía saberlo todo y actuar en consecuencia? La oración de Jesús tiene hoy tanta relevancia como entonces, pero en nuestras mentalidades postmodernas parece no interesarnos demasiado.
En la actualidad la convocatoria a la oración es de las reuniones que menos asistentes tiene. Sin ánimo de caer en falsos neoconservadurismos, podemos observar que la oración exprés es mejor vista ya que se acomoda a los estándares actuales y que hace juego con la filosofía de los cajeros automáticos, las comidas rápidas, los noviazgos y matrimonios efímeros, los platos y cubiertos descartables y la era del internet. La juventud actual poco participa de la oración porque son hijos de este tiempo.
También el contenido de las oraciones parece ser tan superficial que difícilmente pueden llamarse oraciones, pues es más bien un monólogo de peticiones o de acciones de gracias que poco coinciden con los problemas estructurales en que vivimos. El mundo de las cosas rápidas exige también oraciones rápidas, sin dedicación ni contenido. El individualismo es tomado como el ideal a practicar de modo que las pocas oraciones que se hacen están dirigidas más bien al fortalecimiento del individuo que del de la sociedad, que por más necesitada que ésta esté, es poco considerada.
Pero ¿qué significa el hecho de considerar las realidades sociales en nuestras oraciones? La clásica frase que dice que “la oración eficaz mueve la mano de Dios” pretende someter a Dios a la obediencia de los caprichos humanos, en la que Dios deja de ser el Señor para convertirse en el objeto al servicio de los deseos de los individuos que le invocan. Vuelven a ser pertinentes las palabras de Calvino cuando dice que “todo el que se presenta delante de Dios se despoje de toda opinión de su propia dignidad, y, en consecuencia, arroje de sí la confianza en sí mismo, dando con su humildad y abatimiento toda la gloria a Dios” (Institución XX:8).
El desafío que hoy nos alcanza en medio de todo el ruido mediático que nos envuelve es el de la oración comunitaria que nos conmina a actuar en consecuencia. No debemos orar hoy para que Dios actúe, desligándonos a nosotros mismos de la responsabilidad que conlleva el hecho de orar. Cuando Jesús nos advierte sobre el hecho de hacer “vanas repeticiones” (Mt. 6:7) nos plantea la cuestión de si somos sólo sujetos pasivos en la oración o si tenemos responsabilidad por lo que pedimos. Orar por la paz del mundo, por ejemplo, ¿es sólo cuestión de reunirnos a clamar por ella o nos debe vincular directamente como agentes de paz y promotores de ésta? ¿Orar por los pobres nos debe dejar sólo en la cuestión de recordarlos cuando estamos de rodillas o nos debe involucrar directamente en un accionar a favor de los menos favorecidos?
Y es aquí cuando la oración comunitaria tiene sentido. Si la oración, más allá de un tiempo solemne de acercamiento a Dios nos concientiza de la necesidad de actuar en consecuencia, debe llevarnos también a entender que no podemos actuar solos frente a los grandes desafíos que se nos plantean a diario delante de nosotros. La oración comunitaria es un espacio de concientización grupal en la que todos y todas tomamos sobre nuestros hombros la cuestión por la cual pedimos y nos proponemos colaborar con el reino de Dios en la construcción de un mundo mejor.
Sólo podemos decir que la oración mueve la mano de Dios si nosotros mismos somos movidos a actuar con respecto a lo que pedimos. El protestantismo del siglo XXI debe seguir identificándose por su capacidad de orar, es decir, por hacer de sus clamores a Dios una respuesta real a un mundo en decadencia que requiere acciones concretas por parte de una Iglesia que, por su parte, debe estar fortalecida y dispuesta a responder de acuerdo a la misión para la cual fue establecida sobre esta tierra.
El desafío es grande pero no imposible. Mientras la oración se conciba como una “herramienta” para que cada persona calme su conciencia, no es mucho lo que estamos aportando. Pero si nuestra oración se hace en medio de una “comunidad de ojos abiertos”, podremos empezar a encontrar soluciones y a impulsar iniciativas que mejoren este mundo. Pero para ello debemos estar dispuestos a dedicar el tiempo para hacerlo periódicamente y en perspectiva comunitaria y ecuménica. Si es que el mundo en que vivimos realmente nos interesa, entonces podemos hacerlo. No en vano, después de los momentos de elevación de Jesús en sus oraciones de madrugada, descendía luego a sanar a los enfermos, liberar a los atormentados, predicar el Evangelio y, en definitiva, a ofrecer soluciones a las necesidades de su tiempo.
Vale la pena recordar la respuesta que el ingenuo y solitario santo le da al Zaratustra de Nietzsche: “Compongo canciones y las canto; y mientras las compongo, río, lloro y canturreo entre dientes; así alabo al Dios que es mi Dios. Cantando, llorando, riendo y canturreando entre dientes alabo a mi Dios”. (Así Hablaba Zaratustra, Primera parte, 2). A Zaratustra no le queda más que reírse. ¿Qué observación nos haría Zaratustra si hoy nos escuchara orar?
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