Posted On 01/07/2014 By In Opinión With 6059 Views

La parábola del hijo pródigo: Una versión cualquiera para hoy

Para Raquel, porque nunca he visto tanta bondad en nadie que haya conocido. Y para Ophelia y Jessi… sois tan valientes como preciosas.

-Solo Cristo, solo fe, sola gracia, sola Escritura. Un hombre en sus cincuenta, de porte solemne y firme, predicaba a una veintena de feligreses en una pequeña iglesia evangélica de un pueblo del interior.

-Esta vara de medida no sólo distingue nuestra fe de otros credos, sino que es el criterio último para corregir el rumbo del mundo. ¿Y adónde va nuestro mundo? Ha dado la espalda a Dios y a sus mandamientos, piensa que puede prescindir de él y de su voluntad, y el pecado avanza en todas direcciones. No hay justo ni aún uno. Las jóvenes abortan después de entregarse a sus pasiones, los hijos desobedecen a sus padres, la ciencia transgrede los límites de la Creación… hasta los hombres se echan con varones, realizando actos abominables a los ojos santos de Dios.

 Marcos, el hijo menor del pastor, se estremeció desde el primer banco, como si se hubiera despertado de un mal sueño. La noche anterior no había dormido apenas nada. Después de la cena, y de meses de lucha titánica consigo mismo, decidió confesar a su padre que era homosexual.

 -Padre, no puedo soportarlo más, he orado, he leído la Biblia, he buscado ayuda en Exodus, pero todo ha sido inútil. Tres años de infierno, papá, tres años sin poder mirarme al espejo. Lo he intentado todo, pero no puedo con ello. Soy gay, papá. Yo no lo he escogido, ¡todo lo contrario!, pero no puedo seguir luchando más porque me está matando. Papá, por favor, mírame, mírame a los ojos. ¿Por qué estás callado? ¡Dime algo!

El pastor guardó un silencio denso y pesado como un muro de acero. En realidad se encontraba en estado de shock, sin acertar a pronunciar la más pequeña de las palabras. Su mundo se agrietó de pronto. No se sentía así desde que murió su esposa, el mismo día en que Marcos cumplía cinco años. Entonces era un niño entrañable, afectuoso y vulnerable, con los ojos y la viveza de su madre. Pero ahora… ¿en quién se había convertido? ¿Qué debía hacer? ¡Dios mío, ayúdanos! Al final soló musitó un inaudible “buenas noches”, y subió a su habitación. Marcos se quedó con su infierno en el comedor, solo.

 -…hasta los hombres se echan con varones, realizando actos abominables. Pero Dios no da la espalda a sus hijos. Espera de ellos un grito de auxilio, un acto sincero de arrepentimiento, para extender su mano salvadora y perdonarlos de toda maldad. Amén.

 Una vez que todos se marcharon, Marcos seguía clavado en el banco. Por fin su padre se acercó, y con voz suave trató de convencer a su hijo de que estaba confundido, que no podía elegir ir contra Dios, que si oraba con fe esa montaña se echaría al mar.

 -No papá, esa montaña no se va a marchar. Soy así, no sé por qué, pero soy así.

 -Pero ¿tú sabes el escándalo que va a suponer que el hijo del pastor sea… sea un desviado? No puedes… no debes arruinar la obra de Cristo en este pueblo.

 -¿Eso es lo que te importa? ¿No me estás escuchando? Estoy muriéndome y tú te preocupas del qué pensarán. ¡Estoy harto! Ya no aguanto más. Papá, queda una semana para que me vaya a la Universidad. Déjame marchar en paz.

 -Yo no te voy a pagar tus vicios -gritó fuera de sí el pastor -Olvídate del dinero de la matrícula y del piso. No voy a colaborar en tu perdición.

 -¡Cómo te atreves! Mamá nos dejó a Lucas y a mí ese dinero cuando murió. ¡Dame mi herencia! No quiero volver a verte nunca más. Te odio, a ti y a tu Dios. Iros al infierno.

 1 de octubre, Facultad de Letras, Filosofía. Allí estaba Marcos, frente a las imponentes escaleras de la Universidad. Se sentía abrumado al ver cientos de alumnos que marchaban como un ejército de hormigas al interior de la tierra. Sin saber por qué, el recuerdo de su madre le asaltó inesperadamente: “¡tú serás grande! ¡tú serás especial!” Apenas pudo contener la emoción. Sí mama, aquí estoy, por ti.

Para un chico evangélico de provincias, aquellas aulas eran como las dependencias del Templo de Salomón. La cantina, con su bullicio y sus mil rostros multiétnicos, parecía el atrio de los gentiles; la biblioteca, con su ensordecedor silencio, el lugar Santo; y las clases, dónde los profesores se afanaban por abrir las mentes inquietas de los alumnos, el Kodesh Ha-Kodashím, el sancta santorum. Pronto llegó el diluvio. Un diluvio de conocimiento, de un pensar milenario, que inundó la tierra maldita de la religión. Lo que antes era para Marcos el mundo, su pueblo, su iglesia, su fe y su padre, quedaron reducidos a un fragmento minúsculo de un universo descomunal, con sus propias galaxias rebosantes de estrellas, de supernovas como Descartes, Kant o Hegel, de agujeros negros como Nietzsche o Freud, de belleza indescriptible y transformadora. ¡Eppur si muove! Y esta certeza liberadora terminó por expulsar de su paraíso a Adán y Eva, a Sansón y a Elías, a Pablo y a su presunta homofobia. Un nuevo día había comenzado, el primero de muchos.

 El profesor de Medievo, Don Simón Zamorano, le causó un extraordinario impacto. La verdad es que ayudó el sospechoso curriculum del maestro, que era la comidilla de todos los alumnos. “¿Qué hace un pastor protestante en una facultad de filosofía? ¿Nos convertirá a su secta, sustituirá la cátedra por un púlpito?” No podían estar más equivocados. En años anteriores había enseñado con rigor los principios y presupuestos escolásticos, y había conseguido la proeza de que sus alumnos amaran a Tomás de Aquino y su soberbia construcción faraónica, la Summa Theologiae. La sorprendente conjunción de Aristóteles y la fe cristiana, la convivencia del Credo y la poderosa razón, todo ello sumía a los aprendices de filosofía en un mundo de perfecta armonía, subyugados hipnóticamente a la música del sapwala Zamorano.

 Al final de clase, Marcos se acercó a Don Simón, y tal vez buscando un eco de complicidad, le dijo que también él era protestante. Al profesor no pareció inmutarle la iniciativa de aquel alumno.

 -Pues ser evangélico no te va a ayudar a aprobar. ¡Estudia! ¿De acuerdo? ¿Cómo te llamas?

-Marcos, Marcos Guillén.

-De acuerdo Marcos, -le respondió mirándole con amabilidad-, llámame si necesitas algo.

Cogió su maletín, y antes de que Marcos se diera cuenta, ya se había marchado.

 Mientras tanto, las semanas pasaban, y en un pequeño pueblo del interior, un hombre miraba a través de la ventana cada vez que sonaba en el salón el reloj de cuco. A las y media y en punto. Se corría entonces una cortina, y miraba durante un par de minutos en dirección a la estación de autobuses, que estaba a apenas trescientos metros en línea recta. Una vez bajaban los viajeros del autobús, la cortina caía con desánimo a su posición natural.

 12 de noviembre. Marcos estaba entusiasmado con su vida recién estrenada. Las clases se sucedían, junto a las épocas, nombres y corrientes filosóficas. Todo parecía nuevo, como si alguien hubiera abierto las ventanas de una vieja casa húmeda y oscura, y la brisa comenzara a renovar el aire viciado y recargado de las estancias. Aquel 12 de Noviembre, Marcos subía por las escaleras de la facultad para su primera clase, como siempre, deprisa y corriendo. Y de no haber sido por el aviso del conserje, se habría dado de bruces contra el tablón de anuncios que habían descolgado de la pared para renovar las noticias de la semana. No llegó a caerse, sobre todo porque un alumno de cuarto acertó a agarrarle en el último momento.

 -Uf, ¡que torpe! Perdona, no te había visto -se disculpó Marcos.

-Ni a mí ni a nadie-le contestó irónicamente un chico bastante guapo.

-Te debo una cerveza, ¿vale?

-¿Tu cabeza solo vale una birra? … de acuerdo, ¡la compro! ¿Este mediodía en la cantina?

-¡Vaya! Pues sí que eres rápido. Muy bien, te invito a la primera cerveza, y con eso, quedamos en paz. Por cierto, me llamo Marcos.

-Y yo Pablo -el sonido del timbre interrumpió la conversación, y Marcos se apresuró a la clase de Medieval.

 La mañana pasó volando, como todas las mañanas. Después de la última clase de Contemporánea, se dirigió a la cantina poniendo en la balanza la esencia y la existencia. ¿Qué sería primero? ¿Sartre tenía razón, y la existencia precede a toda esencia, la cual solo se realiza a partir de mis decisiones, de mis actos libres? ¿Nada, absolutamente nada me obliga a ser lo que soy? ¿De veras puedo ser realmente libre, desechar toda camisa de fuerza, toda creencia, para llegar a ser yo mismo?

En ese momento Pablo, desde la barra, le saludó con la mano, y le obligó a salir de su ensimismamiento. “Desde luego es muy atractivo” -pensó Marcos. Un metro ochenta, moreno, con cara de haber roto todos los platos del mundo y una mirada franca, tierna.

 -No he dejado de pensar en ti -le soltó Pablo a bocajarro- He decidido que no puedes ir por ahí solo, atropellando a la gente. Necesitas un perro lazarillo, o si prefieres, un Virgilio que te acompañe en este infierno de facultad. Definitivamente, estás perdido y necesitas mi ayuda.

 Marcos se quedó estupefacto. Y no es que no le gustara ¡Es que le había conquistado con cuatro frases! No pudo evitar sonrojarse, y para más inri, sabía que Pablo lo iba a notar.

 -Solo te voy a invitar a una cerveza -contestó bruscamente Marcos, tratando de sobreponerse -Y a nada más ¿Pero tú de que vas?

 -Lo que tú has hecho que sea, tu salvador, tu parachoques, un airbag de última generación. Y no comprendo que seas tan borde. Si quieres lo olvidamos, pequeño saltamontes.

 -Vale, vale, perdona. No quería molestarte. Es que no estoy acostumbrado a que me hablen así. Venga, pide dos Heineken y hablamos.

 Eran las ocho de la tarde, y todavía seguían en la cantina. Todo a su alrededor había cambiado de aspecto: otros camareros, dos turnos completos de estudiantes, y la luz del día había dejado paso a los tubos fluorescentes. Pero ellos seguían allí, como el inmutable eje de rotación a partir del cual el planeta entero giraba. Ni uno ni otro se dio cuenta del reloj. Como astronautas, se habían quedado suspendidos en el espacio. Marcos, al final de esa tarde, supo que estaba perdidamente enamorado. Era la primera vez.

Noviembre y diciembre pasaron a velocidad de vértigo. La filosofía y Pablo constituían el nuevo horizonte desde el que se desplegaba cualquier posibilidad, cualquier sueño. En navidad decidió marcharse de vacaciones a Roma, junto a su chico. No es que fuera sobrado de dinero. No. Iba sobrado de amor, de amor ciego como el primer amor siempre lo es. El Coliseo, las termas, el foro,  San Pedro, y sobre todo, la pequeña habitación de un encantador hotel de las afueras. Hacía mucho frio, pero para Marcos era plena primavera.

Regresaron dos días antes porque el dinero se acabó. Y cada cuál retomó el ritmo del curso. Sin embargo las llamadas nocturnas comenzaron a distanciarse. “Los parciales de febrero obligan”, se había excusado Pablo. Pero Marcos sintió miedo, el vértigo propio de quien comprueba que nadie se baña dos veces en el mismo río. Los exámenes terminaron, pero el móvil permanecía insufriblemente silencioso.

 Un día, en el descanso de media mañana de la facultad, decidió airearse en el jardín del campus. Allí vio a su Virgilio guiar a otro Dante. En ese instante todo quedó reducido a cenizas. También su autoestima. Y el pesar dejó escapar los viejos demonios, el mundo, la carne y el pecado, y sintió como un castigo divino ese desamor que le partía el alma. Se fue directamente a la cantina, y allí, se quedó hasta las ocho de la tarde, solo, bebiendo cerveza tras cerveza. Hasta que la luz fluorescente se apagó. Los camareros lo sacaron afuera, completamente ebrio, y tratando de ayudarle le preguntaron si había alguien al que pudieran llamar. No, no hay nadie. No hay nada.

 El golpe no era fácil de encajar. Marcos quiso levantarse al día siguiente, pero ni un sólo músculo quiso colaborar en el empeño. Observaba las manchas de humedad del techo como un cuadro abstracto del Reina Sofía, dónde cada forma mostraba a su madre muerta, a su padre desaparecido, a su homosexualidad enferma de amor, a su esperanza de una nueva vida abatida. Tres días mirando cara a cara el abismo. Nietzsche tenía razón… el abismo termina devolviéndote la mirada.

 ¿Y quién soy yo? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Porque no me quiere Pablo? ¿Qué hago, adónde puedo ir? ¿De qué me sirve ser libre si todo es mentira, si no hay más que sufrimiento y angustia? ¿Y Dios? ¿Para qué me ha arrojado a la vida, esta vida vacía? ¿Y qué le importa que sea gay?

 Nada tenía sentido. Decidió ahogar la angustia en los lugares de ambiente. Noche tras noche buscaba en los brazos de cualquiera un pedazo, aunque fuera diminuto, de la felicidad que le dio Pablo. Rubios o morenos, jóvenes o maduros, daba igual mientras estuviera suficientemente empapado de ron cola. Pero allí no encontró más que la nada de la que huía. Su barco hacía aguas, y él ya no gobernaba el timón. Se dirigía de noche a alta mar sin brújula ni estrellas en el cielo.

 Tres semanas después sobrevino el naufragio. La aventura de Pablo y las noches de navegación a ningún puerto le dejaron tan arruinado como lo estaba su vida. La casera le había señalado la puerta de salida. Además había recibido un wasap de Lucas, su hermano mayor. Sólo decía: “vuelve a casa, papá está enfermo”. ¡Y qué le importaba a él la salud del viejo! Tomó su maleta y se dirigió con sus tristes treinta euros al bar de enfrente. Allí se bebió las últimas ocho cervezas.

El padre de Marcos había caído en una profunda depresión. Lo cierto es que no pudo contener dentro de sí el dolor que sentía por su hijo. Trece años antes, con la muerte de su esposa, logró enterrar bajo la alfombra los pedazos rotos de su vida. El Señor dio, el Señor quitó. Detrás de la letra sagrada escondió su duelo, pensando que la magia de la Palabra de Dios iba a conjurar el vacío de un amor huérfano. Además, él debía dar testimonio a sus feligreses de que la fe podía vencer cualquier tormenta. Pero la magia no existe, y el dolor que no sana gangrena todo lo que encuentra a su paso. La huida de Marcos sólo fue la última gota de una existencia agotada. Emergió con toda su fuerza la desesperación de la pérdida. “¿Por qué, Dios? Yo te he servido bien. Sigo aquí, pero tu mano me aplasta. ¿Dónde estás? ¿No he perdido a mi hijo para salvar tus mandamientos? ¡Devuélveme a Marcos, tú, que lo tienes todo! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has desamparado?”

Por fin cayó de rodillas, él y su dios de papel, la dura esclusa cedió, y rompió a llorar. El dolor encontraba su cauce natural. El proceso de limpieza interior había comenzado. Entonces se dispuso a empezar de nuevo. Quiso reconciliarse con el buen Dios que aparecía en la parábola del hijo pródigo, y cada día a las doce, leía ese pasaje con el corazón. Degustaba sus palabras, sus frases,  guardaba un silencio reverente en los puntos. Pero ya no se detenía en la letra. Ahora sólo le interesaba la vida que palpitaba tras ella. “Como el Padre quiero acercarme, tocar, abrazar… sin condiciones:”

 Don Simón, tras su clase de las ocho, salió de la facultad dirección al aparcamiento. Aunque debía recorrer el doble de camino, prefería pasar por el frondoso jardín del Campus, ya que a esa hora de la mañana no solía haber nadie. Y al llegar a la fuente de agua, se encontró a un muchacho tirado en el césped. Desde luego no tenía buena pinta. Parecía aquel pobre hombre al que le dieron una buena paliza cuando salía de Jerusalén dirección a Jericó. Pero Don Simón no pasó de largo. Lo suyo no era ser sacerdote o levita. Al acercarse se dio cuenta de que era Marcos, su alumno evangélico que, por cierto, había sacado la mejor nota en los parciales de febrero. Olía a alcohol y a abandono. Sintió compasión de él. ¿Que le habría pasado? Así que lo despertó como bien pudo y lo llevó a su casa.

 Preparó un buen café, y puso en la mesa pan, mantequilla y aceite de oliva. Marcos guardaba silencio. Don Simón le cogió la mano, cerró los ojos y dio gracias por los alimentos. Mientras oraba su profesor, le invadió esa cálida sensación de la niñez, cuando su madre le enseñaba a hablar con Dios: “Cariño, el Señor te quiere tanto que le interesa hasta la última palabra que le digas”. Don Simón terminó su oración. Y cuando abrió los ojos se encontró a un Marcos que volvía en sí.

 -Mi padre es pastor. Si me viera así… borracho en un parque…

-Tampoco él hubiera pasado de largo.

-Usted no sabe nada de mí ni de mi padre. Yo… yo… soy gay. -Don Simón no dijo nada.

 -¿Por qué Dios odia a los homosexuales? –A Marcos se le salía la rabia por los ojos.

-¿Los odia? No lo sabía -dijo el profesor con cierta ironía.

-Lo pone en la Biblia. Yo lo he leído.

-Seguro que ha sido más bien eso último, que tú lo has leído.

 Marcos se sorprendió. No acertaba a entender. -¿Qué quiere decir?

 -Pues exactamente eso, que a veces la Biblia dice tanto como uno quiere escuchar. Ese libro está impregnado de Dios, y como él, se deja humanizar por ti o por mí, de tal manera que es capaz de adoptar la forma de quien la lee.  Desde ahí pretende sembrar su semilla, para que crezca a veces imperceptiblemente. Nunca se impone a la fuerza, sólo crece si nosotros le dejamos espacio.

 -¿Pero entonces cualquiera puede interpretar lo que quiera?

 -No, no lo que quiera, sino lo que necesita y lo que esté dispuesto a cambiar. La misma Biblia, a lo largo de sus cientos de páginas, nos relata cómo el pueblo de Israel iba entendiendo a Dios. Y no siempre aparece la misma imagen. Conocer a Dios implica destruir, una tras otra, todas las imágenes que nos hacemos de él a lo largo de la vida.

-Entonces ¿quién entiende correctamente la Biblia? Marcos empezaba a comprender.

 -¿Correctamente?- replicó Don Simón con una leve sonrisa en los labios. -La Biblia no es un manual de matemáticas que brinde respuestas exactas. Es un libro sagrado porque habla de Dios y de su amor apasionado hacia nosotros. Para entenderlo bien no podemos caer en simples definiciones, en dogmas inmutables. Quien trata así a la Palabra, aprisiona la vida que mana de ella. Si dejas de lado la tentación de tenerlo todo claro, de “ser como Dios”, entonces podrás hallar en sus páginas las claves para descubrir quién eres, de qué eres capaz, y cómo es Dios de maravilloso al querernos libres, completamente libres.

 – Pero si Dios ha dejado por escrito qué pasos he de seguir y ha esculpido sobre piedra sus mandamientos, ¿qué sentido tiene la libertad? O hago lo que Él dice o hago lo que yo quiero. Pero si elijo esto último, resulta que soy pecador. ¿Eso es ser libre?

– Creo que el pecado es mucho más que desobedecer una lista interminable de mandatos y normas. Si fuera así, Dios sería sobre todo un juez, y esa imagen divina impondría una religión de faltas y castigos, una carga muy pesada para cualquier ser humano. Me parece que Jesús dejó bien claro que Dios es el Padre bueno que anhela que el hijo emprenda el camino de vuelta por sí mismo, sin importar sus pecados. Porque lo que nos roba la libertad, el pecado, es estar lejos de casa, sin saber quiénes somos ni a dónde vamos. Él, sin embargo, permanece junto a nosotros, a pesar de nuestras dudas y nuestros errores. Quiere mostrarnos siempre cómo sale el sol una vez más.

 Marcos no pudo evitar relacionar toda la conversación con su padre. Las referencias eran demasiadas explícitas como para pasarlas por alto. “Que el hijo regrese por sí mismo a casa”. ¿Pero cómo iba a volver si su padre detestaba lo que era?

 -¿Usted cree que mi padre me aceptará alguna vez? – susurró Marcos con tristeza.

 -No lo sé – Don Simón se quedó mirándolo fijamente durante unos segundos. -Pero si sé lo que puedes decidir tú: ¿Serás capaz de aceptarle tú a él, pese a todo? ¿Querrás perdonarlo si no setenta veces siete, al menos siete? ¿Estás dispuesto a ser el prójimo de tu padre?

Sin más, Don Simón se levantó de la mesa y comenzó a recoger la mesa. Marcos se quedó sentado en el sofá un buen rato. Las preguntas del profesor estaban germinando aquí y allá dentro de él. Al fin, una voz ejecutiva le trajo de nuevo a la realidad.

– Ahora dúchate… y la semana que viene te quiero ver en clase.

El billete de autobús le había costado catorce euros. En el bolsillo le quedaban dos euros y medio. De toda su herencia, sólo habían sobrevivido tres monedas. Miraba a través de la ventanilla, y se imaginaba una y otra vez qué le diría a su padre. Sentía miedo y vergüenza. Recordaba las últimas palabras que le dijo: te odio, a ti y a tu dios. Iros al infierno. Ahora esa maldición le dolía hasta el alma. ¿Cómo pudo hablarle así? Era terrible.

 “Además, ¿qué pretendía que pasara después de confesarle mi homosexualidad? ¿Qué me abrazara con una sonrisa? Demasiadas series de humor han banalizado este tema, y casi nunca reflejan la realidad que vivimos. Si resulta peligroso vivir en una isla de dogmas, también lo es creerse una utopía importada de Modern Family. No he de tener miedo de hablar, de abrir los brazos, aunque me cueste sufrir. Tengo que tocar con mis propias manos para poder comprender. Kierkegaard tenía razón. Es la propia experiencia la que debe engendrar nuestra respuesta, y ésta será nuestra verdad,  por parcial que sea. Y eso significa que puedo abrir un espacio en el que mi padre y yo podamos encontrarnos, andar mi trecho de camino, y si es preciso, saber esperar.”

 Nadie en casa sabía que volvía. No llegó a contestar el wasap de Lucas. No se llevaba muy bien con él… se parecía tanto a su padre. Así que daba vueltas y vueltas sobre qué decir, qué hacer. El autobús llegó a las doce en punto. Esperó a que se marcharan los otros cuatro viajeros, y después de unos segundos, bajó al andén. No había nadie. Cogió la maleta, y se dirigió a casa.

 El padre de Marcos escuchó el reloj de cuco cantar las doce. Como cada mediodía abrió la Biblia en Lucas 15:11-31, aunque hacía semanas que había tachado el título con bolígrafo, y encima había escrito “la parábola del padre pródigo”. Como cada hora de cada día desde que se fuera su hijo, corrió la cortina con la esperanza de ver un milagro… y el milagro llegó, y con él, las fuerzas para volar como las águilas. Y echó a volar hacia su hijo.

 Marcos andaba como si le pesaran una tonelada las piernas. Tan pronto se puso a caminar hacia su casa olvidó todo lo que había pensado durante las últimas cinco horas. Estaba en blanco y atemorizado. Pero en ese momento vio de lejos a su padre, corriendo como un loco hacia él, y se quedó totalmente descolocado. Acertó a soltar la maleta, y no dio ni cinco pasos cuando su padre se echó a sus brazos. Le agarraba con tanta fuerza que casi le hacía daño. Él se derrumbó… su padre le quería… le quería su padre.

-Papá, perdóname, -apenas podía respirar- te dije cosas terribles, yo lo siento… lo he perdido todo.

Por fin, su padre le miró a los ojos. Solo había luz, una luz deslumbrante.

 -No. Fui yo quien lo perdió todo. Pero has vuelto a casa, y tú eres mi hijo, el hijo que Dios me dio. Y seas como seas, aunque no sepa muy bien cómo entenderlo, eres bienvenido.

 Lucas, el hermano mayor, al regresar del trabajo vio abrazados a dos personas en medio de la carretera. Frenó el coche, tocó el claxon varias veces, y de pronto se dio cuenta de quiénes eran. A diferencia de la parábola original, este Lucas empezó también a llorar, porque había sufrido la pérdida de su madre, de su hermano, y por poco de su padre. El poder devastador de la muerte casi se lo lleva todo por delante. Pero no, gracias a Dios, la vida había brotado inesperadamente… y él se iba a unir a la fiesta.

David Buendia

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