La noción de signos de los tiempos cobró fuerza en el período post Vaticano II, bajo la órbita de los denunciados peligros que trae consigo el histórico etnocentrismo eclesial, donde las fronteras institucionales no sólo se transformaron en una trinchera para defender una pretendida infalibilidad identitaria sino también para cooptar la propia dimensión revelatoria de Dios en la historia. Podríamos decir que fueron dos los contextos desde los cuales surgió esta concepción: por un lado, la necesidad de pensar en la acción divina a través de acontecimientos históricos que involucran otros agentes más allá de la iglesia, y por otro, el cuestionamiento a esa visión colonialista tan enraizada en el ethos cristiano, que no concibe la posible manifestación de Dios por fuera de su círculo religioso.
Los signos de los tiempos son acontecimientos históricos que irrumpen como novedad, que interrumpen los procesos conocidos para dar cuenta de otras voces, de nuevos escenarios, con el propósito de revelar una ruptura y subversión frente a lo establecido, entendido como aquello que llega a un agotamiento tanto por su irrelevancia como por su imposibilidad de representar los anhelos y necesidades de un momento concreto. La dureza de estos sistemas o cosmovisiones producen un resquebrajamiento de lo conocido como reacción a la opresión que provoca su accionar o presencia. Los signos de los tiempos simbolizan circunstancias y devenires sobre lo que debe cambiar radicalmente, para dar lugar a la imbricación de dos elementos coexistentes: la demanda/denuncia por una transformación y la apertura de una (nueva) posibilidad, a partir de la emergencia de otros lugares, otras voces, otras prácticas.
En esta idea subyace una profundidad constitutivamente teológica: el devenir de la irrupción/novedad representa el sello de la acción siempre extraordinaria de Dios. La historia deja de ser un tablero de ajedrez de movimientos fijos y bandos contrapuestos, para abrirse a ser una plaza repleta de puntos de fuga, de escapes, de posibilidades de juego, de escondites, de fisuras, de posibles acciones y caminos, a partir de un sinnúmero de agentes que no responden necesariamente a las estipulaciones religiosas, como lo vemos en el ejemplo de la mujer samaritana (Juan 4.5-43), en cuya persona se encarnan todos los prejuicios y estigmas socio-religiosos de la época, y al mismo tiempo el devenir en emisaria de la Buena Nueva luego de su encuentro con Jesús (a pesar de la resistencia de los prejuiciados discípulos).
Los signos de los tiempos, entonces, dan cuenta de tres elementos teológicos fundamentales. Primero, que la acción de Dios va por un camino contrario al de la programática dogmática, las escalas morales, los preconceptos sociales o la deliberación de una escatología determinista. Más bien, la presencia de Dios se hace patente en la novedad que interrumpe, que subvierte, que trae consigo lo nuevo; es decir, que revela, en el pleno sentido del término. Segundo, que la presencia divina en la historia no tiene un emisario o institucionalidad propias ni únicas. El reino imprime un horizonte utópico y ético que se materializa en quien asume la hospitalidad de la manifestación del Espíritu, lo cual se traduce en la acogida del que sufre, en un cuestionamiento a todo marco de sentido que pretenda totalidad, en una aceptación de la pluralidad constitutiva de la vida y el cosmos, en denuncia frente a lo que impone sufrimiento, entre otros elementos. Por último, y como consecuencia de lo dicho, los signos de los tiempos valoran la acción ya presente de Dios en la historia, más allá de cualquier lectura a posteriori que pueda hacer un corpus religioso. Las interpretaciones teológicas son inevitables y necesarias, pero ellas son atisbos de acercamiento a algo que las excede, como es la propia manifestación divina. Por esa razón, ninguna lectura particular puede arrojarse un posicionamiento absoluto, sin ser dable a la crítica y a la revisión constante no sólo de la comunidad sino de la confrontación frente al inabarcable movimiento de la realidad.
Inevitablemente, el reconocimiento de los signos de los tiempos conlleva una compleja tarea hermenéutica y de discernimiento. Los acontecimientos no aparecen como definiciones ni hechos explicados con claridad, sino como movimientos que trastocan los lugares seguros, para demostrar que ya no expresan las demandas sociales existente y, por ende, se necesitan otras interpretaciones. En otras palabras, el reconocimiento de los signos de los tiempos imprime una inevitable tarea de disputa de sentido. Parte del hecho de que lo divino empuja en su alteridad desde el impacto que produce el núcleo que se forma entre lo que se acaba y lo que insiste por aparecer.
El método que la teología de la liberación nos enseñó en su momento –con la famosa tríada ver, juzgar, actuar-, constituye una tarea indispensable en este campo, donde el quehacer teológico no tiene que ver con la imposición de marcos interpretativos (aunque ello es inevitable desde las preconcepciones que todos/as traemos a cuestas), sino con la búsqueda de matrices de lectura de la realidad que nos impulsen siempre a poner entre paréntesis nuestros discursos, a la luz de la acción de Dios en y desde las agitaciones históricas. “La teología como crítica de la praxis”, decía Gutiérrez.
Vivimos en un tiempo donde los procesos políticos –sea a nivel global como nacional y local- tienden a acelerarse. Los cambios bruscos, los eternos retornos, las políticas de fractura y choque, hacen que los análisis y proyecciones se acoten cada vez más, teniendo que ejercitar una constante relectura de contingencias que se nos van de las manos. Sin duda hay un sinnúmero de matrices históricas que nos atraviesan, que poseen una genealogía hasta las raíces de lo que nos acontece; pero ellas también son constantemente reapropiadas a partir de los inagotables cambios y contrastes que se producen en nuestra convivencia. Por esta razón, la teología hoy tiene el desafío ineludible de desarrollar una sensibilidad y un marco referencial (entiéndase metodología), que abandone ese lugar de atrincheramiento que muchas veces la caracteriza, para desarrollar herramientas que le permitan ser relevantes en su lectura de un contexto tan vertiginoso y movedizo como el que vivimos.
En Chile, por ejemplo, estamos atravesando por un tiempo de “estallido social”, inesperado inclusive por el analista más pesimista que podamos encontrar. De un día para otro, lo que se imaginaba como un “oasis” de estabilidad, se desplomó evidenciando un fuerte descontento social, que no es más que el resultado de la inercia de una institucionalidad y matriz socio-cultural que ya no responde a las demandas de buena parte de la sociedad (es decir, la parte más vulnerada); por el contrario, son prácticas y lugares comunes que dieron lugar a una pantomima social que ha escondido el abuso de las estructuras políticas vigentes (las cuales también tienen una larga historia en su haber), causando una explosión a partir del cansancio acumulado por décadas, en una sociedad que hasta hoy no ha podido contar con las herramientas y espacios de expresión y representatividad necesarias para canalizar sus inquietudes, necesidades y procesos.
Las reacciones teológicas en este contexto han sido diversas. Oscilan entre la condena de “extremos ideológicos” y la “acción de violentistas”, hasta la legitimación de la movilización a partir del compromiso con el que sufre. Ahora, me pregunto: ¿desde dónde hablan estas voces? ¿Son expresiones de lo que la instancia de disrupción refleja? ¿Son miradas que dan lugar a la diversidad de reclamos, gritos y exigencias que venimos escuchando en este tiempo? Las tendencias más conservadoras, como de costumbre, tienden al atrincheramiento, al rechazo de cualquier posicionamiento con tufillo a crítica del orden o a la ya conocida reacción visceral frente a lo novedoso como peligro. Por su parte, las tendencias progresistas han tendido inmediatamente a cooptar estos procesos dentro de sus gramáticas panfletarias, sin dejarse alcanzar por las instancias de disidencia y novedad que están emergiendo en medio del caos, las cuales no necesariamente responden a sus programáticas y retóricas.
En uno u otro caso, prima el apuro (a veces egoísta y arrogante) de poner fronteras a los hechos históricos, sin dar el tiempo necesario para discernir qué se está diciendo, qué se reclama y quién demanda ser escuchado. Es decir, no se oye a ese Otro que irrumpe, que reclama, que grita, no como un agente único sino como un conglomerado diverso y muchas veces caótico. Tenemos el impulso a callarles a partir de nuestras apuradas interpretaciones, que creemos absolutas y únicas. Se pretende a hablar en nombre del pueblo, como si éste se pudiera cooptar.
Sin embargo, hoy precisamos de cuerpos juntos que se escuchen mutuamente, de la mano de mucha humildad y autocrítica, para encontrar juntas y juntos caminos alternativos frente a lo que innegablemente se ha acabado, es decir, para aprender a leer los signos de este tiempo convulso, lo cual nos llevará, muy probablemente, por senderos que no nos agradan y que desconocíamos hasta este momento, pero que son necesarios si queremos realmente priorizar la necesidad del pueblo por sobre nuestras preconcepciones.
Una sensibilidad teológica a partir de una política desde los signos de los tiempos podría encauzarse desde los siguientes puntos de partida:
- Poner como epicentro de la política las demandas sociales antes que los programas ideológicos. En este sentido, la indignación ética, como diría Jung Mo Sung, deja de ser simplemente un campo operativo o programático, para transformarse en epicentros hermenéuticos, son sólo sobre el quién sino también sobre el cómo y el cuándo (de la política y de la teología)
- Desarrollar una metodología teológica a partir del discernimiento. No necesitamos teologías obsesionadas por dar respuestas a priori sino con una apertura suficiente para, primero que nada, leer con profundidad crítica la realidad, nuestro lugar en ella, y a partir de ahí cuestionar el armazón teológico que traemos, no para arrojar un nuevo objeto terminado –como si fuéramos los únicos capaces de hacerlo- sino para acompañar procesos que ya se están gestando, y dejarnos llevar por ellos.
- Escuchar las voces emergentes, no como respuestas ad hoc sino como puntos de inflexión de un mismo proceso teológico e histórico-político. La categoría de “teologías contextuales” nos ha llevado a compartimentar en nichos clausurados las diversas expresiones que hoy se levantan, como si existiera algo así como una Teología sin genitivo o un contexto que opera de forma abstracta y desprendida de nuestra posición subjetiva. Por el contrario, la diversidad de perspectivas teológicas que emergen con fuerza en estas últimas décadas no son “expresiones de” sino manifestaciones que poseen su propia legitimidad y nos hablan de lo más fundamental de la fe y de la teología. Por ello, aquello que se mueve en los márgenes es, precisamente, la muestra del movimiento divino por fuera de lo establecido.
Un quehacer teológico que discierne los signos de los tiempos en la historia debe representar una instancia que ayude a identificar y canalizar los acontecimientos novedosos, y por ende ser crítica desde los sucesos que interrumpen en nuestra cotidianeidad y desafían los posicionamientos dados. Priorizar las nociones de disrupción, subversión, estallido, cuestionamiento, agotamiento, exceso, no nos pone del lado del pesimismo; por el contrario, es una teología que reconoce la tensión que produce la inabarcable manifestación del Espíritu a partir de lo inesperado, invitándonos a ser sujetos políticos responsables no sólo con los sufrimientos sino con la liberación inscrita en la creatividad, la novedad y el deseo siempre presentes en el cosmos y en nuestros cuerpos, en respuesta a lo que deviene acabado y desde el indeclinable caminar bajo el rumbo del “más allá” siempre presente en nuestras vidas.