En una reciente encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, en una puntuación entre el 0 (nada) y el 10 (mucho), los españoles establecemos en un 7,24 nuestro nivel de felicidad. Diríamos que, en las adversas condiciones actuales (paro, recortes salariales, limitación de prestaciones en los campos de la salud, educación y bienestar social, aumento de impuestos…), la percepción de felicidad es más que aceptable, lo que induce a pensar si para muchas personas el ser se antepone al tener.
En la citada encuesta, entre los factores que determinan la percepción de felicidad sobresalen la salud y el tener trabajo. Cuando en torno a una cuarta parte de la población potencialmente activa alimenta las estadísticas del paro, es normal esta alta valoración del disponer de empleo. También, y a pesar del desencanto por la política, el hecho de vivir en un país con libertades (por lo tanto, ser libre) se valora por delante del vivir en pareja, tener hijos o disponer de dinero (paradigma, este último aspecto, del tener).
Al final de la lista de los factores considerados en la encuesta, aparece el hecho de tener creencias religiosas (que no alcanza ni el aprobado), hecho que contrasta con la alta puntuación que obtiene la existencia de ideales y principios morales sólidos. De nuevo el ser (una persona ética o coherente con la propia conciencia) por delante del tener (una religión).
Si bien se trata de una encuesta, que debe interpretarse con todas las cautelas propias de este tipo de instrumentos, no deja de ser un dato a considerar la baja valoración del hecho religioso a la hora de establecer los factores que determinan la felicidad.
Estos datos vienen a coincidir con los del Estudio Europeo de Valores, que se realiza cada diez años, que pone de manifiesto un significativo descenso de la importancia que se concede al hecho religioso frente a otros valores como la familia, el trabajo, los amigos, el ocio… Concretamente, en este estudio, la religión ocupa el penúltimo lugar por delante, tan solo, de la política.
Se impone la pregunta: ¿qué es lo que ha provocado este descenso en la valoración del hecho religioso? Es evidente que, al haberse efectuado ambos estudios en nuestro contexto, este desmarque tiene que ver con el cristianismo y con la iglesia como su institución más representativa. Más aún, dada la sociología religiosa de nuestro país, los resultados apuntan, fundamentalmente, a la Iglesia Católica.
Pero pecaríamos de ingenuos si considerásemos que nuestro cristianismo evangélico queda al margen por tratarse de un porcentaje minoritario en nuestro país. No nos hallamos libres de pecado para tirar ninguna piedra. El hecho religioso y la iglesia (o mejor las iglesias) han dejado de ser significativas, en un alto grado, para la sociedad. Las causas de los problemas complejos, como el que nos ocupa, son plurales y no podemos caer en el reduccionismo de las respuestas simples.
Existen, sin lugar a dudas, causas externas a la propia iglesia como es el desinterés general por la práctica religiosa y el analfabetismo religioso resultado de una falta de formación sobre esta temática; es por ello por lo que muchos de los contenidos de la fe (la naturaleza de Dios, la Trinidad, la divinidad de Jesucristo…) son incomprensibles para el hombre y la mujer postmodernos. Asimismo, el predominio de determinados valores postcristianos: pragmatismo, relativismo moral, hedonismo… no ayudan a orientarse a la espiritualidad cristiana cuyos valores aparecen, a los ojos de nuestros conciudadanos, como arcaicos y fuera de lugar.
Pero también, y estas deberían preocuparnos, existen causas internas. En términos generales, nos cuesta contextualizar el mensaje de Jesús de Nazaret (el evangelio, las buenas nuevas) a nuestra realidad social. Quizá, en primer lugar, el literalismo de algunos sectores impide la conciliación del relato bíblico con las aportaciones de la paleontología, la geología, el registro fósil, la arqueología, la historia, la biología, la medicina o la psicología. Qué decir de las imágenes distorsionadas de Dios como aquel que prohíbe, castiga, infunde temor, actúa arbitrariamente… Qué de la pretensión de que determinados relatos alegóricos, míticos… sean asumidos como historia objetiva.
A todo ello habrá que añadir un serio problema de comunicación. Nuestro código comunicativo, preñado de conceptos teológicos y/o filosóficos, no se halla en consonancia con la semántica postmoderna. Soteriología, escatología, predestinación, inspiración, redención, expiación, metafísica, inmanencia, trascendencia… son ejemplos de términos que poco, por no decir nada, sugieren a importantes sectores de la población.
Los escándalos que, en ocasiones, salpican tanto a los líderes como a los laicos de las iglesias y la falta de sensibilidad suficiente frente a los problemas de los demás es un elemento más de la ausencia de significación y de credibilidad. La voz de denuncia profética es apenas perceptible a pesar de darse un sinfín de situaciones injustas que reclaman un posicionamiento en favor de tantas víctimas del sistema.
Todo ello explica, quizá solo en parte, el lugar otorgado al hecho religioso en encuestas y estudios sociológicos y nos invita a preguntarnos cuál es nuestro grado de responsabilidad en ello. Es imprescindible modificar la percepción negativa y crítica del cristianismo como algo regresivo y opresor. Muchas personas perciben, en la práctica de la fe, prohibiciones, limitaciones, tristeza, frustración, condenas… Poco atractivo como para considerar la fe como factor facilitador de la felicidad.
Es momento de enfatizar la importancia del ser (aspecto explícito en las enseñanzas de Jesús) sobre el tener, que los propios encuestados no terminan de considerar determinante de la felicidad. Es hora de compartir el mensaje de alegría, sentido, armonía, esperanza, compromiso, liberación, fraternidad, solidaridad, justicia, capacidad de inclusión… para que pueda ser percibida la auténtica esencialidad de las buenas nuevas del Maestro de Nazaret.
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