El próximo mes de mayo se desarrollará en Buenos Aires una consulta sobre “Eclesiologías y espiritualidades en tiempos posmodernos”, organizada desde los núcleos del Cono Sur de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Esta responde al desafío cada vez más real (que ya es parte de nuestra vivencia hace mucho tiempo pero que en la iglesia se ha comenzado a tratar no hace mucho) de la llamadaposmodernidad. Ésta sigue siendo una mala palabra en algunos espacios. La acusan de todo tipo de delitos: de fomentar el neoliberalismo, de enfatizar sobre la superficialidad de lo cultural sin asumir la profundidad de la materialidad (económica) de lo social, de diluir todo fundamento normativo, de dar importancia a elementos superfluos de la existencia por sobre otros “esenciales” del análisis social, etc.
Hay quienes dicen que lo posmoderno no se aplica a América Latina, al menos como marco predominante. Esto se debe, como se suele decir, a que en este continente convergen lo premoderno, lo moderno y (mínimamente) lo posmoderno. Esto último se lo toma más bien como una moda del Norte y como fenómeno que promueve una ideología legitimante y funcional a la situación de desigualdad imperante. También, que beneficia a los intereses de países centrales y su lógica burguesa promotora de una ética particularista y fragmentada, limitante de todo abordaje comunitario de lo social y sus problemáticas.
A la hora de analizar el fenómeno posmoderno desde lo eclesial, saltan temas como teología de la prosperidad, mega iglesias, crecimiento de estructuras jerárquicas, promoción de una espiritualidad intimista, etc. Últimamente se escucha hablar del “movimiento emergente”, pero no fuertemente aún. Como se puede ver, no existe una mirada positiva en torno a este fenómeno. Lo posmoderno se relaciona con la destrucción de lo comunitario, el crecimiento del poder y la formación de un espacio óptimo para el capitalismo salvaje desde un marco religioso.
Aunque algunas de estas observaciones podría poseer cierto justificativo, ello no implica que lo llamado posmoderno sea negativo per se. Más aún, estos elementos enunciados no tienen estricta relación con ello sino, precisamente, con la profundización de proyectos modernos que mutan para sobrevivir en un espacio complejo y heterogéneo que pretenden pasar por encima sin asimilar. ¿Qué sucedió con las grandes utopías, los grandes proyectos, las grandes intensiones del “hombre moderno” que avanza junto al progreso inevitable de la historia (ya sea dentro de la evolución propuesta por el darwinismo social de Hebert Spencer o la inevitable revolución del proletariado como consecuencia del avance del capitalismo, como sugería Karl Marx)?
La posmodernidad no es la resaca de la modernidad (aunque dicha relación es inevitable en ciertos aspectos) sino un marco de experiencias, teorías, discursos y énfasis que pretende poner sobre la mesa una serie de elementos intrínsecos de la existencia humana y social, dejados de lado por perspectivas pasadas, como la Ilustración, que abogaban por un esencialismo de la historia y de los fenómenos socio-culturales (el hegelianismo en cualquiera de sus vertientes, sea liberal o marxista), y que pasaba por encima la novedad, la inquietud y la sorpresa de la acción de los sujetos y las construcciones cotidianas en el ámbito de lo social.
La posmodernidad, más allá de ser un fenómeno contemporáneo y parte de los transitares históricos vigentes, no solo desenmascara elementos “inéditos” o en respuesta negativa al pasado moderno. La intervención de las subjetividades, las construcciones locales del sentido, las complejidades que frenan la hegemonía de una ideología o proyecto político, como ella lo promueve, siempre existieron en nuestra historia humana. La diferencia reside en que se los tomaba como elementos fortuitos e irrelevantes, mientras ahora se los considera, desde una perspectiva hermenéutica y epistemológica, como espacios y marcos a partir de donde analizar los fenómenos sociales. Discursos, sujetos, símbolos, relatos, gestos, cuerpos, ideas, marcos de sentido, etc., no son solo consecuencia de (sistemas, ideologías, Estados, maquinarias burocráticas, sociedades establecidas, lógicas de clase, etc.) sino puntos de partida, espacialidades complejas y heterogéneas a partir de donde se crea y establecen marcos de sentido, experiencias y universos simbólicos que hacen a lo “real”.
En definitiva, lo que la posmodernidad expone es que la realidad en que vivimos es profundamente compleja y se encuentra lejos de responder sólo a leyes o normas fijas, estáticas y externas, cuyo fluir pasa por encima de cualquier subjetividad o movimiento impredecible. Esto también niega toda posibilidad de encerrar la construcción de lo social o político a unas pocas leyes preestablecidas, sea la mano invisible del mercado o la revolución proletaria. Esto no implica que no existan puntos de partida. Pero ellos no son marcos cerrados o discursos constituidos. Estos se encuentran aún más “atrás”: en los mismos sujetos y su condición relacional, y en la enormidad de posibilidades que existen de movimientos continuos de esta exposición discursiva y corporal que se gesta a cada momento, en una innumerable cantidad de espacios y contextos, muchos de ellos simultáneamente o en distintos puntos de la historia de cada sujeto y de quienes participan de sus redes sociales.
Sabemos que este diagnóstico toca a la teología y a lo religioso en cada una de sus fibras. La construcción de una imagen esencialista de Dios, la presentación de una “historia de la salvación” donde se rastrea el proceso de la acción divina para advertir el futuro, una epistemología teológica apoyada en mediaciones analíticas universalistas o la propuesta de una ética (individual y social) restringida a una serie de normas, son características del ejercicio teológico de los siglos XIX y XX. Lo moderno caló profundo en sus puntos de partida teológicos: la superioridad de la razón por sobre lo corporal, la búsqueda de marcos normativos absolutos para todo tipo de contextualidad, la promoción de una “moral cristiana” objetivante, entre otros aspectos.
El caso de las teologías latinoamericanas (especialmente de la liberación) ha sido paradójico. Estas han denunciado muchos de estos vicios de la teología moderna, tomando como punto de partida axiológico elementos como experiencias de sujetos históricos (el lugar de el/la pobre, del indígena, la mujer, etc.), la explicitación de la determinación socio-política que contiene cualquier discurso teológico (evidenciando, así, su contingencia), la búsqueda de nuevas formas históricas de expresar lo teológico (reivindicando así las particularidades socio-culturales de las comunidades), entre otros elementos. De todas formas, ¡lejos estamos de decir que dichas teologías responden a un marco posmoderno! Creo que uno de los puntos esenciales de esto se debe a un factor más bien epistemológico, y en especial en lo que corresponde a sus mediaciones socio-analíticas (por ejemplo, el uso preponderante de la filosofía y discurso marxistas, que más allá de su radicalidad no deja de ser hija de su momento, la Ilustración, y por ende de sus puntos de partida, como ya mencionamos).
Al analizar el fenómeno difícil de definir como es la posmodernidad y su relación con la teología e iglesia latinoamericanas, tal como haremos en nuestra pronta consulta, tal vez sea útil hacernos algunas preguntas que nos ayuden a encontrar caminos en esta búsqueda: ¿qué implica para la pastoral y la teología el abandono de los “grandes relatos” (sociales, morales, bíblicos, teológicos, filosóficos, etc.) imperantes en nuestro continente? ¿Cómo se construye un quehacer teologal que parta de las pequeñas historias que se tejen y sobreponen en la cotidianeidad? ¿Cómo hacemos teología desde la debilidad de nuestras experiencias, discursos, y militancias y utopías políticas? ¿Cómo influye esto en la pastoral y la búsqueda de modelos? ¿Sigue siendo válido como único o preponderante marco analítico el materialismo dialéctico, la lucha de clases o el marxismo, utilizados por las teologías latinoamericanas? ¿Implica lo posmoderno el abandono de la justicia como marco de construcción de la humanidad y el análisis de la situación de pobreza en nuestro continente? ¿Cuáles son las mediaciones analíticas que la teología requiere para saber indagar en la complejidad de las relaciones corporales de lo social y la relatividad de la construcción de lo político? ¿No debemos acaso reconstruir el discurso teológico latinoamericano, poniendo sobre la mesa la limitación que poseen ciertos términos y lenguajes (como son opresión/oprimido, pobre, liberación, integralidad, lucha, etc.) para lograr una mayor riqueza discursiva?
Estoy convencido de que tomar lo posmoderno, no como causa de los males actuales sino como marco de análisis, no nos hará ingresar en el campo de una laxitud relativista y analítica, como se suele temer en diversos campos del saber y experiencia sociales, dentro de ellos la misma teología. Más bien, nos ayudará a profundizar en la comprensión de los innumerables contextos sociales, políticos y culturales que vemos diariamente dibujados en nuestro contexto latinoamericano y cómo ello repercute en los diversos espacios de exclusión y construcción. Más aún, nos llevará a ampliar los marcos de análisis y los posibles caminos de confrontación y reconstrucción en el contexto de sufrimiento y dolor reales en nuestro continente, como las teologías latinoamericanas han promovido desde sus orígenes.