En el marco de nuestra fe, todo empieza y termina con Cristo. El es el principio y el fin, el alfa y la omega, el autor y el consumador de la fe. No hay nadie más. Ningún intermediario: “no hay otro nombre dado a los hombres en quien podemos ser salvos” (Hch 4,12); no hay ningún nombre añadido.
El es único (Col 3,11). No sólo es el portador del mensaje de la salvación, sino que él mismo es el salvador (Mt 11,28). No llegamos a él a través de intermediarios, ni de conocimientos, ni de palabras o doctrinas, más allá de “saber que hay Dios y que es galardonador de los que le buscan” (He 11,6). Jesús no nos dejó nada escrito, ningún texto, ningún credo especial. El conocimiento de su vida y de su mensaje nos llega a través de testimonios personales: aquellos que le conocieron y entraron en una relación personal con él. Pero ellos no son simplemente portadores de una información privilegiada, sino que lo que nos transmiten es la fe, la experiencia, el encuentro personal con el Cristo vivo.
Lo más importante de su vida es la resurrección, que no ha de entenderse simplemente como una revivificación de su cuerpo, sino como la comprobación de su presencia y acción real en el mundo. Pablo llega a decirnos que incluso podemos olvidar los hechos de su vida, porque lo determinante no es su enseñanza, sino la comunión con él, es decir, la “nueva criatura en Cristo” (2 Co 5,16). Los que están en Cristo son una nueva creación, “las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas”. Viven, aquí y ahora, una relación personal e intransferible con el Cristo, que puede definirse como “morir con Cristo para resucitar con él”. Escribiendo a los gálatas, Pablo les dice: “Con Cristo estoy juntamente crucificado y vivo no ya yo, sino que Cristo vive en mi” (Gá 2,20) y, en su primera carta a los corintos (2,16), afirma que nosotros los creyentes “tenemos la mente de Cristo”.
Nuestra fe no puede, por tanto, ser definida como la religión del libro, o la de los practicantes de una doctrina que tiene más de dos mil años de historia. Hay un salto histórico que nos lleva a una relación directa y personal con el Cristo resucitado. Es cierto que el conocimiento de Cristo ha llegado hasta nosotros después de toda nuestra historia, pero no lo ha hecho principalmente mediante doctrinas o dogmas de fe, sino de boca a boca, de corazón a corazón, en una cadena de testigos en la que cada uno de ellos enlaza directamente con Cristo y de él recibe su fuerza y su vida.
El cristiano es siempre testigo, es decir, alguien que ha comprobado y vivido aquello que anuncia y llama a los que le escuchan a acercarse a Cristo en una relación personal con él: “ven y ve” (Jn 1,46). Sólo se puede ser cristiano a este nivel, el de la experiencia personal, el de la comunión con Cristo. Cualquier otro tipo de cristianismo que no tenga esto en el centro, será parte de la religión cristiana, pero no vida cristiana.
Todo esto quizás signifique un cambio radical de rumbo en la vida e historia de la iglesia. No lo ha de ser forzosamente siempre que relativicemos las conclusiones de nuestra dogmática. La investigación bíblica y la reflexión teológica a lo largo de los siglos, no ha sido en vano. Nuestro encuentro con el Cristo resucitado nos llama a la investigación sobre las raíces de nuestra fe y, especialmente, sobre la figura de Cristo. El problema no es que esto se haya hecho, sino que sus conclusiones hayan sido puestas como normativas en el centro de la vida de la Iglesia. La recta formulación de la doctrina ha venido a substituir, en la práctica, el testimonio apostólico. La fe se ha convertido en conocimiento, la vida en Cristo ha degenerado en prácticas tradicionales. Lo santo, lo intocable, ya no es la vivencia de la fe, sino la doctrina. No conformarse a la doctrina, especialmente la definida por los concilios ecuménicos, puede significar ser apartado de la comunión, ser echado fuera a las tinieblas del mal, o ser torturado o quemado vivo Y esto, católicos y protestantes. El concepto de herejía en la iglesia católica o de liberalismo teológico, en los fundamentalistas evangelicales, ha sido determinante para negar el derecho de pertenencia al cuerpo visible de la iglesia. Hay una feroz oposición a la disidencia. Ser cristiano ha venido a significar conformarse a las normas, es decir, devenir una religión más en el mundo de las religiones. Y esto acontece cuando apelamos sólo a la letra, ya que la letra mata, pero el espíritu da vida” (2 Co 3,6).
Los creyentes tenemos un magnífico tesoro en las escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento. Los hombres y mujeres que están detrás de estos libros son testigos de la fe. Algunos la vivieron anticipadamente, aguardando su cumplimiento, otros tuvieron el privilegio de acercarse personalmente a Cristo. Todos fueron importantes, pero si los situamos entre nosotros y Cristo, convirtiéndoles en sus mediadores, nos estamos alejando del testimonio apostólico y nos apartamos del “sólo Cristo” que define nuestra fe.
Jamás debemos olvidar que el centro de la vida cristiana es una relación directa y personal con el Cristo resucitado, que no necesita de ninguna mediación. Hay una historia en nuestro devenir cristiano, pero esta historia no incluye las formulaciones doctrinales inamovibles, sino el testimonio personal de aquellos que han vivido la fe a nivel de experiencia personal. Nos contagiaron el amor a Cristo y, nosotros somos llamados a contagiar a otros, de boca a boca, de corazón a corazón.
Enric Capó
- Ecumenismo y pluralidad | Enric Capó - 22/01/2021
- Cristianismo y política - 21/04/2012
- El otro rostro del protestantismo español - 14/03/2012