El fin de la historia y de las utopías
Rafael Vidal Jiménez, en un artículo titulado «La utopía después del fin de las utopías» dice que:
«El tránsito al siglo XXI ha sido pensado, a instancias del pensamiento hegemónico oficial, desde tres fines complementarios y, hasta cierto punto, consecuentes: el fin de la historia, el fin de las ideologías y el fin de las utopías. En el verano de 1989, un funcionario del Departamento de Estado norteamericano, Francis Fukuyama, proponía la conclusión definitiva del proceso de devenir histórico universal. Dentro del contexto de desilusión producida por el fracaso de la última gran aspiración utópica contemporánea encarnada en el comunismo soviético, el autor apuntaba hacia un estadio histórico terminal definido por la culminación del proyecto moderno inspirado en la idea del progreso. A partir de una elaboración particular de las concepciones filosóficas de autores como Hegel y Kojève, Fukuyama confirmaba la definitiva conciliación de la humanidad consigo misma, esto es, reafirmaba la presunta inevitabilidad histórica de la implantación universal del mercado y de la democracia.
Fukuyama (…) se limitaba a promulgar, en su esfuerzo legitimador de las nuevas condiciones económico-sociales, políticas y culturales surgidas del fin de la Guerra Fría, la victoria absoluta del liberalismo económico y político como punto final de la evolución dialéctica y unidireccional de la humanidad.»
Como vemos, hacia finales del siglo se daba por sentado el fin de los sueños y de utopías y se planteaba incluso el fin de la historia» entendiendo que el mundo ya no necesita avanzar más, porque con el progreso ya lo ha alcanzado todo. Sin embargo sabemos que no es así. Porque nuestro mundo duele, como duele la guerra, como duele el colonialismo, como duelen las injusticias, el hambre y la opresión.
Se nos dijo que con los grandes cambios históricos ocurridos en las últimas décadas del siglo pasado, el mundo ya se había unificado a tal punto, que en el nuevo mundo globalizado ya no serían necesarias nuevas luchas, ni nuevos sueños que apuntaran a realidades diferentes. Por eso se hablaba del fin de la historia, los sueños y las utopías.
¿Por qué digo esto? Precisamente porque lo que está pasando en Ucrania, en Palestina e Israel, en Africa, que no son los últimos coletazos del mundo viejo, sino las consecuencias antiquísimas de un mundo que se rehusa a reinventarse, mientras se olvida y rechaza sus mitos fundacionales, los grandes relatos que que sostenían el andamiaje de la sociedad que caminaba hacia el futuro con ciertas convicciones, mientras buscaba alcanzar -no muy lejos en el tiempo- alguna expresión de mundo mejor y soñado. Algo así soñábamos cuando cambiamos de siglo, un mundo con más paz y justicia, con menos guerras, con valores que nos humanizan. Pero ya casi han pasado 25 años y aún hay agendas inconclusas.
Reivindicación de los sueños
Sin embargo, no podemos dejar de ver que el ser humano tiene la necesidad de soñar para vivir, esto es lo que mantiene viva la esperanza. ¿No es la fe, a fin de cuentas, creer en lo que no se ve? ¿No es la fe soñar mundos nuevos y caminar hacia ellos y tratar de construirlos? ¿No es la fe el rechazo constante a todo lo que nos aleja del sueño al que Jesús llamaba Reino de Dios, un reino donde la vida y la justicia son una realidad palpable?
Dios ha puesto en el ser humano el deseo de soñar, de anhelar, de sentir nostalgia y buscar ese mundo mejor, esa realidad nueva que nos moviliza a la que hoy podemos llamar Reino de Dios. El ser humano necesita inspiración. Necesitamos hacernos de sueños de perfección y plenitud que nos lleven a luchar por algo mejor que este mundo caótico.
Los sueños y las visiones que Dios pone en el corazón de la gente que le cree, nos moviliza a trabajar por ese Reino Nuevo, para lograr- aunque más no sea- ver un poco de sus sueños realizados. Eso hicieron visionarios del mundo nuevo como Mahatma Gandhi, Martin Luther King Jr, Rosa Parks y la madre Teresa de Calcuta, en su búsqueda de un mundo mejor, con justicia como fundamento y base de la convivencia en paz.
Cuán distintos fueron ellos y ellas en comparación con los visionarios de hoy, que mientras explotan y agotan el mundo que tenemos, andan buscando en otros planetas el futuro, en un otro lugar elegido para Colonizar o para poder irse lejos, si el mundo termina de implosionar a causa de nuestros «descuidos y excesos» que producen entre otras cosas, injusticias, hambre y calentamiento global.
El mundo nuevo se está cayendo en cantos, a pedazos, decadente. Y a nosotros los hombres y las mujeres de la fe nos toca afirmar que creemos y trabajaremos para un mundo mejor y que nos opondremos a todo lo que mata y destruye el mundo y la vida de las personas, demasiadas veces en nombre de un «Dios» que se utiliza como arma, como excusa, como escudo y como títere legitimador de los caprichosos intereses dominantes. De ese Dios somos ateos.
Israel y los sueños de Dios
Podemos notar que en nombre de Dios también se construyen sueños y se utilizan imágenes para decir lo que Dios quiere de su mundo y lo que podemos esperar del futuro, partiendo de un presente y de una historia con muchos asuntos mal resueltos. Y muchas veces se utiliza el lenguaje y a veces las circunstancias para legitimar proyectos e ideologías en nombre de la Divinidad.
En este contexto considero que es bueno conversar un poco sobre lo que se dice respecto a Dios, a su pueblo y a los sueños que nos movilizan. En este contexto entonces también necesitamos hablar de Israel y del Pueblo de Dios y de la nueva Jerusalén. Esto es urgente. En especial en estos días que la violencia desproporcionada en las tierras que un día inspiraron sueños de otro mundo posible, nos estruja el corazón y cuestiona muchas afirmaciones que se hacen respecto al lugar de Dios en la historia.
Por esto, si vamos a hablar de dónde está Dios y cuáles son sus sueños para el mundo, antes pensemos un poco en qué se está diciendo hoy cuando se habla de Dios y de su pueblo
Empecemos por preguntarnos si los sueños de Dios son tan geográficos como una ciudad específica: Jerusalén; o si son tan exclusivista como una nación específica: Israel. Y junto a esto, la pregunta que se ha hecho muchas veces: ¿El Israel de nuestros días (un Estado creado por convenciones internacionales luego del Holocausto y las últimas grandes guerras mundiales) es sinónimo del pueblo de Dios de la Biblia? Son preguntas necesarias para repensar nuestros sueños, las imágenes que utilizamos para describirlos y el uso que hacemos del leguaje sobre Dios en el ámbito cristiano.
Aunque diremos que no es totalmente lo mismo el pueblo de Dios de los relatos bíblicos, que el actual Estado de Israel de nuestros tiempos, aún cuando, en parte, sus historias están entrelazadas. Y aunque diremos que la historia de Jesús y la mirada sobre el Dios de Israel luego de su muerte y Resurrección generó cambios. Diremos con fuerza que al hacer estas afirmaciones no apoyamos ningún discurso de odio o antisemitismo, los cuales ciertamente rechazamos. Dicho esto, proseguimos analizando el uso de la imagen y el mensaje que se comunica.
En relación al concepto «pueblo de Dios» , en la perspectiva cristiana, como hemos sugerido hay algunas distinciones que surgen a partir de la llegada de Jesús, identificado por los cristianos como el Mesías esperado de Israel. Jesús fue rechazado por sus compatriotas y a partir de allí el entendimiento sobre el accionar de Dios en la historia se comienza a entender de maneras más amplias, abarcadoras y hasta universales. El terreno de la salvación, luego de Jesucristo, ya no solo en un territorio establecido, sino que se concibe en termino del mundo, de todas las naciones.
En Jesucristo el pueblo de la fe no reclama fronteras, sino que se abre al mundo ofreciendo un nuevo pacto sellado, precisamente, en la sangre del Hijo derramada injustamente a las afueras de Jerusalén. Pero que Jesús «a los suyos vino y no le reconocieron». Y así mismo sus seguidores y seguidoras también fueron perseguidos, asesinados y estigmatizados en el Israel y Judá de 20 siglos atrás por pertenecer al camino de Jesús. Y así el nuevo pueblo de la fe caminó senderos nuevos y las seguidoras y seguidores de Jesús viajaron distancias largas, por tierra y mar alejándose del lugar donde habían nacido, para continuar siguiendo a un Dios, ahora, fuera de los límites de Israel y con una nueva identidad como pueblo, en un mundo más amplio donde llevaron la fe.
Y entonces los primeros cristianos y cristianas, surgidos muchos de ellos del pueblo de Abraham, de Isaac y de Jacob, de Moisés y de Elías, reconocieron en el Cristo muerto y resucitado, al Mesías, Rey Profeta, y Sacerdote prometido. Y así el Dios de los padres fue el refugio de las y los seguidores del Hijo, que nos enseñó a ver más claramente Dios, el cual es amor y no odio, justicia y no venganzas, ni persecuciones; así Dios es el que rescata a Jesús de la muerte y lo levanta con poder para extender la salvación a todas las naciones y a todas las personas que en Él crean, son fronteras, barreras o exclusiones.
Todo esto nos dice que el pueblo de Dios ya no se identifica con algún Estado/País concreto de la historia, ya que lo que nos hace pueblo del Dios Trino es el seguimiento de Jesús el Mesías allí donde estamos, lo cual en nuestro mirar del mundo, es un hecho fundamental.
Por todo esto en la escena de la Transfiguración en Mateo 17 el evangelista trasmite a la comunidad este relato paradigmático que rebela un Mesías que trasciende los nacionalismos. Recordamos que Moises y Elias, representantes de la Ley y los Profetas y de la antigua fe del pueblo, luego de haber estado con Jesús y de que algunos discípulos testigos del momento glorioso quieren hacer enramadas para que el momento nunca acabe y para que Moises, Elías y Jesús permanezcan ahí y tengan casa y territorio concreto y geográfico donde quedarse.
Pero lo central del relato es que luego de tan memorable momento: Moisés y Elías desaparecen. Y la voz de Dios se deja oír diciendo « este es mi hijo amado, en quien me complazco, a Él oíd» . Y allí se hace explícito, que en Jesucristo nace una nueva etapa, un nuevo tiempo, en el que Moises y Elías, la Ley y los Profetas, ya no son centrales y entonces el concepto de pueblo de Dios va evolucionando hacia un entendimiento más amplio de la acción de Dios y hacia un concepto de pueblo escogido que ya no depende de etnias o razas, sino del credo, de la adhesión al camino de Jesús como vía de acceso al pueblo de la fe accesible para todas las naciones sin limites. No obstante esto, a la vez:
«El Nuevo Testamento asume como una realidad irrevocable la elección de Israel, pueblo de la alianza: éste conserva intactas sus prerrogativas (Rom 9,4) y su estatuto prioritario en la historia en cuanto al ofrecimiento de la salvación (Hch 13,23) y de la Palabra de Dios (13,46). Pero a Israel Dios le ha ofrecido una » nueva alianza » (Jr 31,31), la que fue fundada en la sangre de Jesús. La Iglesia se compone de israelitas que han aceptado esta nueva alianza y de otros creyentes que se han unido a ellos. Como pueblo de la nueva alianza, la Iglesia es consciente de no existir más que gracias a su adhesión a Cristo Jesús, mesías de Israel, y gracias a su unión con los apóstoles, israelitas todos ellos. Lejos pues de sustituir a Israel, la Iglesia sigue siendo solidaria con él. A los cristianos venidos de las naciones, el apóstol Pablo les declara que han sido injertados en el olivo sano que es Israel (Rom 11,16.17).
Dicho lo cual, la Iglesia adquiere conciencia de que Cristo le abre una apertura universal, conforme a la vocación de Abraham, cuya descendencia se amplía ahora en favor de una filiación fundada en la fe en Cristo (Rom 4,11-12). El Reino de Dios ya no está vinculado sólo a Israel sino abierto a todos, incluyendo a los paganos, con un lugar especial para los pobres y los proscritos. La esperanza unida a la casa real de David, aunque defraudada durante seis siglos, se convierte en una clave de lectura esencial de la historia: ahora se concentra en Jesucristo, un descendiente humilde y lejano. Finalmente, en cuanto a la tierra de Israel (incluyendo su Templo y su Ciudad santa), el Nuevo Testamento lleva mucho más lejos un proceso de simbolización ya iniciado en el Antiguo Testamento y en el judaísmo intertestamentario. Así pues, para los cristianos, con la venida de Cristo y de la Iglesia, el Dios de la revelación pronuncia su última palabra. » Después de haber hablado muchas veces y de muchos modos en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas, Dios, en el período final en que estamos, nos ha hablado a través del Hijo » (He 1,1-2).
(El Pueblo Judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia Cristiana, Pontificia Comisión Bíblica, con Presentación del Cardenal Joseph Ratzinger).
Reconocemos que en nuestros día, a raíz de la escalada del conflicto entre Palestina e Israel -lo cual es bien lamentable y espantoso de parte y parte y con una historia muy larga- la gente está usando indiscriminadamente lenguajes sobre Dios, su pueblo y la ciudad de Jerusalén. Lo cual resulta muy confuso y a veces hasta contradictorio por la falta de rigurosidad histórica y/o de conocimiento bíblico teológico. Sin embargo reiteremos con énfasis, que estas palabras no albergan ningún demérito u oposición hacia el pueblo de Israel, sus historias y sus geografías antiguas a quienes nos unen especiales lazos cercanos. No obstante lo cual, creemos que el Israel-Estado de la actualidad no es automáticamente el pueblo de Dios o el Israel de la Biblia. Son elementos emparentados, pero diferentes. Y así mismo la nueva Jerusalén no es meramente el lugar donde Dios iniciará el mundo nuevo, en cuanto a lugar geográfico y concreto, sino que es mucho más que eso.
Tanto en el decir del profeta Isaías ( Isaías 25:1-9), como en la visión de Juan en Patmos (Apocalipsis 21: 1-5), la nueva Jerusalén es una metáfora nueva, pero con reminiscencias a antiguas historias. En ambos casos no se trata de una ciudad concreta, sino de lo que la ciudad real de Jerusalén representa en el imaginario de la gente en los tiempos de Jesús. Jerusalén es para ellos el centro de la vida religiosa y política del pueblo de Israel y la ciudad más emblemática para ellos y ellas. Jerusalén es la ciudad central, allí está el Templo, se hacen procesiones, se celebran fiestas y se reúne el pueblo para adorar a Dios y ofrendar. Y así de hermosa, y más, será la ciudad nueva que Dios afirmará cuando establezca definitivamente su Reino.
Y así la nueva Jerusalén tiene que ver con esa imagen de una ciudad nueva, pero no necesariamente con esa geografía y estilo de ciudad de aquella época. Porque, para empezar, imagínese que la nueva Jerusalén sea igual que aquella de tiempos tan lejanos. Las ciudades reales evolucionan, se desarrollan, mejoran o empeoran, según el caso, a veces permanecen y otras veces desaparecen. Pero aún si desaparecieran podrían ser el motor nostálgico de nuestras esperanzas de futuro.
Además imagínese que si la ciudad de Jerusalén con sus límites y fronteras, fuera el único lugar del mundo donde Dios reunirá a su pueblo: no cabríamos todos y todas las personas salvadas en la historia en una sola ciudad. Jerusalén, con sus límites geográficos, no alcanzaría para recibir a todos y todas los que han creído a lo largo de los siglos. Mi abuelita, tu mamá, los que llegaron a Dios porque los comió un león en los circos romanos, los que han muerto creyendo a lo largo de la historia, no entrarían en la Jerusalén geográfica. Y está perfecto, porque parece que la idea de una Jerusalén « nueva» tiene que ver con algo más.
La nueva Jerusalén es el contenido de la utopía, es el nombre que moviliza la esperanza de un pueblo que perdió su tierra, que fue exiliado, al que persiguen desde Roma o al que oprimen los gobernantes y los líderes religiosos de su propia tierra. Jerusalén es el nombre de ese sueño, o mejor de esa utopía movilizadora que nos permite continuar adelante con esperanza, aunque hoy nos falte todo.
Por eso hoy quise traerles dos textos bíblicos preciosos que nos hablan del gran sueño y la hermosa utopía del mundo nuevo de Dios. La nueva creación, el mundo diferente que anhelamos y al que Jesús llamaba Reino y es esa imagen llamada la nueva Jerusalén ( Isaías 25:1-9 y Apocalipsis 21: 1-5).
La nueva Jerusalén es nuestra esperanza. Un mundo nuevo que viene. Una creación que será renovada, hecha nueva. Un mundo donde no habrá lo que tanto dolor causa nuestra realidad actual. Un mundo sin muerte, sin injusticias, con derecho y con lugar para todos, en el que Dios -como describe Isaías- es el centro, es la torre de refugio para las personas empobrecidas y necesitadas que en su angustia necesitan volver a encontrar un lugar de seguridad, de vida y de paz.
Y junto a la renovada ciudad de Dios, Él se describe como refugio ante las tempestades y como lugar de amparo para las y los más azotados por los sistemas del mundo.
Sin embargo, en la mirada del profeta la ciudad de Jerusalén, la geográfica, la concreta, es lo totalmente opuesto a la visión del mundo nuevo soñado por Dios. La ciudad real es, por el contrario, el centro del poder donde la vida de los indefensos es pisoteada y donde la gente humilde sufre actos despiadados y opresivos. Esta ciudad geográfica describe entonces la anti-imagen porque se ha convertido en todo lo contrario a lo esperado en la Jerusalén que moviliza las esperanzas.
El mundo, las ciudades reales en las que vivimos, nuestro topos tan opuestos a la u-topía, vienen a describir el anti modelo de Dios, el modelo de relaciones de inequidad y violencia en la que las personas empobrecidas son golpeadas como por un huracán que destruye sus vidas. Es la ciudad como imagen de lo opuesto a los intereses de la gente de la tierra, es la ciudad que mata profetas y apedrea a enviados. La ciudad que Jesús contempla y le conmueve, la bendita Jerusalén de la cual dice:
37 Jerusalem, Jerusalem, que matas á los profetas, y apedreas á los que son enviados á ti!
- cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste. 38 He aquí vuestra casa os es dejada desierta. 39 Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor..
Más sin embargo, en tiempos muy difíciles y desafiantes, el profeta reimagina a Jerusalén y reivindica el sueño de Dios para su pueblo. Isaías vuelve a pasar por el corazón la imagen de la ciudad santa y nos reconforta con la seguridad de un Dios que está junto a su pueblo. Y entonces Dios se describe como refugio y como constructor, siendo él mismo quien preparará una ciudad resguardada para ese pueblo tan sufrido. Y el profeta anuncia que:
7 Allí él quitará la nube de tristeza,
la sombra de muerte que cubre la tierra.
8 ¡Él devorará a la muerte para siempre!
El Señor Soberano secará todas las lágrimas
y quitará para siempre los insultos y las burlas
contra su tierra y su pueblo. (Isaías 25: 7-8).
Y esa visión de nueva realidad de un mundo vivible, es la misma que moviliza la esperanza de Juan, encarcelado en la Isla de Patmos. En tiempo muy difíciles y dolorosos de violencia, persecución y muerte de los seguidores y las seguidoras de Jesús, Juan proclama una esperanza, un mensaje de resistencia. Dios intervendrá en la historia y reivindicará la vida de las personas oprimidas. Dios salvará a su gente y le dará su nueva Jerusalén. No la misma Jerusalén, no la Jerusalén geográfica, sino la Jerusalén que es el resumen de todos los sueños de Dios. La Jerusalén que bajará del cielo como una novia (la iglesia) engalanada para su esposo (el Cordero resucitado).
Esa es la imagen que nos permite ir adelante. Es la metáfora que alienta las esperanzas del pueblo oprimido. Las personas rescatadas, son el pueblo de Dios, la iglesia triunfante, presentada sin mancha. Son las y los que, a pesar de las pruebas, se han mantenido fieles al Cordero, aún en tiempos de persecución.
El pueblo que habitará la nueva ciudad de Dios son las personas que no se han dejado manchar por las estructuras y los poderes que tantas veces generan muerte, dolor, injusticias y sufrimiento. Y son aquellos y aquellas cuyas ropas han sido ensangrentadas por las persecuciones y las injusticias que matan. Pero sus ropas serán lavarlas, paradójicamente, en una sangre que limpia y purifica: la sangre del Cordero. Y allí, y en Él, ya no habrá exclusiones, porque Dios será todo en todos, sin límites, ni distinción alguna.
Entonces, en la nueva Jerusalén no se necesitará de los antiguos lideratos de opresión y no se requerirá ni Templo, ni ofrenda, ni ritos, ni Ley. Porque habrá celebración de la justicia:
[Y] « … Dios mismo estará con ellos. 4 Él les secará toda lágrima de los ojos, y no habrá más muerte ni tristeza ni llanto ni dolor. Todas esas cosas ya no existirán más». Porque Dios hace «nuevas todas las cosas!». (Apocalipsis 21:3b-4)
Palabras finales
Que la utopía de la nueva Jerusalén -de un pueblo de todas las naciones reunidas en torno al Dios que consuela a quienes han sufrido, que reivindica a las víctimas y que nos propone un otro mundo posible- renueve la fe del pueblo de Dios en un mundo bueno, nuevo, con lugar para todos y para todas.
Desde la geografía, el territorio, el topos concreto de nuestras vidas e historias: animémonos a creer y a crear nuevas realidades y nuevas metáforas reimaginadas que nos movilicen hacia la superación del viejo mundo imposible en que vivimos, empezando por una atenta mirada al más acá de la vida.
Que las utopías de un mundo renovado, de un nuevo comienzo, afirmen la fe del pueblo de Dios para seguir trabajando por la paz y por la justicia como elementos imprescindibles en la vocación de las seguidoras y los seguidores del camino iniciado por Jesús, hacia un mundo nuevo por venir y construir.
Que así sea: con justicia duradera y paz plena para todos los pueblos y para todas las personas. Y que nuestras esperanzas se tornen en realidad.
Que así nos ayude Dios.
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