Desde los mismos inicios de la Iglesia los desvíos doctrinales se fueron dando en su seno. Primero fueron los judaizantes, después vendrían los excesos carismáticos y tras ellos lo que se ha llamado la herejía colosense y que guarda algunas similitudes con el gnosticismo que se desarrollaría plenamente en el siglo II. Este mismo siglo sería el comienzo de la época de los llamados apologistas, quienes defendían el Evangelio frente a la distorsión y acusaciones injuriosas de paganos ilustrados, y no tardarían tampoco mucho en darse las grandes controversias cristológicas.
Así ha continuado a lo largo de la historia, y hasta ahora el panorama no ha cambiado en absoluto.
El otro día me escribía un amigo en relación a los llamados «cristianos mesiánicos». Su preocupación era que éstos estaban teniendo cierta resonancia en el lugar en donde vivía y había peligro de que arrastraran a crédulos creyentes tras ellos.
A grandes rasgos estos cristianos mesiánicos sostienen que el cristianismo debe incorporar ciertas ideas y prácticas judías para ser verdadero. De este modo, se tendrían que guardar algunas fiestas, practicar la circuncisión, y todo creyente debería aprender en la medida de lo posible el hebreo, ya que éste es el idioma santo, el que se hablaba en el Edén. Incluso llegan a afirmar que es el idioma que Dios mismo habla. No, no es broma lo que digo.
También argumentan que el Nuevo Testamento originalmente se habría escrito en hebreo y no en griego, tal y como nos ha llegado. Estos originales hebreos se habrían perdido muy al principio, y algunos incluso acusan al Vaticano de tenerlos escondidos en secreto. Tampoco ahora estoy bromeando.
Ante tanto desatino, desviaciones, «olas del Espíritu» e «iluminados» llama la atención que la gran mayoría de aquellos que los siguen no se acerquen al personaje central de toda la Biblia, Jesús, para confrontar todo esto que les llega. Si queremos conocer la verdadera espiritualidad no debemos ir a buscarla en Moisés o en el último autoproclamado profeta, sino acercarnos al Mesías.
El tiempo, la época, la sociedad, en la cual vivió Jesús estaba fuertemente sacralizada. Esto significaba que había personas, lugares, acciones y normas santas en sí mismas y, por tanto, se marcaba una diferencia entre ellas y el resto de personas, lugares, acciones y normas.
Jesús, judío del siglo I y a la vez Hijo de Dios, llevó precisamente una labor de desacralización. La razón esencial era que a lo largo del tiempo esta concepción de la vida había llevado a la esclavitud del ser humano, a la exclusión, a la discriminación y a la falta de compasión para con el «diferente». A la par Dios había sido tan desfigurado que ni el mismo Jesús podía reconocer a su Padre. Él venía a mostrarlo, a explicar cómo era su corazón, Él era su misma imagen encarnada.
En esta Palestina del siglo I el lugar santo por excelencia para los judíos era el templo y éste estaba dentro de la ciudad santa, Jerusalén. Allí se manifestaba literalmente Dios, concretamente en el lugar llamado Santo de los Santos al cual entraba una vez al año el sumo sacerdote para hacer expiación por los pecados del pueblo.
Jesús, en una aparente sencilla conversación con una mujer samaritana, cambió radicalmente esta idea. El Maestro le dirá que ni en el monte Garizín, lugar santo para los samaritanos, ni en Jerusalén son los sitios en donde los verdaderos adoradores van para ello. De hecho no importa el lugar, lo relevante es como se haga, esto es, en «espíritu y en verdad».
Es cierto que en un momento dado Jesús habló de que el templo era un lugar de oración pero en otro profetizó su caída. Tanto la oración como la adoración debían provenir de un corazón restituido por la gracia.
Dios está en todas partes, no hay que ir a un determinado lugar para encontrarlo. Mucho cuidado con expresiones como «vamos al encuentro» o «vamos a entrar en la presencia de Dios» porque de nuevo volvemos a parcelarlo. Nadie puede estar fuera de la presencia de un Dios omnipresente. Tener esto siempre en mente haría que estuviéramos más pendientes de nuestras vidas.
El templo ahora pasaría a ser el propio creyente, en donde moraría el Espíritu Santo.
Los rabinos decían que sólo se podía orar en la casa, en la sinagoga o en el templo. Jesús orará en el monte, en el desierto… donde le pillaba.
También había días sagrados… pero no para el Galileo. El sábado fue hecho por causa del hombre y no el hombre por causa del sábado, dirá el Hombre libre y liberador. Dios no es menos; Dios es el mismo el martes que el sábado, el lunes que el domingo. Se puede aparentar mucha piedad un domingo y ser un verdadero sinvergüenza el viernes. No hay, por tanto, tampoco acciones más santas que otras, lo que hay son malas o buenas acciones que es otra cosa.
Es tan espiritual ir el domingo a la iglesia como pasear un día después con nuestro hijo. Es anticristiano venir al culto con un corazón lleno de rencor y tremendamente espiritual tomar café con un compañero de trabajo aunque no se hable de Dios en toda la tarde. Jesús además muere un viernes, un día como otro cualquiera, fuera de la ciudad santa, lejos del templo y como un malhechor más.
Tampoco para el Galileo había personas sagradas. El sumo sacerdote quedó relegado, obsoleto, cuando a su muerte el velo del templo se rompió. Ahora toda persona tenía acceso a Dios. Ya no habría más intermediarios, personas especiales, únicamente Él. Los creyentes son descritos como una nación santa compuesta de sacerdotes, todos son iguales.
Pero es que además Jesús no pertenecía a la clase sacerdotal, era de la tribu de Judá, no de la de Leví. Tampoco era miembro de ninguna de las sectas o grupos religiosos de su tiempo. Jesús era un laico y era esto precisamente lo que quería mostrar, que Dios no distingue entre personas.
Un pastor o un sacerdote no es más santo por serlo que el creyente que se sienta en el banco, ni lo es por la misma razón alguien que habla hebreo o se ha circuncidado. Es más, Jesús se moverá entre las prostitutas y los «pecadores». El Reino de los Cielos es para los que se hacen como niños, y son esas personas despreciadas por los «justos» los que van delante de ellos.
En cuanto a las leyes consideradas como santas en el Antiguo Testamento vemos cómo Jesús parece que se dedica a incumplirlas sistemáticamente. Toca a enfermos, a leprosos, a difuntos. Con esto se contaminaba ceremonialmente, pasaba a ser impuro con lo que se excluía de la comunión con Dios, no podía participar de los actos religiosos. Pero el Maestro dirá que su comunión es imposible que se corte con su Padre, que el mal no se trasmite por no cumplir tal o cual ley de carácter externo, sino que el mismo está incrustado, sale del interior del ser humano.
Se salta el día de reposo sanando y parece que lo hace a propósito. Los enfermos que restaura en ese día eran crónicos, bien podría haberse esperado al domingo, o al lunes. Jesús quería misericordia y no sacrificio.
Con esta forma de actuar el mensaje de Jesús era muy claro. Al ir en contra de lugares, tiempos, personas y leyes consideradas sacras lo que quería significar era que Dios era el Señor de la vida, de toda ella, y es en la misma que se mueve. No es que nada sea santo sino todo lo contrario: cada pensamiento y acción tienen repercusiones temporales, aquí en la tierra, y también eternas. El ser humano al completo es un ser moral en medio de un universo moral creado por Dios. Se trataba de desacralizar todo aquello que había parcelado a Dios y esclavizado al ser humano y así elevar y santificar la vida.
Ser cristiano no es ser más divino o angelical, sino todo lo contrario, es ser plenamente humano. A Dios no podemos seguirlo como tal, pero sí podemos hacerlo con un ser humano que encarne su voluntad. Este Hombre con mayúsculas fue Jesús.
Cualquier «espiritualidad» que quiera dar a entender con su lenguaje, con sus formas, acciones o enseñanzas que existen personas que están por encima de otras, que hay lugares o tiempos especiales y que quienes así lo creen y practican son más santos está errada, es una falsa doctrina. Es ir en contra del mismo Hijo de Dios. Lo que hace ser más santo no es hablar hebreo sino el corazón de la persona, su seguimiento del Galileo, su amor al prójimo.
Lo repito, Dios es el creador de la vida, de las flores, del tiempo, de los sentimientos, de todo. Jesús vio más grandeza en los lirios del campo que en todo el esplendor del rey Salomón. Le gustaba verse rodeado de niños, disfrutaba acudiendo a un banquete de bodas, quería estar en compañía de los suyos. Sus parábolas hablaron de la vida cotidiana, del quehacer diario de cada persona y era allí, en cada momento, que Dios acontecía, estaba presente.
El abrazo a un amigo o una tarde de cine con tu mujer es tan grandioso como leer las Escrituras u orar. Si podemos abrazar, si somos capaces de disfrutar con nuestros hijos, si damos nuestro dinero para los más necesitados se debe a que la voz del Maestro de Nazaret nos ha traspasado, nos ha transformado. Como consecuencia, nuestra existencia ha adquirido un nuevo sentido y significado, toda ella, al completo.
Conocer esto es la verdadera vida, saber apreciarlo la verdadera adoración y vivirlo, la verdadera santidad.
Si os mantenéis fieles a mi mensaje, seréis verdaderamente mis discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. Jesús.