Nace de un suspiro. De un suspiro cansado el domingo por la tarde. Todavía se escuchan los cánticos y las oraciones de la mañana. Todavía gotean los textos y el salmo del día. Se comentan en el almuerzo-cena o en la conversación familiar en el balcón. El reposo dominical siempre tiene enredado entre sus palabras las del sermón, porque los sermones siguen a la gente a sus casas. Especialmente a la familia pastoral. La crítica familiar es honesta y asertiva. Sin sordina. Los comentarios le sirven de posludio al sermón ya pronunciado y de glosas al que ha nacido suspirando. La Palabra no se aquieta ni descansa. No es posible silenciarla. Busca siempre otra oportunidad.
Ya está oscuro. Ya hay silencio. Mis ojos investigan el leccionario mientras los dedos escarban en la Biblia los textos del próximo domingo. Leo con la calma de un domingo por la noche. Con todos los días por venir. Leo, y las palabras comienzan a revolotear. A revolotear entre las cortinas de la vida. Se encuentran con los ojos de mis feligreses. Con el foco del vecino que alumbra la sala de mi casa y con los dulces en la fila de la gasolinera. Tropiezan con mi temprana resistencia y con el ruido del juego de béisbol en ESPN. Ganó San Luis. Todo se va a la cama conmigo.
El desayuno del lunes pasa desapercibido. A media mañana las palabras vuelven a tropezar, esta vez con el escritorio de mi oficina y los papeles que lo esconden de la gente. Rebotan con el librero que lo mira con alguna arrogancia. Como si fuera muy chiquito. Leo los textos otra vez. Esta vez la lectura es más puntiaguda. Sospechosa. Con anotaciones. El resto del día pasa entre reuniones y visitas. El sermón se asoma por detrás de la oreja de vez en cuando al escuchar algo que le asombra, que le molesta o entristece. Luego se guarda como el moriviví.
El martes ya gatea. Toma café mientras escucha los anhelos de una joven mujer universitaria decidiendo si se va a trabajar al extranjero. Escucha, otra vez escondido detrás de la oreja, las quejas de un anciano ahogadas en su soledad: medicinas, médicos, hijos, olvidos. Va al banco, al colmado, y se regodea en la oficina. Se sorprende por lo que dice la interlinear. Paraclete. Al lado de. Como la sombra. Hoy juega San Luis con los Nacionales. Y Denise tiene sus clases de baile. Llego temprano a casa.
El miércoles resbala. Se retrasa. Se tranca. Es la lucha de Jacob con el ángel. La protesta de Job. La queja de Marta. El texto que se incomoda por entrar a otro horizonte. La vida que se hincha para no pasar por el cernidor escritural. Las chispas metafóricas de Ricoeur se atenúan y se arrinconan en la primera ingenuidad. Se niegan a brillar. Quieren salirse del lenguaje. Más el velo del templo debe rasgarse. Deben moverse las piedras. Debe haber muerte para que haya vida. Reunión de comités a las 7:30 pm. Otra vez tengo que echar gasolina. Me compro un limber.
Es jueves. Vino un buen grupo al estudio bíblico. Manuel corta la grama de la iglesia. Ahora los y las comentaristas zapatean. Los teólogos y las teólogas cuchichean. Se mezclan tiempos y decires; momentos y sueños; entuertos y resucitados. La mesa es redonda. La compañía asombrosa. Las voces se entrelazan compartiendo angustias. Destilando reino. La trascendencia que al reconocerla nos hace vulnerables. Alienación. Hubris. Injusticia. Lo trascendente que nace, muere y resucita. Crux nostra. Paraclete. Moriviví. Me los llevo al hospital. A la funeraria. A mi casa. Los presento al ordo que enreda tradición y experiencia; que convierte lo cronológico en kairótico. Que anuncia lo que el mundo se traga sin masticar. Más de pronto callan. Me dejan solo. Debe ser viernes.
Sí. Es viernes. Se fue la columna de nubes de día y no llega la columna de fuego de noche. El sermón se empantana en un lago denso de palabras donde las imágenes y las ideas se asfixian. Luchan por salir para marcharse. Para irse por donde vinieron. Para dejarme exhausto. Angustiado hasta la muerte. La pantalla del monitor parece un desierto. Más que un desierto, una sala de operaciones vacía. El cauce de un riachuelo polvoriento y seco por una súbita y poderosa sequía. Oro. Leo. Miro alrededor. Recuerdo que las siestas son como lloviznas molestosas que hacen que la acera huela a frescura y me acuesto. Funcionó. Regresaron. Y ya es sábado.
Paraclete. Moriviví. El consuelo de lo trascendente que nos descubre vulnerables; que se hace y nos asume vulnerables. Israel y su Parkinson. Juanita y el olvido de sus hijas. Joseph y su despido del trabajo por razón del famoso outsourcing. Tuvo que posponer la boda. Lorna con su graduación de la universidad a la vista, sus veinticinco resúmenes enviados, y su espera frente al buzón todos los días. Regresa el sermón y regresa mi angustia. Mi búsqueda de esperanza. Mañana domingo lo tejido se hace voz. Mejor: mañana quien me teje se hace voz de salvación. Ahora a escribir y a editar. De ratos y entrecortado. Tarareo los himnos del ordo y encabullo el contenido sermón en una forma que también dice y proclama a Quien presupone. Voz, forma y contenido se hacen una sola palabra. Deus loquens.
Amanece domingo. Y con el amanecer las últimas ediciones del sermón. El repaso de la cadencia y sonoridad de las oraciones. La sorpresa de las palabras que congregan imágenes de gracia. La gracia que son los latidos del mismo corazón de Dios hablando para ti. Parece listo. Al llegar al templo repaso todo mientras el sermón se asoma, esta vez por la otra oreja, con una sonrisa pícara y alegre. Conoce a la gente. Conoce el templo. Conoce la liturgia y los cánticos. Esta es su casa. El tiempo, como les dije, se hace otro. Se hace eterno y salvífico: confesión, kirie, lecturas. Himnos, oraciones y la aclamación. Y ahí va. Al salto de la fe de Kierkegaard.
La voz resuena como las campanas del inicio del servicio. El sermón se suelta y se va a pasear por el templo. Se enreda en las cuerdas del arpa, en el cuero de la conga, en las voces de las cantoras y el tiempo de los palitos. Se pega en la piel de tanta gente que ha sobrevivido la semana sin preguntar. Le hace ojitos a quienes parece que no escuchan o no quieren que el sermón les pellizque. Acurruca las oraciones entrecortadas y los anhelos desteñidos que guardamos en el bolsillo. Salta. Corre. Brinca. Empuja. Abraza. Llora. Y dice una canción de salvación. Paraclete. Dios contigo.
Después del culto el sermón se hace conversación de sobremesa. Sus sonidos e imágenes siguen trabajando, ahora como encanto de la mutua consolación. Amarra los afectos y las historias de todos y de todas en la reunión de la familia trinitaria. Conversamos. Compartimos el café y nos vamos a casa. Nos sentamos en el balcón a ver como se pinta el horizonte de anaranjado. Y volví a suspirar. Escuchando aún los cánticos y las oraciones de la mañana. Viendo el goteo de los textos y del salmo en el sermón que todavía respira. Porque el reposo dominical siempre tiene enredado entre sus palabras las del sermón. La Palabra no se aquieta ni descansa. No es posible silenciarla. Porque los sermones se van a las casas con la gente. Especialmente con la familia pastoral. Los sermones se van al trabajo y al hospital con las personas. Conversa con amigos, conocidos y desconocidos en cualquier lugar. La Palabra siempre busca otra oportunidad. Y la encuentra. Amén.