Me pregunto a menudo que quienes un día nos enamoramos de Jesucristo, ¿de qué Cristo estamos realmente enamorados?
¿Del sabio maestro judío que enseña con autoridad fuera de las estructuras religiosas de poder y atiende compasivamente a la realidad de cada persona que se le acerca? El “maestro bueno” que afirma que bueno sólo es Dios, y a quien los que no le consideran Dios mismo respetan e incluso veneran como maestro de moral y de modelo de vida.
¿El Cristo mítico creado por el propio cristianismo, superdiós o el dueño del mundo que más que sentarse a la derecha del Padre parece ser el objeto de su abdicación? El Cristo Rey a partir del cual se construyó la cristiandad y que ha terminado siendo blasón y excusa del autoritarismo políticorreligioso.
¿El Cristo bondadoso y tierno, incluso melífluo, cordero de Dios que viene a traer luz al mundo en lugar de fuego y espada, que cierra sus ojos bondadosos en una cruz erigida por los malos de siempre? El Jesucristo Superstar de la ópera musical hippie, pero también el Jesús que ha consolado a las mujeres marginadas y recluídas a un reducido espacio doméstico.
¿El azote de cambistas y mercaderes del templo, justiciero a zurriagazos de simoníacos y opresores del pueblo inocente? El Cristo de la teología de la liberación, la opción por los pobres y el activismo social de raíz espiritual.
¿El Cristo terapeuta, sanador de almas y cuerpos, el hombre que lleva su compasión hasta el extremo de alcanzar lo sobrehumano y revertir el proceso de la muerte de su amigo Lázaro? El Jesús sanador, esperanza de vida abundante, que instala la promesa de que el ser humano pueda vencer a la muerte.
¿El Cristo que ostenta autoridad para enseñar, fiel a la tradición, externo a la estructura creada por la tradición, independiente de criterio (“mas yo os digo”)? El Jesús sorprendentemente librepensador para su tiempo, respetuoso de la dignidad y la libertad individual, cual un anunciador del humanismo moderno.
¿El Cristo transfigurado que sorprende y admira a los discípulos al verle refulgir en su cuerpo de luz y deja perplejo al lector del Evangelio al no comprender esa dimensión de lo humano y lo divino? El Jesús realizado plenamente, cuya manifestación luminosa no hubiera sorprendido en las regiones del Himalaya donde los mahasiddhas mostraban que la realización plena del amor y la compasión transforman al ser humano hasta su última célula.
¿El Cristo recién nacido, inocente, indefenso, al que los Magos adoran, los ángeles cantan y los pastores celebran, niño pobre y refugiado como tantos otros hoy mismo en el mundo? El Jesús niño utilizado como discurso sentimental y sentimentaloide para apelar a la emocionalidad de un género femenino a retener por la iglesia cuando ésta ha perdido ya a la clase obrera y al burgués escéptico al mismo tiempo.
¿El Cristo crucificado, torturado y sufriente, que mueve a piedad a unos y a escándalo a otros, mostrado en las obras del arte religioso como el acto comunicativo de masas más contundente y efectivo de la historia de la cultura y por ende un acto político de agitprop aún insuperado? El Jesús ejecutado con premeditación por la violencia estructural de la alianza del poder religioso y el poder político y sus contradicciones, para unos ofrenda de sangre inocente necesaria, para otros acto liberador por su rotunda gratuidad, para todos todavía interrogante, escándalo o misterio.
¿El Cristo resucitado al tercer día, que no deja un cuerpo inerte en su tumba y al reencontrarse con sus amigos comparte pan y pescado asado con ellos mostrando así que no es un fantasma sino el hijo del hombre que ha vencido a la muerte como prometió? El objeto de nuestra fe sin el cual ésta sería vana.
Los Evangelios nos muestran diversas facetas de un solo Cristo, y ello me recuerda el título del libro del antropólogo Joseph Campbell, “El héroe de las mil caras”, que inspiró a George Lucas la saga de «La guerra de las galaxias». El héroe mítico aparece y reaparece aquí y allá en los diversos relatos mostrando facetas muy diversas que pueden corresponderse con los arquetipos psicológicos que Carl Gustav Jung estudió: elementos de la psicología profunda que pugnan por resurgir a la conciencia en tanto que pulsiones de una personalidad no realizada. Por eso me inquieta la consideración fragmentada del Hijo del Hombre: porque nuestra adhesión a una u otra faceta dice más de nosotros que de Él mismo. Reflejos y proyecciones de nuestra personalidad fragmentada en espera de una verdadera realización personal y transpersonal.
Yo miro a Jesús y no me adhiero a ninguna de esas fascinantes imágenes que llenan de vértigo la imaginación e impulsan el hambre de eternidad a una huída hacia adelante. Me parece más prudente acercarse al Maestro intentando tocar levemente su túnica sin atreverse a agarrarle compulsivamente. Y me doy cuenta de que la espiritualidad de Jesús no se halla en ninguno de esos momentos cumbre que el relato evangélico nos muestra como enmarcados cual dioramas apoteósicos.
La espiritualidad de Jesús es la espiritualidad de la calle. Aunque asistía a la sinagoga, Jesús cumplía su ministerio en las calles, allí donde se encontraban los maltratados por la vida, las víctimas de la injusticia, del rechazo, de la opresión; allí donde se cruzaban los desheredados de una sociedad atenazada por las ansias de liberación nacional, la opresión colonial, las estructuras políticorreligiosas obsoletas; allí donde los tullidos y enfermos mostraban sus chacras, donde caminaban los indefensos y todos aquellos que habían sido arrojados a los márgenes de la vida. El arrabal de la ciudad global de su tiempo, los suburbios de la urbe que se quiso centro del universo. Allí “donde la ciudad cambia de nombre”, como tituló nuestro inolvidable Francisco Candel.
La espiritualidad de Jesús me llama a caminar junto a él y a ver lo que él veía. A través de sus ojos, con sus ojos: los ojos del amor y la compasión infinitos, en la confianza de que Dios nos ama.
(Publicado en «La Luz Digital«)
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