Posted On 27/10/2023 By In Historia, Opinión, portada With 1000 Views

Las raíces judías de los reformistas españoles | Alfonso Ropero

¿Qué tienen en común personajes tan dispares como Tomás de Torquemada, María de Cazalla, fray Hernando de Talavera, Isabel de la Cruz, Bartolomé de las Casas, Juan de Valdés, Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera, Constantino de la Fuente, Francisco de Encinas, José Luis Vives, Melchor Cano, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, San Juan de Ávila, Miguel de Cervantes, Fernando de Rojas, Benito Arias Montano? La sangre judía.

La sangre judía que corría por sus venas. Es decir, todos ellos, representantes ilustres de una época trascendental de la historia de España y del Siglo de Oro español, eran judeoconversos, descendientes de familias judías, muchas de las cuales aceptaron el catolicismo para salvar vida, y otras por convicción sincera. Dada la importancia de estos personajes en la historia, la espiritualidad, las letras, la cultura y la religión, a muchos de ellos se les fue blanqueando su origen judío, considerado una mancha, una nota infame en la biografía de la que había que desprenderse. A la sangre judía se la tuvo por impura, y fue motivo de descalificación de los que procuraban ocupar cargos de responsabilidad en los gobiernos municipales, religiosos, docentes o políticos. Todo aquel que tenía un pasado judío se veía sometido al ostracismo social, al menosprecio y al rechazo generalizado; a lo sospecha e integridad de su fe, no importa la calidad, honestidad y sinceridad de su creencia.

Por esta razón, hasta hace bien poco no se sabía nada del judaísmo étnico de las figuras máximas de la mística española como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, representantes de la más pura españolidad, juntamente con los grandes literatos como Miguel de Cervantes o Fernando de Rojas, y el autor anónimo de Lazarillo de Tormes[1]. Cuando el filólogo e historiador Américo Castro allá por los años 30 del siglo pasado comenzó a analizar la literatura de la España del siglo XVI, y centrar su foco en la persona de Teresa de Jesús, comenzó a aflorar una realidad ignorada, que había sido ocultada en siglos anteriores, a saber, los orígenes judíos de la insigne figura de Teresa la santa, copatrona de España junto con el Apóstol Santiago. Aquello cayó como una bomba en los ambientes académicos, y más en aquellos años del nacionalcatolicismo. Afirmar en aquella España que Teresa de Jesús era cristiana nueva, descendiente de aquellos que habían sido “bautizados de pie”, es decir no bautizados de niños, sino de adultos; decir que Teresa era hija de hebreos no debería haber escandalizado más que decir un hecho tan evidente a todo cristiano: Jesús, el salvador del mundo, y su madre la Virgen María, eran judíos, así como la totalidad de los primeros discípulos y apóstoles. Pero aquella revelación escandalizó en una España filo-nazi que nos educó (a los jóvenes de mi generación) en la grandeza de la nación alemana que se enfrentó ella sola a todas las potencias del mundo. Ofendió a una España en la cual el generalísimo Franco custodiaba personalmente con especial devoción el brazo incorrupto de santa Teresa. El abanderado de las esencias nacionales castizas dando culto a una mujer semita. Así lo comentaba José María Javierre, sacerdote y escritor español, a sus lectores del Boletín de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras en los años 80: «Entre 1945 y 1950 los devotos de Santa Teresa sufrieron un tremendo sobresalto. Parecía un fuego cruzado. De tierras americanas una obra de don Américo Castro traía enfundada en bellos razonamientos la intuición de que un análisis profundo del estilo literario y vital de Teresa de Jesús denuncia íntimas conexiones con los «cristianos nuevos» convertidos del judaísmo al catolicismo»[2].

Al carmelita padre Efrén de la Madre de Dios, biógrafo de la santa, le aterró «el efecto moral» de la noticia entre sus lectores y procuró suavizarla: Intentó explicar que el abuelo de Santa Teresa trataba demasiado a los judíos hasta dejarse «convertir» por ellos y apostatar de la religión cristiana. Américo Castro se enfadó muchísimo con aquella hipótesis absurda: «Como si fuera posible y verosímil que cuando multitud de judíos se convertían al cristianismo por miedo a las torturas y a las matanzas, un toledano de nombre Sánchez hubiese tenido a fines del siglo XV la discreta ocurrencia de hacerse circuncidar».

Pero era notorio y bien documentado, que el abuelo de la Santa fue «judío converso», con el agravante de haber renegado de su nueva fe, judaizando, terrible pecado merecedor de la hoguera. El abuelo Sánchez se reconcilió a tiempo aprovechando el tiempo de gracia, por autodelación. Al abuelo Sánchez se le conmutó la pena capital —no otras penitencias— a cambio de determinadas sumas de dinero para la guerra de Granada o para otras precisiones hacendísticas[3].

«El elemento biológico de su sangre judía afecta profundamente la biografía de Teresa de Jesús y late como secreta motivación de actitudes suyas: Le incorpora al formidable remolino donde se amasan los caracteres propios de “eso que llamamos España”, según certera expresión de don Pedro Laín. Somos los iberos un amasijo insigne que Américo Castro ve integrado por “tres castas” de creyentes: cristianos, moros y judíos»[4].

Quedémonos con esta frase: «El elemento biológico de su sangre judía afecta profundamente la biografía de Teresa de Jesús y late como secreta motivación de sus actitudes». Esta es, precisamente, la tesis principal de Américo Castro: el elemento hebreo es clave para entender nuestra historia. Un hecho del que también fue consciente al gran hispanista francés Marcel Bataillon: «Es extraño que no se haya concedido todavía a este punto la atención que merece, dado que el papel de los descendientes de los conversos desempeñaron en la vida espiritual española, desde Alonso de Cartagena hasta fray Luis de León»[5].

«Sin tener a la vista la implacable luchas de las castas, cuanto acontece en el siglo XVI español se vuelve vago y confuso, anecdotario»[6].

Lo que es verdad para la historia general de España lo es más todavía para la historia particular la reforma en España, habida cuenta de que casi la totalidad de los reformistas españoles eran judíos étnicos. Esta es una cuestión de vital importancia a la que apenas si se le ha prestado atención. La mayoría de nuestros historiadores han mencionado este aspecto como si tratara de algo anecdótico, sin la mayor trascendencia para el conocimiento del origen y desarrollo del reformismo español. Esto equivale a reseñar un montón de datos y notas biográficas que no ayudan a explicar por qué y cómo se produjo el interés por las ideas reformistas, qué estrato de la población fue afectada por ellas, y las lecciones que podemos sacar de ello.

No podemos detenernos ahora, en este artículo, a probar y argumentar mi tesis de la reforma protestante en España fue de naturaleza conserva. La mayoría de los procesados y quemados por luteranos en Sevilla y Madrid eran conversos, es decir, de ascendencia judía. El pueblo español en casi su totalidad permaneció indiferente a los aires y las semillas reformadas. Los cristianos viejos, sin ninguna sospecha de herejía judaizante, ni protestante, estaban orgullosos de su casta, de su religiosidad de ritos y actos externos. Ellos eran los puros representantes del cristianismo castizo, y lo podían avalar con su ingesta de tocino y carne de cerdo. Para sus fritangas preferían una buena manteca de porcino, que el aceite impuro de los moros y judíos.

La reforma evangélica no pudo asentarte en nuestra tierra, pues nuestras gentes no sentían ninguna inclinación ni gusto por una religión basada en un libro o libros. Los libros secan el cerebro y roban la razón, como le pasó al iluso don Alonso Quijano el Bueno, más conocido como Don Quijote. No ocurría lo mismo con los descendientes de judeoconversos, que guardaban memoria de la importancia del libro, la Torá, el Talmud, en el conocimiento y vivencia de su religión. Sus hijos, como Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera o Francisco de Encinas fueron particularmente sensibles a la importancia del libro, la Biblia, para la vida cristiana, y por eso arriesgaron su vida y su hacienda para hacer accesible a todos, en su lenguaje cotidiano, los libros sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento. Creían que la lectura sus páginas abriría la mente y los corazones de sus compatriotas a una experiencia más íntima de Dios y su gracia.  Pero la Inquisición no les dio tregua. Los que no lograron escapar a tiempo del país, fueron apresados, juzgados, sometidos a tortura, y finalmente quemados.

En circunstancias así la reforma evangélica no pudo arraigar, y menos triunfar, en España. El sector de la población más sensible a la misma, el converso, fue particularmente objeto de los juicios inquisitoriales. El control de las mentes por parte de la Inquisición fue absoluto. Como bien hace notar Doris Moreno, la sospecha estaba en la base de todo el proceso inquisitorial. Bastaba la sola sospecha propia o ajena para ser imputado. El derecho procesal de entonces no conocía la moderna presunción de inocencia; al contrario, la sospecha de indicio de herejía era suficiente para determinar de culpabilidad del individuo bajo sospecha. Cada oyente de los de los edictos fe inquisitoriales, «estaba obligado a sospecharse culpable y sospechar de los demás, a interrogarse sobre sus propias ideas y amistades»[7]. El cristiano viejo, cuanto más iletrado era, más a salvo estaba de toda sospecha. Su mejor salvoconducto, como ironizará Miguel de Cervantes, era una tajada de tocino en la mano.

Espero poder hablar de todos estos temas en una serie de conferencias, del día 3 al 5 de noviembre, en la Iglesia Evangélica las Torres, de Rubí (Barcelona), y seguir compartiendo por eso medio los resultados de las mismas.

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[1]  Según Unamuno, Teresa de Jesús enseñó a los españoles a entender y hablar a Dios; ella, añadía Azorín, es, en cuanto al estilo, más lección que Cervantes, porque en sus escritos vemos cómo la expresión castellana conquista nuevos espacios.

[2] José María Javierre, “La sangre judía de Santa Teresa”, Boletín de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, vol. X, n. 10 (1982), 53-64.

[3] Teófanes Egido, El linaje judeoconverso de Santa Teresa, p. 26. Editorial de Espiritualidad, Madrid 1986.

[4] José María Javierre, ob. cit.

[5] Marcel Bataillon, Erasmo y España, p. 60. FCE, México 1991, 4ª ed.

[6] Américo Castro, Cervantes y los casticismos españoles, p. 207. Alianza, Madrid 1974.

[7] Doris Moreno, La invención de la Inquisición, p. 57. Marcial Pons, Madrid 2004.

Alfonso Ropero Berzosa

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