“Hoy vivimos en una sociedad plenamente secularizada, en la cual no vale ya apelar a instancias sagradas para convalidar actitudes y proyectos, iniciativas o empresas. La razón en sus múltiples modos de representarse se basta y sobra para llevar a cabo esa convalidación.” (Trias, Eugenio, La razón fronteriza. Destino, Barcelona, 1999).
¿Qué es la sociedad posindustrial? Cuando utilizamos ese término nos referimos a un concepto que recogen algunos sociólogos y economistas para describir la evolución estructural de un sistema social y económico que tiene lugar después de lo que conocemos como el proceso de industrialización o Revolución Industrial. Esta sociedad posindustrial, posmoderna, de la información o del conocimiento –como también se la conoce- ha cambiado sustancialmente su modo de supervivencia con respecto a las sociedades que la precedieron, puesto que la garantía de acceso a un saber estable, supuestamente transmitido, y fuera de toda duda como cuadro de creencias incuestionable y como fuente de sentido ha dejado de tener la importancia y la trascendencia otorgada por dichas sociedades.
En la sociedad posindustrial el conocimiento cumple dos funciones de carácter estructural. En primer lugar éste se constituye en el principal recurso del cual vivimos. Sin conocimiento nuestras sociedades serían inviables. Y en segundo lugar, es el componente principal de las nuevas tecnologías. Por tanto, el conocimiento actual es de carácter instrumental, es decir, no esencialista, con lo que básicamente, se convierte en un instrumento, en una herramienta, en una construcción. No aspira a explicar qué es la realidad, sino cómo funciona, y se basa en la obtención de resultados. Esto quiere decir que se le da mucha importancia al concepto de proyecto o de creación de conocimientos y, en consecuencia, son vitales los avances tecnológicos, científicos, axiológicos y organizativos.
Pero, no se trata tan sólo de generar máquinas o teorías, sino también de darnos las estructuras y valores necesarios que nos permitan seguir sobreviviendo en contextos sociales que cambian continuamente a una velocidad vertiginosa. Esto nos ha llevado a la profunda convicción de que estamos asistiendo a un profundo desarrollo de saber que favorece la pluralidad y la diversidad de ideas, de prácticas, de conciencias. Y ya no hace falta –sería inútil- que nadie intente convencernos de que existe algo estático, intocable, firme. Todo se ha vuelto dinámico, incluso esa Verdad –con mayúsculas- de la Ilustración ha dejado de tener su razón de ser. Esto ha dado lugar al mestizaje, a los relativismos, a los collages que ya no asustan, ni escandalizan a nadie, a excepción de pequeños reductos que prefieren aferrarse a viejas “seguridades”.
Ahora bien, ¿Qué tiene que ver la experiencia religiosa con todo esto? Tradicionalmente, el conocimiento religioso se nos ha presentado como paradigmático y como articulador de valores a través de los cuales es posible cohesionar, dirigir y construir las relaciones de una determinada sociedad. Las grandes religiones teístas y monoteístas, entre ellas la cristiana están sufriendo un gran declive debido a su insistencia en proporcionar un conocimiento que no es ni creíble ni sostenible. Es decir, la religión –tal y como la conocemos- está en crisis porque sigue manteniendo un fuerte interés en constituirse en una fuente de conocimiento y de sentido de la vida que ha perdido toda la reputación y la supuesta consistencia con las que contaba antaño. De hecho, ya son muchas las voces que reclaman que la educación religiosa sólo debería estar a cargo de las familias y de las organizaciones religiosas para poder garantizar la pluralidad y la diversidad ciudadana que hemos mencionado más arriba.
Ahora bien, ¿Tienen las religiones alguna posibilidad de volver a constituirse en fuente de conocimiento y de sentido? Debemos aclarar que los sistemas religiosos están sometidos a una doble marginación. En primer lugar, han perdido su habilidad para generar creencias con la capacidad de cohesionar y guiar el funcionamiento de las sociedades y, en segundo lugar, han hecho caso omiso al cambio de paradigmas de lo mítico o simbólico a lo científico, tecnológico e ideológico. Sin embargo, las religiones se seguirán reproduciendo, pero deberán hacerlo transformadas, redescubriéndose como espiritualidad y no tanto como ética o metahistoria. Como diría Mariano Corbí:
“Puesto que las religiones no ejercen ninguna función en la estructuración de nuestras sociedades, no hay que suponer ni creencia alguna en Dios, ni necesidad de esa creencia para el correcto funcionamiento de la sociedad. En esta situación de hecho están situados los individuos de nuestra sociedad y en esta situación de hecho tendrán que insertarse las religiones” (Corbí, Mariano, Proyectar la sociedad, reconvertir la religión. Herder, Barcelona, 1992, p. 425).
Hemos acordado que el conocimiento no es ni único, ni univoco, sino que responde a una pluralidad y diversidad que se manifiestan en un despliegue dinámico del saber sin precedentes. Parece que no es suficiente con tener acceso a las ciencias, las tecnologías y las ideologías para que las personas alcancen un sentido profundo de su existencia. Y es en este sentido en el que las religiones pueden aportar un conocimiento más esencialista e integrador, también necesario para la plena realización de los seres humanos.
La supervivencia de las religiones sólo será posible si se entiende que el factor de supervivencia social es el conocimiento y éste nos exige una creatividad y libertad totales, lo cual quiere decir que la experiencia religiosa y su inserción social también debería darse como creatividad y libertad, sin ninguna pretensión de estabilidad, fijación o sumisión. Se trata de asumir la necesidad de repensar la religión y tomar conciencia de esos ámbitos de conocimiento tecnológicos, científicos, axiológicos y organizativos que, hasta ahora, ha pretendido ignorar.
Esta forma de experiencia religiosa, reinventada o reformada, que tiene en cuenta el curso de la historia y los cambios sociales, políticos, estructurales, tecnológicos, informativos, axiológicos, organizativos, etc. obtendrá las condiciones de posibilidad de ser una forma más de conocimiento necesaria, como ya se ha dicho, para la total realización de los seres humanos, porque:
Adquirir o promover una actitud religiosa no es adquirir o promover un sistema de interpretaciones de la realidad, un sistema de creencias, no es adoptar un sistema de valores y de moralidad, un sistema de organización y un sistema ritual, es más bien, aceptar el enrolamiento en la búsqueda de algo que no se ha de convertir en presupuesto para nada pero que, en cambio, es un orden de hechos que lo afectará sutilmente todo… No hay nada que creer, sólo algo que encontrar. De una forma semejante como con respecto a la belleza no hay nada que presuponer o que creer, sólo algo que encontrar.” (Corbí, Mariano, op. cit., p. 246).
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