Posted On 18/09/2013 By In Biblia, Opinión With 1460 Views

Lectura agradecida

Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron (Ro. 15, 4a)

Esta semana hemos tenido la gran bendición de releer lo que en nuestras ediciones actuales de la Biblia llamamos libros 1 y 2 Samuel, y que en un principio conformaban un único texto, una sola obra. La razón ha sido bien simple: unos comentarios exegéticos que teníamos que consultar sobre estos escritos nos proporcionaban una información tan exhaustiva sobre su texto, su posible redacción original y retoques posteriores con vistas a su edición definitiva, su composición literaria y trasfondo histórico, así como sus líneas de pensamiento teológico, que constituían una invitación en toda regla para volver a sumergirnos en su lectura. Mejor dicho, nos lanzaban un desafío difícil de eludir: adentrarnos en sus capítulos y versículos una vez más, pero no desde un punto de vista meramente exegético, histórico, arqueológico o sociológico, sino para disfrutar de ellos tal como nos han llegado, es decir, saboreando sus inigualables formas literarias y por encima de todo su mensaje.

¿Y qué hemos encontrado esta vez? Una verdadera mina de cuadros humanos a cual más desgarrador. Familias deshechas por situaciones culturales que hoy escapan a nuestra comprensión occidental y por otras más universales, pero en las que resalta por encima de todo el sufrimiento injusto, desmedido, de las personas individuales, desde Ana, esposa de Elcana y madre de Samuel maltratada por su rival doméstica, hasta el propio rey David angustiado por la ingratitud de su hijo Absalón o la perversión de su primogénito Amnón, pasando por la sumamente desgraciada figura de Mical hija de Saúl, entre otros muchos ejemplos que sin duda vienen a la memoria del amable lector. Por otro lado, no faltan —además de los relatos bélicos propiamente dichos y de una atmósfera excesivamente teñida de militarismo— los crímenes absurdos, injustificados, crueles hasta el exceso, producto (dicen) de la barbarie cultural del momento o de una concepción primitiva de la religión, cosas todas ellas propias de tiempos pretéritos, aunque algo nos susurra al oído que tales situaciones se producen también ¡y a diario! en sociedades contemporáneas nuestras que se ufanan de su alto grado de civilización. Y no hay que olvidar la suciedad y la corrupción inherente a las altas esferas de Israel, bien ejemplificada en el sacerdocio de Silo o en la venalidad de la familia del profeta Samuel, sin olvidar la propia corte hierosolimitana, donde las intrigas palaciegas no se detienen ante nada, o donde el capricho regio se sobrepone a vidas y haciendas jugando con la existencia y la dignidad de súbditos menospreciados y utilizados como simples peones en un juego sanguinario, algo que ilustra bien la conocida historia de David y Betsabé, esposa de Urías heteo, escándalo de escándalos.

Por decirlo de forma simple y clara: hemos hallado en estos libros toda la miseria que define y conforma nuestra triste y trágica existencia humana, antigua y moderna, hebrea y gentil. En este sentido, su lectura nos resulta fácil; no precisamente cómoda ni demasiado edificante, desde luego, pero sí actual. Un simple cambio de topónimos y antropónimos en ciertos capítulos muy concretos nos daría la impresión de estar leyendo más bien un rotativo publicado hoy. Por desgracia.

Pero hemos encontrado algo más, en honor a la verdad. Algo que explica perfectamente el porqué de la inclusión de 1 y 2 Samuel en la Biblia. Desde el comienzo se percibe, a veces hasta se palpa, la presencia de Dios, de ese Dios de Israel, siempre invisible al ojo humano, siempre oculto a la mirada curiosa y al interés no demasiado altruista del hombre, pero que se comunica de forma directa con una serie de siervos elegidos ad hoc, si bien no con excesiva frecuencia. Un Dios que en la mayoría de las ocasiones pareciera ser únicamente un nombre que se pronuncia o se menciona en ciertos momentos clave, pero que está ahí, dirigiendo la trama de la historia de su pueblo con mano fuerte, aunque entre bastidores.

1 y 2 Samuel nos relatan ciertamente algunos hechos portentosos, no muchos a decir verdad, pero sólo atribuibles al poder divino; prodigios que desencadenan el terror entre los enemigos de Israel o que llaman a los hebreos fieles a la reflexión. Sin embargo, las imágenes más sublimes de Dios que encontramos en estos textos no son precisamente llamativas, no conforman manifestaciones espectaculares. Yahweh no es un dios-espectáculo, no es un showman (un showgod, mejor dicho, con perdón de mis amigos anglosajones por el crudo barbarismo), sino un Dios providente que, en palabras de Jesús, hasta ahora trabaja (Jn. 5, 17). El Dios de los libros de Samuel no actúa únicamente en momentos específicos aprovechando un momento estelar, sino que siempre está con la mano en el timón. Figuras especialmente desfavorecidas como Ana, madre de Samuel, lo pueden testificar con cánticos impregnados de una hermosa teología. Personajes como David, que experimentan en su vida las caídas más estrepitosas, pero que son alcanzados por una misericordia inexplicable, son quienes mejor nos transmiten esta idea. No es porque sí que los exegetas y especialistas en Sagrada Escritura ven ciertos puntos concordantes entre los relatos referentes a Samuel y los que se conservan en el Pentateuco acerca de Moisés; el ministerio de Samuel cerrará una época de la historia israelita y abrirá una nueva, o si se prefiere, será el comienzo de un Israel renovado, diferente, liberado de la opresión de sus enemigos tradicionales. Asimismo, no nos ha de extrañar que ciertos autores y comentaristas contemporáneos apunten a que estos libros contienen la primera manifestación clara del mesianismo en la historia de Israel, los comienzos de una línea de pensamiento que hallará su culminación en la revelación máxima de Dios en Jesucristo. El Dios que unge a David y le anuncia, sin que se pueda explicar bien el porqué, una dinastía y un reino eternos, es el mismo que Jesús nos muestra como Padre en los Evangelios.

Frente a la innegable condición caída de la humanidad, y de Israel con ella, 1 y 2 Samuel nos presentan al Dios de la misericordia. Junto a la crueldad y la perversión de los hombres para consigo mismos nos ofrecen al Dios de la Gracia, el Dios que unge, que redime, que restaura, que hace efectivas sus promesas porque es un Dios que ama.

No tenemos escapatoria. ¡Hemos de volver a releerlos una vez más!

 

Juan María Tellería

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