-Disculpe, ¿puedo ayudarla?
El camarero miró fijamente a la chica. Joven, de unos dieciséis años. Seguramente la nieta del matrimonio mayor que presidía la mesa. A su lado, una pareja que, por su edad, podrían ser sus padres. Al otro lado, otra pareja que trataba incesantemente que un niño de corta edad dejara de llorar y comiera un puré de color verdoso. Los tíos y el primo, seguramente.
-Perdone, señor, ¿me podría decir cuáles de estos platos son vegetarianos?
La chica miraba fijamente al camarero. Con su mano izquierda sostenía la carta, y con la derecha señalaba la página de los platos del día. Vestía pantalones anchos, y un jersey gordote de colores.
-¿Ahora se os ha hecho Lidia vegetariana?
La que parecía ser la abuela miraba fijamente el que podía ser el padre de la chica. Ella llevaba una chaqueta de punto sobre una blusa negra, él un traje gris, elegantísimo. Éste forzó una mueca, y la concluyó con un suspiro de resignación.
-Yo, con esto de su budismo, usted ya sabe que no me meto.
El hombre del traje miró fíjamente al camarero, como queriéndole transmitir un gesto de comprensión, casi de disculpa. A su lado, la que podría ser su mujer, levantó la vista de la carta y la dirigió a la chica.
-Lidia, ¿quieres decir que por un día es necesario? Hoy podrías hacer una excepción, es el cumpleaños de tu abuelo. Ya te haré una cena especial esta noche.
La que parecía ser la madre miró fíjamente a la chica. No estaba enfadada por el comentario. Más bien parecía resignada, como si hiciera rato que esperaba la llegada de este momento. La madre comprendió el gesto, y volvió a la lectura de la lista de platos del restaurante.
-Ah, pues yo tengo una amiga que es budista y no es vegetariana, ni mucho menos! Eulalia, ¿te acuerdas de ella? Es más, el día que hicimos la parrillada en casa de Néstor, aquel amigo nuestro de Argentina, fue la primera en apuntarse. ¡Y como engullía!
El hombre que alimentaba el niño se quedó observando fijamente a la chica, con mirada burlona. La joven, bajó la vista. Esta vez sí que el comentario había hecho diana. Y se hizo un silencio. Era evidente que el ambiente se había helado.
-Hombre, Juan, a lo mejor a ti sí que te iría bien un poco de comida vegetariana, ¡que pronto no cabrás ni en el sofá!
La mujer, armada con una cucharilla de plástico llena de un líquido grumoso y verde, miraba fijamente el hombre que había hecho gala de impertinencia. La chica levantó la cabeza, i sonrió a su nueva cómplice. Y esta sonrisa se contagió al resto de miembros de la mesa. Excepto al presunto tío, que quedó pálido, inmóvil.
-Juan, cuando pases por casa, acuérdate de pedirme un libro sobre el budismo que me regaló Lidia. Me parece que va a serte útil.
El abuelo, que hasta ese momento no había abierto la boca, miró fijamente al tío burlón. Y éste le correspondió con una sonrisa medio forzada, como diciendo: “-¡touché!”. La familia rió, y de nuevo siguieron con la lectura de la carta. Excepto la chica, que levantó la vista buscando el camarero, que seguía detrás suyo.
-Ahora le traigo la carta vegetariana, un momento, por favor.
El camarero se alejó, mirando fijamente al suelo. Trataba de disimular, sin demasiado éxito, una alegre y sincera sonrisa.
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