Posted On 08/10/2013 By In Biblia, Ética, Opinión With 3510 Views

Llamados a ser vulnerables

Un maestro de la ley sorprendido por las palabras que Jesús había respondido a unos saduceos en relación a la resurrección aprovechó el momento y le hizo una pregunta:

–       ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?

La respuesta que obtuvo fue a todas luces sorprendente. La capacidad, la forma y el contenido de cómo el Galileo fue a la esencia de la fe israelita, la extrajo y la colocó en el centro, fue algo digno de un genio, mejor, de alguien divino. Todo lo demás dependía de esto:

Jesús le contestó:

–       El primero es: Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos.

Estas palabras suelen ser entendidas en el sentido de que van dirigidas a toda persona que lee las Escrituras y, en un primer momento, a aquellas que las escucharon originalmente. Esto es cierto, pero creo que también eran aplicables a quien las dijo. Debido a algo así como a un automatismo, al Maestro se lo deja de lado, como si él cumpliera este mandamiento de forma natural, casi sin esfuerzo. Pero, puesto que era plenamente hombre a lo largo de su vida terrenal tuvo que pensar, actuar y moverse a la luz de este mandamiento y esto requirió soportar tensiones y tomar decisiones en muchas ocasiones nada fáciles. No voy a entrar aquí en la estéril discusión de si Jesús, ya que también era Hijo de Dios, pudo hacer otra cosa que la voluntad de su Padre. Toda persona que conozco, junto al resto que puedo observar y leer de ella en los libros de historia, posee la capacidad de elección. Algunos más, otros menos, pero las decisiones morales son parte de lo que significa ser persona. Si Jesús era hombre, también poseía esta capacidad, es más, el mismo escritor de Hebreos dirá que por lo que padeció, esto es escogió padecer, aprendió la obediencia.

Por ello, ¿qué significó para el propio Jesús este mandamiento que resumía toda la ley y todos los profetas? ¿Cuál fue uno de los principales peligros con los que se enfrentó para no cumplirlo? Algunas ideas me vienen a la mente.

Amar comporta un tremendo riesgo. Es cierto que el amor es aquello capaz de sanar lo que parecía imposible, de rescatar lo que se suponía inalcanzable, pero para aquella persona que ha hecho de él su forma de vida, en no pocas ocasiones, será lo que le lleve al borde de sus fuerzas. Amar significa hacerse vulnerable; quien es vulnerable es herido.

Me pregunto cuántas heridas recibió el Sanador. Jesús, el Hombre que encarnaba el amor de Dios se colocó de forma voluntaria en el centro de la injurias, de las traiciones, de los golpes. Cuando un ser humano recibe tanto desprecio, es receptor de tanto dolor, se hunde. Una nube gris pasa a llenar su mente, un puño cerrado con fuerza comienza a apretarle  el corazón. En este estado se replantea toda su vida, su forma de pensar y de actuar. Puede llegar a la conclusión de que fue demasiado iluso, un soñador, un tonto por haberse dado tanto. En medio de su desilusión, sus mecanismos de defensa mental le estarán indicando que, a partir de entonces, se comporte de otra forma, que tome más precauciones, en definitiva, que se cierre ante los demás.

Sin duda, Jesús durante su ministerio se vio en esta misma encrucijada. Sabía que si seguía actuando de la misma forma, si continuaba amando de igual manera, se hacía vulnerable. Esto le llevaba a recibir más heridas, más dolor pero, al mismo tiempo, también comprendió algo fundamental. Si comenzaba a cerrarse, si a partir de un momento determinado seleccionaba a las personas con las cuales tratar, a la vez, significaba su propia muerte como persona. Conocía que su fin sería colgar en una cruz, pero la muerte de la que hablo aquí no es la física, sino una que se produce en vida. La misma se da en personas que no conocen lo que es la entrega, que se dan únicamente bajo determinadas circunstancias (que es otra forma de no darse). De esta forma, rompen el más grande de los mandamientos; el segundo también, ya que es semejante a este. Por lo tanto Jesús, repito, se encontró en ocasiones en un auténtico dilema: evitar que le hicieran daño significaba incapacitarse como ser humano y rechazar la misma esencia de Dios. Escogió seguir amando a todos… incluso a sus enemigos. Con los brazos abiertos se dispuso a continuar recibiendo insultos, bofetadas, traiciones… pero también risas, muestras de afecto, miradas de profundo agradecimiento, y volvió a comprobar cómo su libertad crecía, su compasión se desbordaba. El Nazareno no fue un ingenio o un insensato, sino el Ser Humano que ha impactado más profundamente la historia del hombre… Todo porque se hizo vulnerable.

Es ésta también, en definitiva, la opción que aparece ante cada creyente. El seguimiento es costoso e implica el desagradable descubrimiento de nuestro auténtico ser. Si se llega a este punto se ha de escoger. Con esto último no me estoy refiriendo a «actos» de humildad en medio de cultos o reuniones de iglesia, sino a estar dispuestos a que se produzcan cambios drásticos en nuestra forma de pensar que lleven a cambios drásticos en nuestra forma de actuar. Esto nos llevará a vivir en el imposible equilibrio del pesar por aquellos inocentes que siempre tienen las de perder, y el gozo y la alegría de paliar, de alguna forma, tanto mal. ¿Cómo es posible que dentro del pueblo de Dios las familias rotas o la calumnia se den con tanta frecuencia? ¿Cómo es posible que existan tantos cristianos considerados de clase media que no estén comprometidos con una cantidad de sus ingresos para ayudar a los más necesitados? ¿Cómo podemos mirar para otro lado cuando en nuestras manos está la responsabilidad y la capacidad real de salvar vidas?

Ahora España está sumida en una gran crisis económica, aunque la realidad es que se trata de una gran crisis moral. Pero no nos engañemos la iglesia tampoco estaba en su lugar cuando parecía que el dinero llovía del cielo. No pocos se han «percatado» ahora de que todo lo que pidieron hay que devolverlo al banco con intereses. Por supuesto, hay familias que no fueron más allá de sus posibilidades y que al perder su trabajo están pasando por serias dificultades. Hay de todo, y es un error generalizar, tanto en un sentido como en otro, pero creo que la iglesia en España no ha hecho un serio examen de conciencia a este respecto. No todas las responsabilidades están de puertas hacia afuera.

Se suele repetir de forma continuada que Dios no necesita nada, a nadie. Que si hubiera dejado al hombre caído sin redención hubiera sido justo por su parte y no habría que decir nada más. Pero frente a este Dios impasible que toma mucho de la mentalidad pagana de la cultura helenista se impone el Dios bíblico. En las Escrituras aparece como el marido que ha sido abandonado, como el esposo que ha sido engañado. Es el pastor que deja las noventa y nueve ovejas y va en busca de la perdida jugándose en el camino la vida. Es el padre que espera al hijo que ha dilapidado toda su herencia. Contra toda lógica humana, contra todo sentimiento legítimo de evitar la fuente de tanto dolor, Dios se encarna en Cristo. No es que se esconda, sino que busca, se da sin medida. Si Dios es amor necesita que la persona amada esté a su lado.

El Padre, en Cristo, se hizo vulnerable porque era el único camino de llegar a la persona caída, a la que llora. Jesús encaró todo esto con la firme convicción de que merecía la pena.

Nada es capaz de aniquilar, de anular el amor, ya que sería lo mismo que matar a Dios, y esto sencillamente es un sin sentido. Llegará el día en el cual nuestro conocimiento no signifique nada. Llegará el momento en el cual aquello que hicimos y logramos sólo sea considerado desde una determinada perspectiva. Llegará el instante en el que únicamente una cosa podremos llevarnos a la otra vida: nuestro amor por Jesús y por los demás. Jesús, experimentado en quebranto, sanará nuestras heridas. Heridas que mostrarán de qué manera quisimos imitarlo, cómo resistimos la tentación de quitarnos de en medio, cómo, en definitiva, nos hicimos vulnerables porque entendimos que si no amábamos de forma plena no existía una vida que verdaderamente mereciera la pena ser vivida. Éste es el principal y más grande de los mandamientos.

¿Quién puede salvar a un niño de una casa en llamas sin ponerse en peligro de ser abrasado por ellas? ¿Quién puede escuchar una historia de soledad y desesperación sin arriesgarse a experimentar penas semejantes en su propio corazón, e incluso a perder su preciosa paz mental? En una palabra, ¿quién puede librar a alguien del sufrimiento sin meterse de cabeza en él? (Henri Nouwen).

Alfonso Pérez Ranchal

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