Que quede bien claro: no hay países perfectos en este querido y viejo planeta que pisamos. Los paraísos terrestres están bien para los mitos antiguos o para las agencias de viajes, pero no casan con la realidad que vivimos cada día en cualquier lugar del mundo. De ello pueden dar testimonio los incontables millones de seres humanos que, a lo largo de la historia y hasta el día de hoy, se han desplazado de un sitio a otro buscando mejorar sus condiciones de vida. En todas partes se encuentra uno de todo, bueno y malo, en mayor o menor cantidad.
Pero al mismo tiempo, también es cierto que algunos países, debido a su peculiar historia y, muy especialmente, gracias a una clase de cultura ideológica que ha modelado su pensamiento en un proceso de varios siglos, presentan un grado de educación cívica y de principios de convivencia que los hace destacar por encima de la media. Con todos sus humanos defectos o sus problemas internos, que los tienen, pasan a ser, en cierto modo, referentes para cuantos los rodean.
Esta semana hemos vivido en el continente europeo un ejemplo de lo que estamos diciendo. Un reino unido desde el 1 de mayo de 1707 (unido de aquella manera, como tantos otros a lo largo de los tiempos) ha visto su unidad puesta en tela de juicio por uno de sus componentes, por una de sus naciones integrantes que reclamaba (con justa razón) su derecho a decidir si le convenía o no disolver esa unión y alcanzar la independencia. Y de esa confrontación, tras las clásicas campañas mediáticas a favor de una postura o de otra, ha salido en las urnas un rotundo NO a la disolución, NO a la separación o a la ruptura del reino, pero que al mismo tiempo se ha convertido en una puerta abierta para mejoras de todo el conjunto que, de otra manera, hubieran sido inalcanzables.
El NO de Escocia a su total autonomía, a su propia independencia política y su emancipación del gobierno de Londres, aunque parezca lo contrario, ha supuesto la mayor victoria que los escoceses hayan logrado jamás a lo largo de su atormentada historia desde los tiempos de William Wallace. Porque cuando una nación que carece de estado propio es capaz de decidir su destino con total libertad en las urnas, sea cual fuere el resultado, siempre será una victoria alcanzada.
No sólo ha ganado Escocia con este sonoro NO. Ha ganado el conjunto del Reino Unido, y, si tiramos de la cuerda, ha ganado en Europa y en todas partes la democracia utópica, ésa de la que tanto hablan algunas figuras públicas, pero que se concretiza muy pocas veces en hechos reales.
Escocia no es un paraíso, desde luego, en ninguna de las acepciones del término. Ni lo es tampoco Gales, ni Inglaterra, ni el conjunto del Reino Unido. Se trata, simple y llanamente, de países, de conjuntos humanos con una identidad propia que componen, por circunstancias históricas, un estado político muy concreto. Pero, eso sí, de unos países, o de un estado político, que, hoy por hoy, han evidenciado un funcionamiento ejemplar si los comparamos con otros del mismo continente. Cuando un estado político supranacional es capaz de considerar con respeto a sus naciones integrantes y se arriesga a su disolución dando la palabra a esos pueblos para que éstos decidan libremente, hay que decir aquello de Chapeau!
¿Por qué el Reino Unido se ha mostrado tan distinto en este sentido a otros estados europeos? ¿Qué tiene el Reino Unido que lo haga diferente? Sin duda que sus condiciones geográficas de absoluta insularidad han influido para modelar en sus naciones integrantes un tipo de carácter muy propio. Con toda certeza, el clima de las Islas Británicas, tan diferente, por ejemplo, del que encontramos en el soleado Mediterráneo, tiene mucho que decir en relación con el temperamento de sus habitantes. Pero, entendemos, hay un componente muy específico, que es el ideológico, cuya influencia en la mentalidad y la educación cívica británica no se puede negar, y que es el que más peso ha tenido en este asunto que comentamos. Estamos convencidos de ello.
Las naciones que componen el Reino Unido, si exceptuamos la zona que llamamos Irlanda del Norte (el tristemente célebre Úlster), llevan desde el siglo XVI una impronta que otros países no han tenido. Pese a sus altibajos, sus terribles guerras religiosas del siglo XVII con sus persecuciones, intransigencias y fanatismos concomitantes, se trata de pueblos en los que el protestantismo —el auténtico, no los sucedáneos de baja calidad que vemos por ahí—, quiérase o no, ha hecho mella, ha conformado toda una manera de comprender las realidades de la vida, incluso la política. En este sentido, poco importa que Escocia sea un país esencialmente presbiteriano frente a una Inglaterra tradicionalmente anglicana o a un país de Gales con una larga trayectoria metodista y, como dicen por allí, no conformista. Ni siquiera el hecho de que un buen porcentaje de la población británica actual se declare no creyente o, simplemente, no asista de hecho a ninguna iglesia ni participe en actos públicos religiosos, es relevante para lo que estamos diciendo. Los pueblos, como los individuos que los componen, no se educan de la noche al día; no se forja una mentalidad auténticamente democrática de tolerancia y respeto en cuestión de dos semanas o unos pocos meses.
El Reino Unido lleva siglos enteros, incluso cuando aún no existía como tal, inculcando a sus súbditos, de manera explícita o implícita, unos valores de convivencia ciudadana esencialmente cristianos y protestantes en el más puro sentido de la palabra, que hoy por hoy le han permitido llevar a cabo lo que en otros estados, incluso en aquéllos que más se jactan de su democracia y sus libertades cívicas, sería impensable: arriesgarse a poner sobre el tapete la unidad nacional en aras de un respeto máximo a sus pueblos integrantes.
En este sentido, hoy podemos realmente dar gracias a toda la nación escocesa, pueblo realmente valiente y fuerte, que con su NO mayoritario a su propia independencia nacional ha sido capaz de hacer uso de su derecho a decidir su propio destino político decantándose por mantener una unión histórica con vecinos no siempre demasiado simpáticos. Y también podemos mostrar el mismo tipo de agradecimiento al conjunto del Reino Unido, que ya hoy mismo embarcado en unas reformas totalmente democráticas de su constitución interna en aras de una mejor cohesión de sus naciones integrantes, ha mostrado al mundo que los principios cristianos, pese a lo que pudiera parecer, son los mejores para regir la marcha de los pueblos y los estados.
¡Ojalá cunda el ejemplo por este nuestro viejo continente!