Calvino era plenamente consciente de las ampollas morales e intelectuales que iba a levantar su doctrina de la doble predestinación, por eso escribe en su preámbulo: “que a unos les sea ofrecida gratuitamente la salvación, y que a otros se les niegue, de ahí nacen grandes y muy arduos problemas, que no es posible explicar ni solucionar, si los fieles no comprenden lo que deben respecto al misterio de la elección y predestinación” (Inst. III, 21.1). En especial, el decreto de reprobación, según el cual muchos nacen irremisiblemente para ser condenados, sin posibilidad de escape, es “cosa muy absurda y contra toda razón y justicia” (Inst. III, 21.1). Calvino admite que es un decreto terrible: “Confieso que este decreto de Dios debe llenarnos de espanto; sin embargo nadie podrá negar que Dios ha sabido antes de crear al hombre, el fin que había de tener, y que lo supo porque en su consejo así lo había ordenado” (Inst. III, 23.7). La traducción española no transmite toda la carga dramática que Calvino siente al plantear este tema en latín: Decretum quidem horribile, fateor (“El decreto es ciertamente terrible, lo admito”).
Si es así, ¿por qué no ensayó alguna otra manera de enfocar su doctrina? Simplemente, porque estaba convencido que su manera de plantear la doctrina de la predestinación era acorde a los textos bíblicos, en consonancia con la soberanía de Dios y adecuada para eliminar cualquier tipo de soberbia humana, eliminando así cualquier tipo de jactancia o confianza en los méritos propios.
La perplejidad de Calvino y la respuesta a la que llegó la podemos entender a la luz de un ejemplo moderno, que nos muestra cómo esta misma situación se produce cuando se piensa en la reprobación como el lado negativo de la elección. Así, Wayne Grudem, profesor de teología sistemática y bíblica en Trinity Evangelical Divinity School (Deerfied, Illinois), nos expone, en un lenguaje moderno, el problema al que se enfrenta al considerar la elección como la decisión soberana de Dios de escoger a algunas personas para salvarlas, lo que necesariamente implica, dice, otro aspecto de esa elección: “la decisión soberana de Dios de pasar por alto a otros y no salvarlos. A esta decisión de Dios en la eternidad pasada se le llama reprobación”. Y continúa, dando salida a sus sentimientos al respecto: “En muchos sentidos, la doctrina de la reprobación es la más difícil de concebir o aceptar de las enseñanzas de la Biblia, porque trata de consecuencias horribles y eternas para seres humanos hechos a imagen de Dios. El amor que Dios nos da por nuestros semejantes y el amor que nos ordena tener hacia nuestro prójimo nos hace retroceder ante esta doctrina, y es justo que sintamos tal temor al contemplarla. Es algo que a veces preferiríamos no creer, y que no creeríamos si la Biblia no lo enseñara claramente”[1].
Antes de Calvino ninguna persona se atrevió a enseñar públicamente la doble predestinación en el cristianismo, y si bien es cierto que Agustín escribió en varias ocasiones en esa dirección, su pensamiento no terminó de fijarse en una postura cerrada, y siempre evitó cualquier tipo de planteamiento que convirtiera a Dios en autor del pecado, o responsable de una predestinación al mal[2]. “Por eso, cuando Agustín defiende la predestinación de los pecadores a la muerte eterna, en rigor, no hace referencia a una predestinación en sentido estricto, sino al conocimiento y aceptación, desde toda la eternidad, del destino de aquellos hombres que, por propia voluntad, quedaron justamente condenados”[3].
Como cualquier otro teólogo o pensador, Juan Calvino parte de unos presupuestos que van a organizar y determinar el resultado de su recopilación de datos e interpretación de los mismos. Calvino va a hacer depender su esquema de la predestinación de la soberanía absoluta de Dios. Dios es “el origen y fuente de la elección”. Así es como él entiende el testimonio general de la Escritura, la cual es la autoridad última en esta cuestión. Si “traspasemos los limites señalados por la Escritura, vamos perdidos, fuera de camino y entre grandes tinieblas”. Ante todo tengamos delante de los ojos, que no es menos locura apetecer otra manera de predestinación que la que nos está expuesta en la Palabra de Dios” (Inst. III, 21.2). Calvino, pues, se considera ante todo un teólogo bíblico, pero no hay que olvidar que su apelación a la Escritura, es compartida por otros teólogos que llegan a conclusiones diferentes, y esto por la sencilla razón de que parten de otros presupuestos o adoptan una perspectiva diferente de los datos que nos aporta la Biblia.
Se puede decir que para Calvino que la predestinación es la clave de la enseñanza bíblica, la línea que une y enlaza su historia, partiendo desde Abraham, el padre de los creyentes. “Dios ha dado testimonio de esta predestinación, no solamente respecto a cada persona particular, sino también a toda la raza de Abraham, a la cual ha propuesto como ejemplo para que todo el mundo comprenda que es Él quien ordena cuál ha de ser la condición y estado de cada pueblo y nación”. Y cita en su apoyo Dt 32:8-9. “Aquí se ve claramente la elección; y es que en la persona de Abraham, como en un tronco seco y muerto, un pueblo es escogido y apartado de los demás, que son rechazados” (Inst. III, 21.5). En esta última frase, un pueblo es escogido y los demás son rechazados, se fundamenta el esquema de la doble predestinación, porque predestinación y reprobación son dos realidades íntimamente unidas en la sistematización de su teología. Si Dios elige a unos, es evidente que a otros los pasa por alto, de algún modo los condena, pues sin elección no hay gracia ni dones salvíficos como la fe.
No hay nada que objetar cuando afirma que “de todos los bienes de que gozamos no solamente es Dios el autor, sino además que Él mismo se ha movido a hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros que las mereciera” (Inst. III, 21.5). Bien diferente, es cuando se refiere a un “segundo grado de elección”, con el significado de que la elección de unos significa la reprobación de otros. Y cita en su apoyo un salmo: “Desechó la tienda de José, y no escogió la tribu de Efraín, sino que escogió la tribu de Judá” (Sal 78:67). Lo cual la historia sagrada repite muchas veces, para que con este cambio se vea bien claro el admirable secreto de la gracia de Dios” (Inst. III, 21.6). En la elección del pueblo de Israel, Calvino observa que Dios “usa de su mera liberalidad y no tiene nada que ver con ley alguna, sino que es libre y obra como le agrada; de modo que por ningún concepto se le puede exigir que reparta su gracia por igual a todos; ya que la misma desigualdad muestra que su liberalidad es verdaderamente gratuita” (Inst. III, 21.6). Para apuntalar su punto de vista cita el conocido texto de Malaquías, que también será usado por Pablo: “¿No era Esaú hermano de Jacob?, dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (Mal 1:2-3).
Calvino no contempla la historia bíblica como historia de salvación, sino como una historia de predestinación y su corolario reprobatorio, que pasa por alto todos aquellos aspectos y llamamientos divinos a la conversión para que los rebeldes sean salvos y no condenados. Para él, “la Escritura lo demuestra con toda evidencia que Dios ha designado de una vez para siempre en su eterno e inmutable consejo, a aquellos que quiere que se salven, y también a aquellos que quiere que se condenen. Decimos que este consejo, por lo que toca a los elegidos, se funda en la gratuita misericordia divina sin respecto alguno a la dignidad del hombre; al contrario, que la entrada de la vida está cerrada para todos aquellos que él quiso entregar a la condenación; y que esto se hace por su secreto e incomprensible juicio, el cual, sin embargo, es justo e irreprochable” (Inst. III, 21.7).
Calvino niega que la elección dependa de la presciencia de Dios, lo cual es compartido por la generalidad de los teólogos de todos los tiempos. El debate aquí no es la predestinación para salvación, sino para condenación y muerte eterna. No hay duda que somos elegidos por gracia, sin consideración de obra alguna presente o futura, para glorificar a Dios con nuestras obras. Calvino conoce bien que la Escritura también tiene un llamamiento universal a la salvación, pero la experiencia enseña, dice, “que aunque la voz del Evangelio llame a todos en general, sin embargo el don de la fe es muy raro” (Inst. III, 22.10). De donde deduce que la elección es la madre de la fe, por eso “la fe no es general, porque la elección de la que ella procede es especial” (Inst. III, 22.10). Todo esto suena muy lógico y muy bíblico. Ahora bien, hay un texto clave, que casa muy bien con la antropología bíblica y la responsabilidad humana. Es aquel donde Jesús reprocha la incredulidad de sus conciudadanos con las siguientes palabras: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Jn 15:21).
La salvación-condenación, pues, no es una cuestión de predestinación, sino de responsabilidad humana, frente a un Dios que por todos los medios busca la salvación del mundo, con la suprema manifestación de amor: morir por los que le son contrarios, por sus “enemigos”. “Apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros… Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Ro 5:7-8). A la luz de estos puntos vitales de la fe cristiana, podemos entender perfectamente que Dios es propiamente gracia y que su soberanía no queda disminuida por la respuesta libre del ser humano. Con Bernardo de Claraval podemos decir: “No es cierto que la gracia haga una parte de la obra y la libertad haga la otra parte; cada una de las dos lo hace todo. La libertad hace la totalidad de la obra y lo mismo hace la gracia. Todo se hace en la libertad y todo se hace por la gracia»[4].
El problema con el calvinismo es que plantea mal el problema y queriendo resaltar la gracia y la soberanía de Dios lo hace culpable de la muerte de los dejados fuera, o más exactamente, de los excluidos de la gracia por decreto divino. De ahí que el rechazo de esta doctrina no se deba a la soberbia humana, sino al sentido de justicia. Por eso, el teólogo reformado Herman Hoeksema, no tiene razón cuando dice que “Dios determina soberanamente quién será salvo y quién no; la doctrina de que Dios es de Dios; que es el soberano Señor también en la cuestión de la salvación y condenación del hombres, es una verdad que de ninguna manera no se amolda a la carne, y no recibe precisamente una aprobación general”[5]. No es cierto que la “carne” se rebele aquí contra Dios, sino contra esa imagen de Dios que niega cualquier sentido de justicia que él ha puesto en el ser humano y nos proclama en el Evangelio de Jesucristo.
Cambio de paradigma
Si el paradigma calvinista de la redención no estuviera centrado en el Dios soberano, sino en el Dios amor, que el mensaje de Cristo puso tan de manifiesto como el atributo esencial de Dios, la interpretación de la historia del pueblo elegido y de esos versículos que parecen apoyar una doble predestinación, tendrían una lectura diferente. En lugar de ese pesimismo antropológico que solo contempla corrupción y pecado, se daría cuenta que el ser humano es la corona de la creación divina, y que la gloria de Dios no solo consiste en que se le alabe y se le adore con devoción, sino que “la gloria de Dios es el hombre vivo”[6], el hombre -varón y mujer-, que por su misma naturaleza, es superior al universo entero y está llamado, por libre y amorosa decisión divina, al diálogo y a la unión con Dios. Si el paradigma teológico partiera de Juan 3:16, como se nos enseñó en la escuela dominical, entenderíamos que el designio de amor está por encima de los decretos soberanos, o si se prefiere, que esos decretos están guiados por el amor. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Este es el Evangelio del cual Pablo no se avergüenza, “porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Ro 1:16). La misión cristiana es un ruego para que el pecador se reconcilie con Dios (2 Co 5:20; Ro 5:16; Col 1:21), pues en esto consiste la reconciliación con uno mismo, la vuelta en sí del hijo pródigo (Lc 15:17), la recuperación de la cordura, sepultado en el fondo del mar ese fardo del pecado que embotaba su mente y cegaba su visión.
Entonces entendería también que ese texto tan citado por el calvinismo para confirmar su postura, “a Jacob amé y a Esaú aborrecí”, no tiene nada que ver con la elección para la gloria o para el infierno, sino con ese desconcertante proceder divino que prefiere lo vil y menospreciado del mundo, a lo noble y prestigioso de la sociedad representado por el primogénito, heredero de todas las riquezas.
En Romanos 9, piedra angular del esquema calvinista de la predestinación, Pablo va a defender, una vez, su misión a los gentiles y en lugar de estos en las promesas salvíficas de Dios. El apóstol se pone en lugar de los destinatarios de su carta, mayormente cristianos procedentes del judaísmo. Les hace ver que su historia, la historia de Israel, el pueblo elegido, está cortada, intervenida, por la acción de la gracia de Dios. Todos los hijos de Israel que han recibido la señal del pacto, la circuncisión en la carne, no son automáticamente hijos de Dios (v. 8), sino los “hijos de la promesa”. ¿Quiénes son los hijos de la promesa? Los “menores”, los que no cuentan en la línea hereditaria del primogénito. Ellos son los que Dios elige: “El mayor servirá al menor” (v. 12). Y entonces procede a aportar el ejemplo de Jacob y Esaú (v.13). Esto pareciera ser una injusticia (v. 14) conforme a las leyes de primogenitura. Pero el Creador puede hacer vasos de honra y deshonra (v. 21). Si los gentiles eran, a los ojos de los judíos ortodoxos, vasos de deshonra, ajenos al pueblo de Israel, Dios, sin embargo, “los preparó de antemano para gloria” según la promesa (v. 23), de manera que los que no eran pueblo, vienen a ser pueblo (v. 25). Enseguida Pablo pasa a defender su mensaje de “salvación por fe” en Jesús el Mesías, que los judíos, el pueblo elegido, ha rechazado: “Los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó” (vv. 30-31). A partir de ahora, Cristo es la piedra angular de la salvación, el criterio de salvación y condenación: “Como está escrito: He aquí pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; y el que creyere en él, no será avergonzado” (v. 33). Las simetrías del mundo antiguo han sido trastocadas por la muerte de Cristo. Jacob fue amado en cuanto portador de la promesa, mientras que Esaú fue dejado a un lado no en cuanto a la vida eterna, sino en cuanto a la promesa.
La reacción arminiana
Jacobo Arminio (1560-1609) es la bestia negra del calvinismo. Ya en su día, Francisco Gomaro (1563-1642), que compartía cátedra con Arminio en la Universidad de Leiden (Holanda), le dijo a este que la controversia entre ambos era de tal importancia, que con las opiniones que profesaba, él, Francisco Gomaro, “no se atrevería a comparecer en presencia de Dios”.
En su Declaración de sentimientos (Leiden 1610), Arminio confiesa que durante muchos años ha sentido una especial atracción por el tema de la predestinación, entendida según el modelo calvinista de la doble predestinación. Después de un diligentes estudio y examen de la misma, Arminio sacó la conclusión de que esta doctrina “abarca en sí muchas cosas que son igualmente falsas e impertinentes y que están en total desacuerdo entre sí”[7].
La principal objeción de Arminio al esquema calvinista es que se ha redactado de espaldas al Evangelio, que “consiste en parte en un mandato de arrepentirse y creer, y por otra parte en una promesa de conceder el perdón de los pecados, la gracia del Espíritu y la vida eterna”[8]. De aquí deduce Arminio que la predestinación no es necesaria para la salvación, ni como objeto de conocimiento, ni como creencia, ni como esperanza, ni como resultado. Después pasa a exponer una larga lista de argumentos históricos, teológicos y pastorales, contrarios a la doctrina calvinista de la predestinación, en los que no es necesario entrar ahora, pues eso supondría abrir otro campo de estudio correspondiente a las bases y fundamentos de la teología arminiana. Solo señalar que al cambiar de perspectiva o paradigma, a saber, Soberanía por Evangelio, Arminio facilitó una nueva manera de comprender el misterio de la predestinación y su relación con la salvación como buena noticia proclamada por los apóstoles. De san Agustín adoptó su doctrina la gracia preveniente[9], mediante la cual el Espíritu libera el albedrío del hombre, para que este pueda responder al mensaje del Evangelio y al llamamiento divino a la reconciliación (2 Cor 5:20).
Arminio murió repentinamente sin haber completado la redacción de su Declaración de sentimientos, por lo que no pudo participar en la polémica que siguió después, pero algunos de sus seguidores respaldaron sus puntos de vista y redactaron un documento teológico escrito por Johannes Uyttenbogaert (1557-1644). Es conocido por el nombre de Remonstrance (1610). Este documento causó una verdadera revolución al interior de las iglesias reformadas en Holanda y una batalla de varios años entre los seguidores de Arminio y los reformados tradicionales. Los arminianos no lograron imponerse, sino al contrario, fueron rechazados, expulsados, encarcelados y, en algunos casos, condenados a muerte. Pero esta es otra historia.
Bibliografía:
General
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[1] Wayne Grudem, Doctrina bíblica. Vida, Miami 2005, p. 291.
[2] Benedict M. Guevin, “San Agustín y la cuestión de la doble predestinación: ¿un protocalvinista?”, Augustinus 52/204 (2007), pp. 89-94.
[3] Ignacio L. Bernasconi, Libertad y gracia en san Agustín, ¿conciliación problemática o colaboración misteriosa? Universidad Nacional de Rosario, Argentina 2013, p. 115. Hay versión electrónica de acceso libre.
[4] Bernardo de Claraval, De gratia et libero arbitrio, XIV.
[5] Herman Hoeksema, Todo el que quiera, p. 94. Iglesia Presbiteriana Reformada, Sevilla 1989.
[6] Ireneo de Lyon, Aversus haereses, IV, 20.7.
[7] J. Arminio, Declaración de sentimientos y disputas públicas, p. 33. Editorial Teología para Vivir, Lima 2021.
[8] Id., p. 36.
[9] Abner F. Hernandez Fernandez, The Doctrine of Prevenient Grace in the Theology of Jacobus Arminius. Andrews University 2017. Hay versión electrónica de acceso libre.