“Con el nacimiento del siglo xxi –época en que los movimientos populares de la ciudad se originan por la invasión de cerros para tener un terreno y que las maquiladoras han sustituido a los casinos o hipódromos como la arquitectura y paradigma económico de la urbe– el pensamiento mágico, sin embargo, prosigue intacto, renovado. En los últimos tiempos ha comenzado el rumor callejero de que la Niña Olga, “San Olguita”, ha comenzado a realizar milagros y hacer apariciones. La nueva mitología fronteriza, pues, apenas comienza” (Heriberto Yépez)[1]
La frontera norte es una región que sólo se entiende si se percibe como un escenario que involucra historias, actores, instituciones y procesos que han conformado este amplio territorio. Es impensable hablar de una sola frontera, ya que la variedad de experiencias de los individuos que cohabitan a pocos kilómetros del país más poderoso del mundo, obliga a entender las dinámicas de cada microrregión para dar cuenta de la interacción humana con el territorio, y los procesos que de ello devienen, uno de ellos, es el cambio religioso.
La tesis central del libro es la oferta de los distintos bienes simbólicos de salvación que hacen las numerosas iglesias, religiosidades y espiritualidades mediante el despliegue de estrategias de conversión, a fin de ofrecer un modo de vida distintivo para los habitantes. Por ello, Frontera norte de México: escenarios de la diversidad religiosa del Dr. Alberto Hernández, es un estudio necesario para conocer la pluralización de las creencias a la par del cambio social con todo lo que ello involucra.
Cumple de manera cabal el objetivo de la obra: “bajo un esquema analítico de larga duración, es estudiar los procesos y transformaciones en los que se conforma la diversidad religiosa en el noreste de México”.[2] Lo hace, porque sólo con una perspectiva donde se toma en cuenta el devenir se puede comprender la conformación de una sociedad acostumbrada a interactuar con la alteridad religiosa.
Parte de la reconstrucción histórica que realiza el autor obedece a dos axiomas básicos. El primero es que para entender el escenario religioso se necesita una perspectiva holística, empezando por comprender cómo se construye una región; el segundo es que se debe entender la construcción de ésta a partir de la movilidad humana, producto de los procesos migratorios.
Para ello, el autor empleó una metodología que tiene en cuenta diversas herramientas de investigación, que van desde la consulta de bibliografía histórica, la revisión de distintas bases de datos, las entrevistas a los actores, la observación participante y la etnografía. Y es que sólo con formas de aprehender al objeto de manera amplia se puede comprender el fenómeno religioso en la actualidad, ya que “el campo religioso se compone de múltiples cruces entre tradición e innovación y, por tanto, hace falta una visión perpendicular que dé cuenta de las diversas capas de la práctica de la fe”.[3]
El debate teórico que realiza en la parte introductoria, pondera temas cruciales de la sociología de la religión como anomia, privación y secularización, conceptos que Hernández discute al poner de frente a varios autores. El último, un añejo término que nos remite necesariamente a los procesos de modernización y al cambio social acelerado dado los factores de producción que experimentan las regiones del país, en particular, el estado de Baja California al noroccidente de México.
En el primer capítulo, el autor ofrece una visión histórica del cambio religioso en la frontera norte al prestar atención a los grupos genéricamente conocidos como protestantes, así como a los factores que posibilitaron su presencia en diversas partes de esta región, a la par de una economía próspera con base en la industria manufacturera.[4] Genera un importante debate en torno a algunas de las tesis “bastianas” más conocidas al sugerir que “no parece existir una relación causal directa entre la industrialización de las ciudades fronterizas y el nuevo impulso del protestantismo”.[5]
Alberto Hernández presta suma atención al elemento migratorio como parte de la pluralización de creencias, ya que los actores sociales cargan con religiosidades a fin de mantener los vínculos identitarios con su lugar de origen, o bien, se convierten a otra religión a razón de adaptarse a un estilo de vida. Elemento constante en las ciudades fronterizas como Tijuana, Nogales, Ciudad Juárez, Ciudad Acuña, Reynosa y Matamoros, al ser lugares de paso y estancia de cientos de migrantes nacionales y transmigrantes indocumentados que intentan pasar a los Estados Unidos en busca del sueño americano, contexto que ha sido propicio para el cambio religioso, ya que “la mayor parte de los 39 municipios que colindan con Estados Unidos mantienen una proporción de protestantes superior a la media nacional”.[6]
En su segundo capítulo, Hernández analiza la diversidad religiosa existente en el estado de Baja California, para lo cual utiliza la base de datos estadísticos del Censo de Población y Vivienda del inegi y da cuenta de la competencia de las diversas religiones por ofertar los bienes simbólicos de salvación. Si bien el catolicismo es la religión mayoritaria en el país, en Baja California los brazos de la institución no han tenido la capacidad para abarcar y cubrir las demandas de los feligreses, por lo cual indica:
“Si bien la presencia y sostenimiento de la Iglesia Católica como institución es mucho más sólida que en años atrás, el proceso de consolidación está lejos de considerarse en una etapa avanzada, el número de sacerdotes y religiosos de ambos sexos es sumamente reducido en comparación con otra diócesis del centro del país e incluso de la región noroeste.”[7]
Esta situación ha sido benéfica para otras instancias religiosas que se han formado u organizado, tanto por factores exógenos dados los procesos migratorios, como endógenos a raíz de la dinámica propia del estado. Esta otredad religiosa parece permear la interacción social de quienes en la vida cotidiana interactúan con un universo cristiano no católico: presbiterianos, bautistas, pentecostales, Luz del mundo, neopentecostales, testigos de Jehová y adventistas, entre otros y, a su vez, de una sociedad que se niega a que la institución determine su manera de creer y explora la subjetividad en las prácticas de religiosidad popular en devociones que cada vez toman más terreno, como a Juan Soldado, a la Niña Blanca o a Malverde.
En el tercer y último capítulo, Hernández centra su unidad de análisis en una ciudad en particular. Conocida por sus antiguos habitantes como la Tía Juana, dinámica por la movilidad transfronteriza y con “fuertes contrastes sociales, territoriales y económicos”,[8] Tijuana se asienta en la línea fronteriza a la par del estado de California y, en particular, de San Diego. Tijuana, es el municipio con mayor población de Baja California al contar 1.549.291 habitantes para el 2010.
La popularidad del municipio se ha acrecentado al ser uno de los cruces fronterizos más importantes para la migración nacional y actividades ilícitas como el trasiego de drogas y la migración indocumentada. Incluso Manu Chao sintetiza parte de su dinámica en tres rubros fáciles de encontrar en algunas de sus calles: “tequila, sexo, mariguana”.
No obstante, trabajos como el de Hernández nos recuerdan que Tijuana no se resume en el breviario cultural de sus zonas “turísticas”: “Revo”, Río, Playas e, incluso, “la Coahuilita”. Este municipio es un mosaico de amplia diversidad de ofertas religiosas que se observan en las construcciones, las prácticas y los proyectos sociales que devienen de éstas a fin de coadyuvar a la restitución de un tejido social formado a la par del cambio social que ha tenido cabida en sus 140 años de existencia.
Para explicar el fenómeno religioso en Tijuana, Hernández hace hincapié en los mismos argumentos del capítulo anterior: una iglesia católica que edificó templos y parroquias modernas a finales de los años setentas del siglo XX con tener el reto de “emprender allí la enorme tarea de reproducir su hegemonía en una sociedad surgida de la inmigración”;[9] un universo cristiano no católico que para 1987 se contabilizaba en 322 centros de culto que funcionaban en espacios domésticos o casas particulares, y que emprendió proyectos sociales dirigidos a las necesidades de la población.
Para dar cuenta de la diversidad, Hernández destaca la importancia de las construcciones religiosas que modifican el paisaje urbano de Tijuana, ya que “son claves para entender los proyectos de intervención que lleva a cabo cada grupo religioso”,[10] así como las maneras en que algunos grupos pentecostales y neopentecostal objetivan su presencia en carpas implementadas, lo que obliga analizar el uso del espacio y la interacción generada a partir de proyectos sociales de los actores dirigidos a diversas capas de población.
En esta presencia social, como la llama el autor, las formas de organización y estrategias de crecimiento tienen amplia cabida en su descripción, pues para conocer la alteridad religiosa es necesario comprender las razones que dan pie a los comportamientos generados a partir de lo que Max Weber llama ethos salvífico, orientados a la acción sobre “un otro”; en otras palabras, los actores sociales que conforman alguna iglesia, desarrollan estrategias de trabajo dirigidas al beneficio comunitario, construyendo así un capital social que puede llegar a generar simpatías entre los habitantes.
Pensadas así, las iglesias no católicas están aprendiendo a que si deben competir dentro de un campo, tienen que conocer las reglas de juego. Por ello resulta pertinente la mirada de Hernández, quien describe los trabajos que realizan algunas iglesias y que conforman el escenario religioso de Tijuana, generando formas de participación cada vez más visibles. A ello apuntan diversas manifestaciones que el trabajo etnográfico que desarrolla el autor logra recuperar: las bardas pintadas con mensajes religiosos de los evangélicos; las campañas masivas de sanación y el trabajo por los enfermos de los pentecostales; las megaiglesias en recintos lujosos de los neopentecostales; conciertos y proyectos musicales dirigidos a los jóvenes, centros de rehabilitación para individuos adictos a las drogas, la distribución casa por casa del Atalaya y Despertad de los Testigos de Jehová; la presencia de los adventistas, muchos de ellos migrantes del sur del país, que guardan el día sábado.
A ello se suman devociones de religiosidad popular, a la Santa Muerte, a Santo Toribio Romo, San Judas Tadeo, Malverde y Juan Soldado, u otras ofertas que hacen un bricolaje de la industria del creer, como los centros de ayuda espiritual, la escuela de la madre tierra o botánicas y farmacias “como la ubicada en la calle Niños Héroes entre las calles Tercera y Cuarta, donde también se da a la venta de imágenes de San Judas Tadeo, la Santa Muerte o Malverde, conviviendo con deidades egipcias, hindúes y prehispánicas”.[11] Todas ellas enriquecen la oferta religiosa de Tijuana.
Frontera norte de México. Escenarios de la diversidad religiosa es una investigación que, si bien describe y analiza la conformación de la diversidad religiosa en el norte de México, el estado de Baja California y la ciudad de Tijuana, también transverzaliza otros temas sumamente importantes que devienen del proceso de la diversidad religiosa. Si el cambio religioso es un proceso que se experimenta a la par del cambio social, los retos que enfrenta la adscripción de nuevas religiosidades o incluso la combinación de varias, deben llevar a pensar en la construcción de una ciudadanía plural y, por ende, en una sociedad inclusiva que comprenda y respete los estilos de vida a partir de la afiliación religiosa.
Hoy en día, la religión vuelve a tener un papel importante en diversos escenarios sociales y públicos, desde sus formas más cerradas y conservadoras, hasta las que usan las espiritualidades para movilizar masas en busca de justicia social; desde políticos que cooptan el voto evangélico, hasta aquellos que determinan la política social a cambio de recibir clases de catecismo; desde ediles que entregan las llaves de la ciudad a Jesucristo, hasta terapias de yoga a servidores públicos. La religiosidad esconde una doble cara, genera estilos de vida plurales, pero exige aceptación social; puede permear la estructura social, o “acontecer” en espiritualidades al margen de las grandes instituciones; pondera la libertad de creencias, pero necesita condicionamientos legislativos para la sana convivencia.
Lo que es cierto, y que recuerda Hernández, es que la religión sigue acompañando los procesos sociales, generando símbolos, normas, reglas, conductas y prácticas, que nos obligan a preguntar cuáles serán los retos que se deben afrontar frente a la diversidad de maneras de creer, cómo lograr la convivencia ante la alteridad y qué tipo de sociedad es en la que nos estamos convirtiendo. Trabajos como este, ayudan a estar más cerca de las respuestas.
* El presente texto resume los comentarios de la presentación del libro Frontera norte de México: escenarios de la diversidad religiosa (México, Colef/Colmich, 2013) del Dr. Alberto Hernández Hernández, llevado a cabo en el marco de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, Ciudad de México, 20 de febrero 2014. El Dr. Alberto Hernández es Profesor-Investigador del Colegio de la Frontera Norte.
[1] Tijuanologías, México, 2006, p. 39-40.
[2] Hernández, Alberto, Frontera norte de México: escenarios de la diversidad religiosa, México, Colef/Colmich, 2013, p. 13.
[3] Ibid., p. 33.
[4] Ibid., 73.
[5] Idem.
[6] Ibid., p. 77.
[7] Ibid., p. 93.
[8] Ibid., p. 125.
[9] Ibid., p. 130.
[10] Ibid., p. 134.
[11] Ibid., p. 177.
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