Posted On 02/09/2022 By In Ética, Opinión, portada With 2420 Views

Los hemos visto venir: Sobre los abusadores espirituales y las pruebas que ya tenemos en su contra | Noa Alarcón

A todos nos han engañado alguna vez. La cosa es que, con el tiempo, se puede aprender a ver venir el engaño. Nadie es culpable de haber sido engañado: las víctimas no tienen la culpa. Pero sí es verdad que adquirimos cierta responsabilidad con la experiencia. Si uno no puede hacerlo solamente basándose en su propia experiencia, siempre puede recurrir a la fantástica experiencia compartida. En algunas cosas realmente es posible aprender de la experiencia ajena, e incluso es lo recomendable. Por ejemplo, hemos aprendido de lo sensato que es mirar las reseñas de los clientes antes de comprar un producto por Internet la primera vez. No nos fiamos de una sola reseña, sino de un conjunto de ellas que mantienen un relato veraz: este producto es confiable o, en cambio, este producto no merece la pena. Fijarse en las reseñas es una buena técnica que nos ahorra disgustos. No es más que una de las prácticas de aprender de la experiencia ajena.

Todo esto me hace pensar en muchas de las cartas de Pablo en la Biblia, sobre todo 1 Timoteo. Nada más empezar la carta, Pablo advierte a Timoteo de su experiencia con personajes que tenían puestos de poder y liderazgo en la iglesia y que no lo estaban haciendo bien. Timoteo quizá tardaría mucho tiempo en recabar la experiencia necesaria para reconocerlos y apartarlos de los lugares de poder, y para entonces, es posible, ya habrían hecho mucho daño; pero podía aprender de la experiencia ajena de Pablo, y usarla en su favor y en el de la iglesia. «Pretenden ser maestros de la ley, pero en realidad no saben de qué hablan ni entienden lo que con tanta seguridad afirman» (1 Tim 1:7, NVI). Y hablo de la carta a Timoteo como podría hablar de muchos otros ejemplos del Nuevo Testamento. Gran parte de las cartas de Pablo consisten en Pablo explicando a otros cristianos cuáles han sido sus experiencias y de qué peligros hay que estar avisados. Y también sucede en las cartas de Pedro, y en las de Juan. Cuando te fijas y ves la cantidad de experiencia y precauciones que comparten, más increíble resulta la capacidad que tiene el cristianismo contemporáneo para buscar peligros imaginarios en los textos bíblicos e ignorar los peligros reales que eran verdad entonces y siguen siendo verdad ahora.

Mireia Vidal y yo hemos pasado las últimas semanas de este verano trabajando en un texto que formará parte del libro Genealogías del trauma: cuerpos abusados, memorias reconciliadas, y que saldrá publicado a finales de este año. Este libro recopila las ponencias de las últimas jornadas de la Asociación de Teólogas Españolas, en donde se analizó el tema del abuso, el trauma y sus posibles maneras de recuperación dentro de entornos eclesiales. Me alegra mucho que se vaya a publicar un libro como este en estos tiempos. Yo colaboré un poco con Mireia en un último apartado en el que nos detenemos a analizar la forma concreta en que sucede el abuso espiritual en entornos protestantes, tomando como punto de partida las noticias e historias que han salido a la luz los últimos años. Hablamos de Ravi Zacharias, de John MacArthur, de la Convención Bautista del Sur, de la Iglesia Metodista de Inglaterra y de la Iglesia Anglicana, y tuvimos que dejar en el tintero otro montón de historias más que no nos cabían. La experiencia acumulada (los casos de estudio de abuso espiritual comprobados que hemos analizado, además de toda la cantidad de historias que siguen saliendo a la luz prácticamente cada semana) nos está hablando ahora mismo de que hay un patrón de conducta al que deberíamos prestar atención. Pablo, si estuviera vivo, nos echaría la bronca por no tomar medidas al respecto. En todos estos casos hemos lamentado y nos hemos dolido con las víctimas de abuso espiritual, psicológico e incluso sexual. Nos hemos lamentado a posteriori. La cuestión es: ¿acaso no tenemos ya experiencia acumulada para verlos venir a priori?

Todos estos casos de estudio nos han permitido hacer un perfil criminal del depredador espiritual en serie. Hay dos cosas que señalar. La primera es la razón por la que están saliendo tantos casos a la luz, y creo que es, principalmente, porque ha habido (y sigue habiendo) muchos casos. Ha habido una cultura eclesial que favorece que los depredadores accedan a los puestos de poder. Los narcisistas se sienten muy cómodos siendo los líderes de la iglesia de finales del siglo XX y principios del XXI.

Lo segundo es que la acumulación de víctimas, de personas heridas y con traumas, es tan grande que, sencillamente, el sistema se ha saturado y ya no puede seguir ignorándolas, ni engulléndolas, ni expulsándolas sin más, y menos en la era de Internet donde las víctimas ya no están aisladas, sino que acaban encontrándose y conectándose. Toda esa gente a la que muchos líderes dentro del sistema tóxico acusan de estar «deconstruyéndose», de «abandonar la iglesia de Cristo» y de «volverse rebeldes», en realidad son personas heridas, con trauma religioso y psicológico, que para poder sobrevivir se tienen que apartar de los entornos de donde se ha abusado de ellos.

Los casos más llamativos que suelen salir a la luz implican abusos sexuales. Sin embargo, en un entorno eclesial no se puede dar un caso de abuso sexual sin que haya previamente instaurada una cultura de abuso espiritual sistémica. Eso es algo que Mireia y yo hemos podido comprobar en este estudio. Permitir el abuso espiritual en una congregación o en una denominación, en el grado que sea, es el primer paso imprescindible para que surjan el resto de abusos y, en última instancia, para que se puedan cometer delitos impunemente desde el liderazgo.

Así pues, como le pasaba a Pablo, que quería compartir con Timoteo las advertencias contra los que exigían poder, pero no tenían ninguna clase de virtud cristiana con la que respaldarse, nosotros tenemos ya advertencias y experiencia también, por desgracia. Y es hora de hacer algo al respecto. Tenemos un patrón bastante claro y detallado de cómo es un abusador espiritual. Como sucede a menudo, el espectro y sus variables son amplios, aunque no se pueden ignorar las señales de alarma. Aunque quizá ese sea el problema: una de las malas enseñanzas de la iglesia cristiana de estas últimas décadas ha sido la ausencia de vida discipular y el fomento de un tipo de feligrés-consumidor al que se ha enseñado a obedecer, a no cuestionar, y a jamás, jamás, levantar la voz cuando vea señales de alarma. Esa es una estrategia típica del perfil del abusador espiritual: echar la culpa a la víctima y silenciarla. Ravi Zacharias decía a las mujeres de las que abusaba que si le denunciaban la gente dejaría de seguirle a él y entonces dejarían de convertirse a Cristo. Por supuesto, nadie querría ser responsable de algo así, aunque no tenga ningún sentido. Pero para entonces las víctimas estaban tan heridas y se sentían tan vulneradas que no tenían esa capacidad de crítica. Para el comité ejecutivo de la Convención Bautista del Sur, durante décadas, los casos de abusos sexuales en serie de los que les llegaban noticias no eran más que obra de Satanás para distraerlos, en sus palabras, de la verdadera tarea de la evangelización. En realidad, querían evitar demandas millonarias como responsables finales que eran. Y siempre que ha salido a la luz algún caso de mala praxis pastoral en la Grace Community Church de John MacArthur (y estos casos ya se acumulan por decenas) se desestimaban diciendo que no podían ser verdad porque MacArthur era un gran maestro bíblico (aunque, irónicamente, luego se haya descubierto que muchos de los libros de MacArthur los firmaba, pero no los escribía él). Aquí se ve claro uno de los patrones principales: el secretismo, la distorsión. La negación, en última instancia. De otro modo los abusos no pueden continuar.

Nos deslumbra el carisma de estos personajes, su capacidad de oratoria. Todos ellos, la gran mayoría, no solo tienen poder, sino que lo exponen con autoridad sobre tarimas, escenarios y púlpitos. El Nuevo Testamento nos advierte de que los verdaderos líderes de la iglesia cristiana son humildes, serviciales y mansos. Esas virtudes cristianas las hemos desestimado y, en cambio, nos hemos montado un simulacro de iglesia sobre los estatutos del marketing, no del evangelio. Y, según esos estatutos, necesitamos gente con carisma que lleve nuestro producto a las masas en un mercado competitivo. La espiritualidad es lo de menos, porque se puede fingir con unas cuantas dosis de emocionalidad bien administrada. Los que tiene mentalidad de lobo se sienten cómodos en este entorno donde toda su egolatría encuentra espacio donde crecer, y donde además les revisten de la santidad de la unción divina. Y donde, además, tienen a montones de ovejas disponibles a las que devorar. Solo hay que fijarse en el lenguaje que se ha estado utilizando en la iglesia evangélica desde finales del siglo XX. La cuestión no es vivir de manera digna del Señor, ni crecer en el conocimiento de Dios (Colosenses 1:10); lo que se les pide a los líderes es que «ganen almas», que «hagan convertidos», que las congregaciones sean cada vez más grandes; para Cristo, dicen. Pero se parece demasiado a cualquier otro esquema empresarial. La realidad es que no importa demasiado quiénes sean esas personas que vienen al culto, mientras se queden como consumidores habituales. Los grandes empresarios saben que se obtiene mucho beneficio con grandes cantidades de consumidores que gastan, aunque sea, pequeñas cantidades de dinero, y esto funciona también para los diezmos y ofrendas. Ese es el sistema en el que se basan las megaiglesias, que han sido el caldo de cultivo de los depredadores espirituales porque en estos entornos enfocados en el rendimiento solo hay que rendir cuentas por los resultados, no por la virtud mostrada. Pero ese modelo se ha exportado a muchos otros tipos de iglesia, también más pequeñas y sencillas, tan solo porque es eficaz. No es bíblico, ni es cristiano, pero es eficaz.

¿Cómo se han podido dar estas cosas entre nosotros?, nos preguntamos: porque les dejamos. Así, sin más. Y no, de nuevo, no somos nosotros los culpables, somos sus víctimas. Pero ahora que tenemos experiencia, propia y ajena, sí somos responsables de sacarlos de ahí. Hay que tener en cuenta una cosa importante: los depredadores espirituales no son «hombres de Dios que han caído en desgracia». Nunca fueron hombres de Dios. Nunca fueron agentes de la gracia. Nunca fueron parte del reino de los cielos, y tenemos el fruto y la demostración de que esto es cierto en todos los portales independientes de noticias, en los podcast, los blogs y las webs de las periferias institucionales, y en los foros de los diferentes lugares de Internet donde abundan y se explican sus víctimas. La gente se ha marchado en silencio y sintiendo vergüenza. Los que se quedan a su lado, los que los defienden, los que no dudan en ponerse a insultar en su defensa en las redes sociales, son únicamente los que se identifican a sí mismos, consciente o inconscientemente, con su narcisismo, y tan solo están defendiendo el modelo de poder al que aspiran acceder algún día. Los que son de Cristo se sienten incómodos con la violencia verbal, con los gritos desde el púlpito, con el chantaje sutil o establecido. Aun en medio de toda su sencillez e imperfección, los que son de Cristo se sienten intimidados por la falta de mansedumbre, y les chirría la humildad artificial que estos personajes proyectan en redes sociales. Quizá les lleve un tiempo llegar a la conclusión de que tienen que alejarse de esos entornos, de que se ha abusado de ellos espiritualmente. Pero antes incluso de darse cuenta, lo que sienten es ese botón brillante de la duda y la incomodidad que el Espíritu Santo coloca en los que son suyos. Los depredadores espirituales te harán creer que la duda es una ofensa a Dios, pero en realidad lo dicen porque es una amenaza para ellos. La duda es una puerta abierta de parte del propio Señor. La duda sana florece y madura, y finalmente encuentra respuestas veraces. Donde crece una lealtad ciega al líder de turno (ciega y, a menudo, violenta), ahí no hay nada del evangelio de Cristo.

Quizá no sea la solución definitiva para hacernos cargo de este problema, pero sí sea un buen sitio desde el que comenzar: confiar en nuestras dudas.

Sé que sentimos la tentación de deslumbrarnos por el carisma y el halo de poder y santidad que tienen; y también nos tienta la comodidad de no ser más que consumidores o espectadores de un espectáculo dominical. Pero eso no es ser el cuerpo de Cristo. Este llamado a los que son el cuerpo de Cristo. Deberíamos empezar a sospechar de aquellos que cumplen el patrón. Pensemos si hay alguien así en nuestro entorno. Quizá ni siquiera tiene por qué ser el pastor principal de nuestra congregación, o de cualquier otra; como nos demuestra el caso de Ravi Zacharias, quizá no es más que un ministro itinerante, un conferencista, o tiene alguna otra clase de título propio. Es posible que tenga muchos seguidores en redes sociales y que utilice estrategias de branding para lograr engagement. Quizá tiene un ministerio que se considera «de éxito». Y hay asociaciones, o asambleas, o grupos que consideran que contar con este personaje para tal o cual evento puede ser beneficioso en términos de marketing, así que nos deja de importar que carezca de auténticas virtudes cristianas, y nos conformamos con que sea un buen vendedor del cristianismo normativo. Un consejo: no os fijéis en el lenguaje. Saben utilizarlo. Utilizan un lenguaje lleno de términos que suenan cristianos y bíblicos; son expertos en eso. Hay que mirar el fondo: ¿defienden al pobre, al huérfano y a la viuda, o tienen una actitud de rechazo contra el diferente? ¿Tienen una predicación que abunda en términos de victoria, éxito y cosas así? ¿Les dicen a las mujeres maltratadas que «el amor duele», o que «hay que sufrir como Cristo» y que se queden con sus maridos pase lo que pase? ¿Se utiliza en sus predicaciones un lenguaje que gira en torno a la libertad o, en cambio, su lenguaje gira en torno a la obediencia y al miedo al pecado? ¿Tienen una obsesión extraña con las sexualidades ajenas? ¿Tienen una relación extraña con la sexualidad, en general, en términos que resultan a menudo confusos y ofensivos? De hecho: ¿utilizan la ofensividad como una herramienta de intimidación y cuando alguien se queja defienden que son perseguidos y atacados «en nombre de Cristo»? ¿Sus redes sociales consisten en montones y montones de fotografías suyas en poses de poder, de autoridad? ¿Su foto de perfil es una foto de él mismo desde un púlpito o un escenario? ¿Idolatran públicamente a personajes de poder, como a antiguos predicadores o figuras históricas que consideran de mucho éxito en su campo? ¿Utilizan técnicas de distorsión argumentativa, como la falacia de la pendiente resbaladiza, como forma habitual de comunicación? ¿Son los primeros en mantenerse en un oportuno silencio cuando se descubre algún escándalo de un ministerio cristiano cercano, o afín? ¿O, si hacen algún comunicado, insisten en señalar que «No todos los hombres» o «No todos los pastores», o contarlos como casos aislados ignorando el problema sistémico? ¿Están siempre utilizando la excusa del «sano escepticismo» para mantener posturas que degradan a los débiles o marginados de la sociedad? ¿Les ofende que alguien piense diferente? ¿Da la sensación, en las interacciones que hacen por redes sociales, de que se les da muy bien hacer luz de gas a los que discrepan con ellos?

Y otra cosa muy importante: ¿la gente habla de que han cometido abuso espiritual, psicológico, patrimonial o incluso sexual? Sí, es posible que solo sean «habladurías», pero Mireia y yo nos hemos encontrado, estudiando los casos, que no se trata de «habladurías» en casi ninguno de los casos. Lo que sucede es que la cultura del silencio se impone y las víctimas de estos depredadores casi nunca se atreven a hacer públicos los casos de abuso. Y no me refiero a abuso sexual: ese el último estado de la depravación. Me refiero a la miríadas de casos, pequeños o grandes, de abuso espiritual, desde el púlpito, en la praxis pastoral, que conocemos pero nos obligan a ignorar. ¿Has escuchado hablar a gente cercana a ellos de cosas malas que han hecho desde su posición de poder? Los depredadores espirituales son expertos en hacerlo pasar por habladurías o calumnias y así silenciarlo. Los ejemplos están ahí, y esos ejemplos tienen una cosa en común: resultaron ser ciertos. La casuística es innegable a estas alturas. Al fin y al cabo, si fuera cierto que las víctimas hacen denuncias falsas por «conseguir fama», las harían indiscriminadamente contra cualquier persona que esté en una posición de liderazgo en la iglesia. Pero no: solo se escuchan historias sobre estas personas, no sobre otras. Y tardan en salir a la luz porque en cuanto se dan a conocer el ejército de seguidores ciegos sale a batallar e intimidar con su violencia verbal y virtual. Los depredadores se sirven de estos seguidores ciegos para mantenerse impunes. Normalmente una víctima no habla porque sabe que caerá sobre ella todo el peso de un sistema que ha sido creado para estar en su contra.

Creo que sabemos quiénes son estos depredadores, o al menos tenemos buenas sospechas fundadas. Creo que ya sabemos ver las señales. No hace falta mantener batallas estériles con ellos, ni acusarlos de nada, porque tienen todo un sistema trabajando a su favor. Necesitamos herramientas, protocolos y una toma de conciencia profunda de los errores. Necesitamos dar voz a las víctimas y, cuando sea necesario, denunciar públicamente. Pero podríamos comenzar con cosas mucho más accesibles. Bastaría con empezar por dejar de invitarlos a eventos, con dejar de considerarlos figuras de autoridad divina. Bastaría con que no estuvieran en cada encuentro, en cada conferencia, en cada actividad de la iglesia… aunque quizá esto sea mucho pedir, lo sé, porque para eso tendríamos que cambiar el modelo de iglesia, de uno centrado en el marketing y la publicidad (mal llamado evangelismo) en otro centrado en la vida común del cuerpo de Cristo y la justicia del reino de los cielos.

Creo que, si necesitamos oradores, predicadores, conferencistas, talleristas… podríamos dejar de apoyarnos en esta clase de gente y buscar a todos esos buenos cristianos que pueblan la verdadera iglesia de Cristo. Quizá no tengan tanto carisma, pero en cambio tienen ese brillo cálido e inconfundible del Espíritu Santo. Sabemos quiénes son, también. Son gente preciosa, mansa, inteligente, que lleva décadas, quizá, trabajando en los márgenes, con cariño y devoción a Dios, sirviendo a los demás, y que jamás se les pasó por la cabeza tener una plataforma de gente leal que les alimente el ego porque no la necesitan. ¿Qué creéis que pasaría si todos esos eventos y conferencias se llenaran de esta clase de personas, y dejáramos de lado a los que traen fama, sí, pero también nos arrastran a su pozo inmundo de egolatría? Quizá podríamos empezar a ser de verdad la iglesia de Cristo, y no un triste simulacro de plástico y pantallas gigantes.

Noa Alarcón Melchor

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