El fenómeno de “los indignados” se expande cada vez más por diversas partes del mundo. Denominado como tal, comenzó en España a través de multitudinarias movilizaciones y asambleas populares convocadas para reclamar una respuesta frente a la profunda crisis socio-económica que dicho país atraviesa, al igual que buena parte de las naciones que componen la Unión Europea. Inspirados por la breve pero contundente obra “¡Indignaos!” del francés Stéphane Hessel, estos heterogéneos conglomerados demandan que los modelos políticos vigentes (sean del lado que fuese) ya no funcionan. “Son todos iguales”, exclaman.
Primero en España, luego en Israel y en diversos países de Europa, y ahora en EEUU con las crecientes manifestaciones frente a Wall Street y en distintas ciudades. Las revueltas populares también se expanden hacia diversos lugares, muchas veces sin el nombre propio de “indignados”: las multitudinarias marchas estudiantiles en Chile y la cadena de protestas en diversos países de Medio Oriente cuestionando los regímenes políticos en el poder, son otros ejemplos de este polvorín que caracteriza los tiempos que corren.
Todos estos movimientos reflejan la indignación frente a aquellos modelos, sistemas e ideologías que se han presentado por décadas como respuestas absolutas a los males que nos asedian: el libre mercado, la neutralidad del ejercicio electoral, ciertas formas institucionales del Estado moderno, las bipolaridades ideológicas entre derecha e izquierda, etc. No por nada el pequeño manifiesto de Stéphane Hessel hace un recordatorio de la Resistencia en Francia contra la política nazi, solicitando especialmente a los jóvenes que se indignen y resistan los tipos de totalitarismos que rigen nuestro tiempo, como los recién mencionados.
Podríamos extraer muchas conclusiones de este panorama. Pero me gustaría resaltar algunos elementos, especialmente en lo que refiere a aquellas enseñanzas con respecto a cómo definimos lo político hoy día en esta coyuntura particular. En primer lugar, todo esto nos muestra que el poder no es un objeto perteneciente a un grupo social determinado sino, como ya lo dijo Michael Foucault, es un ejercicio circulante y en constante movimiento. En este sentido, es necesario deconstruir aquellos imaginarios socio-políticos maniqueos que determinan a una mayoría al dominio de una minoría, que dividen todo espectro social entre dos supuestos polos (derecha/izquierda, opresores/oprimidos), que reflejan la geopolítica del mundo entre países centrales y periféricos. Con esto no queremos negar la existencia de tales instancias, sino más bien cuestionar la comprensión del ejercicio del poder sólo desde estas lecturas deterministas. Los estallidos sociales que hemos mencionado reflejan esto mismo: no existe un poder omnímodo que clausura las conciencias y los cuerpos; la resistencia siempre es posible, desde los espacios, gestos y movimientos más inesperados.
En segundo lugar, hay que recuperar la constitución heterogénea de lo político. Este desencanto por parte de “los indignados” con respecto a las instituciones tradicionales de la política, nos mueve a reforzar el hecho de que lo político se juega en la interacción de un sinnúmero de sujetos, grupos, movimientos, organizaciones, etc. El ejercicio de lo político no está determinado exclusivamente bajo el marco del “Estado nacional” o los partidos. Más bien es ese proceso constante de construcción de lo identitario por parte de todo grupo social, que proyecta su intrínseca heterogeneidad en un movimiento que cuestiona toda instancia de poder que intenta mostrarse homogénea y portadora de la Verdad absoluta. Esto es lo que la modernidad nos ha dibujado con sus leyes de progreso, que llevarían a todas las naciones del mundo al paraíso de Occidente. Todo eso falló. No ahora, sino hace ya mucho tiempo.
Con este mismo cuidado debemos leer la obra mencionada de Stéphane Hessel. Más allá de su riqueza, la insistencia en volver a los “valores universales” de la Justicia, la Democracia, la Igualdad, conllevan el peligro de la ingenuidad con respecto a su definición concreta, cuyas consecuencias ya hemos sufrido. Occidente, desde su parcialidad y tal vez con “buenas intenciones”, ha sido el marco desde donde se ha dado sentido a tales instancias, dejando de lado otras cosmovisiones y prácticas. No podemos escapar del hecho de que nociones tales como lo democrático, la justicia y la igualdad siempre se comprenden desde un lugar concreto. El problema comienza cuando éste se absolutiza. Dicho error lo han cometido todos los espectros políticos, desde la derecha hasta la izquierda.
De aquí que tales principios deben permanecer abiertos, como marcos que ciertamente son “universales” para la “humanidad”, aunque sabiendo que estos últimos son instancias que se encuentran en constante construcción debido a que son representaciones de una heterogeneidad de sujetos, discursos e instituciones que distan de darle un único sentido. Por el contrario, redefinen constantemente su significado según los movimientos, las circunstancias, las demandas y los contextos.
Heterogeneidad de lo político y circulación del poder son dos elementos que forman parte de nuestra existencia como sociedad. Ahora, requerimos darle un giro ontológico a su comprensión: ellas no deben ser simples muestras de una realidad que suscita por sí sola sino hay que asumirlas como instancias constitutivas de nuestro ser como humanidad y como sociedades. En otros términos, el fin de los totalitarismos no llegará con la creación de “un modelo” alternativo sino con la creación de un espacio que permita la circulación del poder y donde las voces que imprimen lo heterogéneo de nuestras sociedades sean escuchadas, para que así se cuestione todo poder que pretenda una centralidad absoluta y también se deconstruyan aquellos imaginarios socio-políticos herméticos que frenan el necesario proceso de constante redefinición social.
Lo que está sucediendo en estos días es una nueva oportunidad que la historia nos da para cambiar el rumbo de las dinámicas políticas. “Los indignados” son la plasmación de que los modelos políticos y las comprensiones ideológicas vigentes continúan en crisis y no responden a las demandas del global, heterogéneo y posmoderno contexto en que vivimos. Debemos cuidarnos de no blanquear superficialmente aquello que nos ha llevado a la crisis actual. Asumir la heterogeneidad de lo político implica un cambio en nuestros discursos absolutistas y deterministas, a ver la complejidad de los procesos sociales, a comprender que nuestros posicionamientos requieren ser relativos y pasajeros, para así facilitar la inclusión y permitir el flujo constante del poder y el necesario cuestionamiento de todo aquello que se presenta como respuesta. Que la indignación se proyecte de una coyuntura histórica determinada a una actitud de revisión constante de nuestros ejercicios políticos.