Tres son los grandes pecados de la humanidad: el no aceptar su finitud, su desmedido afán de dominación y su deriva hacia un consumismo devastador. En su conjunto bien podría afirmarse que en eso consiste el pecado original.
La tentación que asalta a la mujer/hombre en su primera fase de vida y adaptación a la tierra de la que proceden y de la han sido formados, es garantizar su semejanza a Dios, consolidando su inmortalidad. El fracaso de ese intento da origen a la mayor de las frustraciones humanas, que es la muerte. La expulsión del Edén simboliza la finitud de los seres humanos; a partir de ahí, se establece un enorme abismo entre la vida y la muerte, aunque mantengan vasos comunicantes entre sí.
Ese sentimiento de finitud que desemboca necesariamente en la muerte, hace al ser humano vulnerable, una vulnerabilidad que le empuja a buscar fórmulas de permanencia bien sea proyectándose hacia la eternidad por medio de la fe en un ser superior, haciendo suya la promesa de la resurrección, o bien tratando de conseguir esa inmortalidad por méritos propios: como caudillo, como escritor, como artista, como empresario, como gobernante… Conseguir la inmortalidad, es decir, vencer a la muerte, romper el maleficio de la finitud, ese es su propósito fundamental en la vida..
Despierto el instinto que lleva a los seres humanos a intentar garantizar su pervivencia a toda costa, se estimula en ellos la ambición de poseer el fruto prohibido, lo impropio, lo ajeno, lo innecesario para la supervivencia. Ya no es suficiente el pan de cada día, sino que la codicia lleva a adueñarse de lo que no les pertenece.
A raíz de esa experiencia inicial, Dios concede al ser humano una cierta primacía con respecto al resto de la creación; una primacía que le habilita para “sojuzgar” o dominar la tierra. Un verbo que puede traducirse como “poner el pie” en la tierra, que bien podría indicar tanto habitar como pisotear. Es evidente que el contexto nos conduce a traducirlo como “hacer habitable la tierra”. Y precisamente éste va a ser su tercer fracaso, a partir del momento en el que confunden el alcance de estos verbos y, en lugar de gestionar y administrar la tierra para seguir nutriéndose y garantizar la subsistencia de todas las especies y el futuro de las generaciones sucesivas, depreda la tierra, la pisotea, la maltrata, a partir de un consumismo enfermizo, poniendo en peligro el equilibrio ecológico y atentando contra su propia permanencia. Y mientras se sigue derrochando la herencia, la fiesta parece no tener fin.
El sistema capitalista ha introducido un elemento social infernal, del que no es capaz de liberarse, aplicado a la economía; se trata de la idea del crecimiento continuo, imparable. La prosperidad de los pueblos se mide, como indicador principal, por el índice del crecimiento económico de cada año. La política gira en torno al índice de crecimiento: un 1, un 2 un 3%… Ya no nos conformamos con haber conseguido el denominado “estado de bienestar” (no para todos), hay que seguir creciendo, porque de lo contrario, decrecemos, es deci, menguamos, y nos hundimos en la frustración y el fracaso. Y, con ello, entramos de lleno en la tercena dimensión del pecado original; el consumismo.
La palabra mágica es progreso. La pregunta necesaria es ¿progreso hacia dónde? No seremos los primeros en decirlo. Ya lo anunció uno de los líderes del Mayo francés del 68, Bertrand-Henri Levy: La barbarie con cara humana[1]. En lo que a España se refiere, una respuesta tardía a ese tipo de progreso que nos conduce hacia la barbarie la dieron los protagonistas del 15M y sus confluencias en el año 2011, una iniciativa también conocida como “movimiento de los indignados”, inspirada en buena medida en el libro ¡Indignados! del francés Stephane Hessel. El grito dirigido a los políticos que gestionan la vida social y económica fue “no nos representan”. Pero tan absorbente es el régimen, que los representantes de ese movimiento pronto fueron abducidos por el sistema, y hoy forman parte de ese mismo engranaje político, después de haber dejado huérfanos a sus seguidores.
El progreso a costa de un consumismo voraz que esquilma los recursos naturales de la Pachamama o Mammatierra, no es un progreso hacia la reconquista de los valores primigenios del Edén. Un pseudo progreso que olvida el sentido de señorear la tierra y en lugar de gestionarla racionalmente, la esquilma, la arruina y la despoja de sus señas de identidad, no puede ser considerado como progreso con cara humana. El ser humano no puede vivir desvinculado de la naturaleza de la que forma parte.
Quienes en nombre del progreso practican esas políticas depredadoras, son falsos progresistas, de tal forma que, en la medida en que avanzamos en ese ilusorio progresismo, en realidad lo que está ocurriendo es que retrocedemos hacia la barbarie. La idea que pretendemos resaltar es que no somos propietarios de la tierra, sino administradores, lo cual sustituye la idea de poder que se asume como licencia para destruir, por la de responsabilidad para transformarla y administrarla responsablemente. El jesuita José I. González Faus lo ha expresado con otras palabras: “El hombre no es el rey de la creación, aunque sea el responsable de la creación”. Podemos decirlo de otra forma: se sacrifica en el altar del progreso la felicidad que supone ser consecuentes con nuestra propia identidad.
Volvemos sobre la expresión Pachamama, tomada de la cosmovisión quechua, una percepción sagrada de la tierra, de la naturaleza en general, a través de la cual los quechuas perciben la presencia de Dios, produciendo en su origen no tanto un sentimiento de idolatría, sino una experiencia de respeto a esa madre a la que el ser humano debe la vida. Un concepto que refleja un sentimiento de vinculación responsable hacia la tierra de la que procedemos y a la que hemos de regresar, que en manera alguna debería caer en saco roto. En lenguaje actual, hablaríamos de ecologismo responsable; aún más, podríamos hablar de ecohumanismo o humanismo responsable. En definitiva, conforme se han ido imponiendo el capitalismo y el colonialismo en alianza con el patriarcado readaptado a las nuevas demandas del mundo moderno, se ha dado a un consumismo depredador, disfrazado de progreso, al que ya hemos hecho referencia anteriormente, que se hace urgente someter a revisión.
Si la felicidad se alcanza regresando a los orígenes, revisando y corrigiendo los errores cometidos, será necesario replantearse nuestra actitud hacia las tres dimensiones del pecado original y, como resultado:
- Aceptar sin rebeldía que somos, humanamente hablando, seres finitos.
- Desterrar la ambición acumulativa-depredadora que esquilma la tierra y condena a la inanición a dos terceras partes de la humanidad y destruye multitud de especies animales y vegetales, produciendo un desequilibro ecológico y malversando la herencia que es preciso transmitir a las generaciones futuras.
- Enseñar a las nuevas generaciones que consumismo no es equivalente a progreso; no, en cualquier caso, a progreso con perfil humano. Que progreso, equivalente a sociedad de bienestar, es conformarse con el pan nuestro de cada día, incorporando a la vida social los valores del Sermón del Monte.
[1] Levy, Bertrand-Henri, La barbarie con cara humana” Monte Ávila (Caracas:1978-